El individualismo hipermoderno como lo cataloga el filósofo francés Gilles Lipovetsky, es paradójico: por un lado, se quiere disfrutar de la vida y del presente sin trabas, pero con una creciente obsesión con la salud, las dietas y el control de todas las inseguridades de la vida moderna. Son los tiempos de la anorexia y la obesidad, del extremo autocontrol y el descontrol. Ya no hay tantas tradiciones ni reglas sociales que impongan el “deber ser”, pero al mismo tiempo hay miedo de todo y de todos, especialmente de tomar decisiones, de equivocarse, de fallar, de enfermarse, de no ser “felices y perfectos”. A los hipermodernos no hay quien les diga lo que es verdad, lo que es bueno, lo que deben hacer, y aunque quieren ser libres, tampoco tienen idea cómo dar un paso ni hacia dónde. Son tiempos de una gran desorientación, de un creciente relativismo moral que a su vez ha traído el surgimiento de fundamentalismos y fanatismos que idealizan el pasado, condenan el presente y no pueden dialogar con el que piensa distinto.
El narcisista postmoderno predica la autenticidad y la transparencia, mientras vive en la incoherencia sin culpa, es gestor de su propio tiempo, pero vive quemado y agotado, es adaptable a los cambios, pero vive crispado por todo lo que no le gusta, especialmente cuando tiene que renunciar a sus caprichos o ventajas adquiridas. Está cada vez más informado, pero poco formado, más abierto a la diversidad de opiniones, pero más influenciable, menos crítico y más superficial, más escéptico y menos profundo. Confunde los deseos personales y caprichos con sus derechos, y a su vez, los derechos son para uno mismo, no para los demás. Parecería que solo existen “derechos”, pero no “deberes”.
Las grandes estructuras socializadoras perdieron autoridad y el individuo queda a la intemperie, ya que la liquidación de las costumbres y el olvido de las tradiciones culturales ha desarticulado y complejizado las relaciones. Muchos hoy tienen que pedir cursos de coaching o asesoramiento psicológico para aprender a escuchar, a respetar al otro, a expresarse sin agresividad, a poner límites, a decir lo que sienten, etc. Es como si los valores también hubiera que ir a comprarlos al hipermercado.
Las batallas “ideológicas” y políticas en las redes son hiper-emocionales, frívolas y pasajeras, donde se pasa de un tema a otro como quien cambia de canal, en un especie de zapping de discusiones y agresiones o apoyos solidarios que solo quedan en la fugacidad del mundo virtual, sin medir las consecuencias. Se citan frases célebres de filósofos de todos los tiempos, sin haber leído jamás alguna de sus obras y las adhesiones a cualquier causa son parte de la moda o del entusiasmo momentáneo.
Los proyectos históricos no movilizan, ni los planes políticos a largo plazo. Lo que moviliza es el fetiche de la “innovación”, del “cambio por el cambio”, del gusto de la novedad por la novedad misma, aunque sea algo viejo con nombre nuevo.
No todo es lo que parece.
Un panorama así podría parecer sombrío o bastante desalentador, pero lo cierto es que ni incluye a todas las personas ni lo explica todo. Es simplemente una mirada, que puede ayudarnos a entender algunos de los excesos contemporáneos y de esos sentimientos colectivos que parecen no tener explicación sencilla. Los cambios de época como el que nos toca vivir son tiempos de grandes crisis, de cambios profundos que atraviesan a más de una generación y donde van emergiendo nuevos valores y promesas de futuro, mientras también aparecen convulsiones sociales fruto de la inseguridad y el desasosiego por la falta de sentido para vivir. El dominio de la lógica consumista en casi todos los campos de la vida parece ser una de las principales causas de la frivolidad y la inestabilidad de los vínculos. En debates sociales sobre cuestiones bioéticas como la eutanasia, se plantean como si fuera solo una cuestión de libertad individual ignorando las consecuencias sociales sobre los más vulnerables y no se analizan los presupuestos antropológicos que hay detrás de esos proyectos.
Lipovetsky también cree que hay una serie de valores de la modernidad que permanecen, como los Derechos Humanos, o la comprensión de unos mínimos éticos humanistas que todos respetan, aunque sea teóricamente. La preocupación por la verdad y por las relaciones humanas es auténtica, aún en medio del pragmatismo que solo busca la utilidad. Las iniciativas de jóvenes solidarios y de movimientos de ayuda humanitaria son una muestra de la gran sensibilidad social de nuestro tiempo, cuya paradójica contracara es el exceso de individualismo.
Las cosas más importantes de la vida no son útiles, ni superficiales, ni fugaces, sino que son las más profundas y las que permanecen. Lo que configura gran parte de la vida de las personas no es, a pesar de todo, las redes sociales y el consumo, sino sus vínculos, a quienes aman y por quienes son amados, la vocación humana a hacer del mundo un lugar mejor para todos. El sentido de trascendencia no se apaga por vivir hiperconectados, la pregunta por el sentido de la vida y la sensibilidad por el sufrimiento ajeno, siguen siendo el motor de la vida personal y de la convivencia social. En los tiempos de crisis todos los grandes pensadores recomendaron siempre volver a lo esencial, a lo que perdura, a las raíces de la vida, a lo que de verdad nos hace más humanos y mejores personas: amar sin miedo, cuidar del otro. En una sociedad donde se teme a todo, el coraje de los que se atreven a amar y a salir del egoísmo cultural para pensar en los otros son una luz de esperanza para los más vulnerables.
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