Home Indisciplina Partidaria El absurdo como arma política Por Hoenir Sarthou

El absurdo como arma política Por Hoenir Sarthou

El absurdo como arma política Por Hoenir Sarthou
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No sé si a ustedes también les pasa, pero hay como un aire de irrealidad, casi de parodia, en los hechos que supuestamente determinan la política mundial.
Empecemos por los EEUU. Por un lado, el repentino “descubrimiento” de la muy notoria lelez de Joe Biden, por parte de la maquinaria electoral del partido demócrata, en plena campaña y a muy pocos meses de las elecciones. Al mismo tiempo, la aparición de Kamala Harris como una especie de “Chapulina colorada” (o negra, o india, o tamil) salvadora de las maltrechas expectativas demócratas (o globalistas, o de la élite liberal de California y de Washington) para la elección de noviembre. Por otro lado, el inverosímil atentado contra la oreja de Donald Trump, que no se sabe si se suma o se resta a las treinta y pico de condenas judiciales que arrastra el candidato.
Extraño, ¿no? O por lo menos poco serio. ¿Es creíble que las decisiones vitales de un país como los EEUU vayan a ser tomadas por quien resulte electo mediante semejante circo?
Pero ampliemos la mirada. Vayamos a la frontera entre Ucrania y Rusia. Tres años de guerra, conducida desde el bando ucraniano por Volodimir Zelenski, un actor, ex empleado de un poderoso banquero transnacional, al tiempo que en territorio ucraniano especulaban y especulan empresas y gentes como Black Rock, el financista George Soros y el hijo del propio Joe Biden.
La cosa no termina allí, porque la guerra sigue y sigue y al actor que cumple el papel de presidente de Ucrania le llueven miles de millones de dólares de ayuda, con origen en los EEUU y Europa y destino desconocido, al tiempo que Europa se queda sin gas ni petróleo rusos y tiene que invertir recursos públicos (mediante la Estrategia Global Gateway) para, entre otras cosas, conseguir hidrógeno “verde” fabricado con agua gratuita de los acuíferos latinoamericanos.
Extraña guerra y extrañas consecuencias, ¿no?
Hablando de guerras, tenemos también el extraño ataque de grupos palestinos en territorio israelí, usando camionetas, lanchas y parapentes, que no fue detectado ni neutralizado por el ejército israelí, que dispone de los sistemas de defensa más avanzados del mundo.
Claro, ese ataque dio lugar a otra guerra, en la que Israel, de estar a la información que difunde la prensa internacional (cosa rara), no sólo ha cometido desmanes brutales contra los palestinos de Gaza sino que ha intentado provocar por todos los medios a sus vecinos árabes y musulmanes para que ingresen en el conflicto, que, como es de estilo en estos días, sigue y sigue sin solución de continuidad y sin que se alcance a distinguir, por ahora, sus verdaderos objetivos.
No faltará quien me señale que la contra información, la propaganda mentirosa y los atentados de falsa bandera tienen una larga tradición. Me recordarán el ataque a Pearl Harbor, que justificó el ingreso de EEUU a la 2ª Guerra Mundial, el asesinato de John Kennedy, cargado al solitario Lee Harvey Oswald, la versión fílmica del alunizaje del Apolo 11, a la que se acusa de ser un artificio dirigido por un célebre cineasta, y el atentado a las Torres Gemelas, que demasiado obviamente fue una demolición controlada usada para justificar acciones militares en Medio Oriente.
Lo que estoy señalando no es que estos procedimientos sean nuevos. La manipulación de la opinión pública por medio de artificios informativos y mediáticos, por cierto, no es nueva. Lo que intriga es que, existiendo medios tecnológicos cada vez más eficaces para simular la realidad, se los use cada vez con mayor descuido. Casi como si hubiese intención de que supiésemos que se nos presenta una realidad diseñada, en la que debemos creer porque cuestionarla significa ser “negacionista”, “conspirarnoico” y difundir “desinformación”.
Quizá la campana de largada para esta nueva era de realidad mal simulada haya sido la pandemia. No puedo olvidarme de los primeros videos, en que una serie de supuestos centroamericanos, con anchos sombreros de paja, caían fulminados en plena calle de una ciudad innominada, como alcanzados por un rayo. Mientras una voz en off nos explicaba que eso era el COVID.
Después aparecieron los videos e informes sobre Italia y España, con supuestos muertos acumulados en parques o trasladados en pleno día en camiones militares, mientras que médicos y enfermeras, supuestamente agotados y diezmados por la enfermedad, improvisaban bailes entusiastas en los centros sanitarios y eran aplaudidos cada atardecer desde los balcones.
Hace muy poco Esteban Queimada me hizo ver uno de esos videos con muertos embolsados, en el cual uno de los muertos fumaba disimuladamente lanzando el humo por la boca de la bolsa. Por mi cuenta vi otros en que los muertos eran visiblemente muñecos.
La pregunta del millón es por qué la política mundial, la internacional, y la nacional de tantos países, se justifican con acontecimientos tan poco verosímiles y con escenificaciones casi de opereta, o de tablado.
Una hipótesis es que el enorme poder de que gozan los capitales que controlan a los medios de comunicación y –financiación mediante- a los aparatos políticos y a buena parte de las opiniones científicas, los ha hecho caer en la soberbia y el descuido. Algo así como que cualquier error cometido en la explicación y difusión de los hechos puede ser tapado con más publicidad, de modo que no hay que preocuparse.
Pero hay otra hipótesis, aun más inquietante. Es la de que todo el esfuerzo esté puesto en imponer versiones oficiales de la realidad que deben ser creídas por sí mismas, sin importar en absoluto su verosimilitud, ni su coincidencia con la realidad que experimentamos, ni la credibilidad de las pruebas que se nos presentan.
En realidad, si lo pensamos bien, ese debe ser el sueño máximo de cualquier estructura de poder: ser creída por su propia autoridad, como acto de fe o de temor, incluso por temor a quedar solitarios en una actitud incrédula, en medio de una masa humana que dice “amén” y acata lo que informan los medios de comunicación, las redes sociales y los motores de búsqueda, el discurso que reproducen obedientes los gobernantes y políticos, y el que avalan tan sesudos como obedientes “el “92% de los científicos”.
Si así son las cosas, no puede sorprendernos que los actores y las personas seniles sean electos presidentes, ni que los atentados sólo rasguñen orejas, o que las guerras no tengan explicación ni fin, o que las catástrofes naturales o tecnológicas sólo sean perceptibles en la TV y en los pronósticos pseudo científicos, pero deban sernos anunciadas y recordadas sin cesar por presidentes, políticos, académicos, periodistas, aspirantes al Oscar, reinas de belleza e intelectuales bien pensantes. Quizá, entonces, tampoco deba sorprendernos que, en un país como el Uruguay, la candidata a vicepresidente del partido de gobierno sea alguien que nunca desempeñó un cargo de gobierno y que ocho meses atrás votaba y militaba por un partido opuesto al de gobierno.
Acaso, el verdadero mensaje sea que nada de eso, incluidos los gobernantes, importa de verdad. Porque las decisiones que cuentan se toman a otro nivel, y todo lo demás es apenas un tinglado desde el que se entretiene al público y se vocean las órdenes, las modas y la versión oficial de la realidad.
En un mundo así, sólo un riguroso escepticismo y la voluntad de investigar por uno mismo son síntomas de cordura.

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