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El ocaso de un gorila que perdió su magia por Ernesto Kreimerman

El ocaso de un gorila que perdió su magia  por Ernesto Kreimerman
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El presidente Joe Biden viene, a ritmo seguro, adoptando un conjunto de decisiones que apuntan todas ellas restaurar dos valores arrasados en los cuatro años en el que gobernó Trump y sus beligerantes socios: uno, y fundamental, restablecer las condiciones democráticas para asegurar el ejercicio de los derechos civiles y las conquistas sociales alcanzadas en la era Obama, que es también, en tanto que vicepresidente, la suya; y dos, volver a poner a los Estados Unidos en el centro del escenario de la política mundial, revalorizando los espacios multilaterales, reinsertando al país en las agendas de corto y mediano plazo de dichos organismos.

Pero hay un estadio aún superior de contradicciones que jaquean las bases mismas de la democracia estadounidense. Una presión creciente desde fines de los años 1950 y que marcó un punto de inflexión, regresivo, con la victoria de Donald Trump: el país de la supremacía blanca, de la tensión y violencia, así como del marketing de la mentira, llegaron para cumplir una misión ansiada e histórica. La de destruir el legado de Obama y acabar con el primer responsable de todo esto, la dulce utopía del american way of life.

Es cierto que no es ésta la primera vez que los supremacistas corrigen a las urnas. Los asesinatos políticos de los sesenta son antecedentes de ello. La era Obama resultó para estos intolerantes, filonazis y supremacistas, demasiado. Un oportunista inescrupuloso fue quien llenó el vacío de liderazgo del Partido Republicano y fue quien aglutinó los fragmentos impresentables de un puzzle que se aprovechó, además, de un sistema debilitado. El ascenso de Obama, representó la llegada al poder de vastos sectores medios empobrecidos, siempre o casi siempre sin derechos a una educación de calidad, a salud, a vivienda. Significó el triunfo más significativo de una batalla política de largo aliento que a partir de ese momento crecería en brutalidad, en confrontación y de creciente violencia.

La venganza de los supremacistas y de otros sectores de la reacción comenzó a prepararse al día siguiente a la segunda victoria de Obama. La

oposición a las reformas de Obama no ahorraban en el uso de descalificaciones al presidente, al Congreso y su sentido democrático, y la violencia verbal se alentaba igual que las burlas y el desprecio social desde muchos ámbitos, y fundamentalmente, desde algunos medios que se alinearon detrás de Trump, y las redes sociales y sus administradores también. Entre el 21 de enero de 2017 y el 27 de agosto de 2020, la sección The Fact Cheker del Washington Post constataron 22.247 declaraciones falsas o engañosas por parte de Trump, una media de 50 por día. Al 20 de enero, sumaban 30.573.

Nada de eso impidió que Obama se retirara de la Casa Blanca con niveles de aceptación de su gestión inusualmente elevados. Pero no había sucesión cierta que asegurara la defensa de esas conquistas y la profundización de las mismas. La heterogeneidad del Partido Demócrata donde caben desde las ideas socialistas de Sanders, a las de Alexandria Ocaso-Cortez, hasta una suerte de centro como el propio Biden o Kaine, el senador de Virginia que fuera candidato a vice con Hillary, se constituyó en una herramienta posible. Pero en la síntesis analítica de DT, todos ellos son socialistas y comunistas.

Más compleja resulta la realidad del Partido Republicano, una de las inagotables canteras de Trump. Pero hoy, al final de la segunda década, los republicanos no contaban con una figura que opacara a un soberbio, autoritario y compulsivo DT.

Las victorias de Obama castigaron severamente a ese conservadurismo democrático, aún defensores del american way of life y de sus instituciones. La labor de Trump, desde la primera hora, fue encolumnar de manera poco ortodoxa, a todas esas figuras aisladas, vocacionalmente antidemocráticas, en ascenso, y fijar enemigos comunes, desde el propio sistema democrático incluyendo a las minorías que encontraron un espacio al amparo de nuevas leyes.

Los demócratas debían organizar su interna. El expresidente Obama intervino intensamente en el curso del debate interno y posteriormente en la campaña presidencial. Primero debió fortalecer la proyección de un candidato centrista serio, sistémico, creíble pero poco audaz como para enfrentar las duras batallas políticas por las reformas. Obama respaldó a Biden, cuidando al mismo tiempo de no herir susceptibilidades en el interior del partido. Jugó firme y decidido.

Tanto en esa interna como en las presidenciales, Obama y sus círculos apostaron lealmente por Biden. Como también lo hizo el ala más a la izquierda, Sanders y las nuevas protagonistas, las mujeres.

El impeachment

Propio de su naturaleza antidemocrática, Trump anunció (como lo hacía diariamente con decenas de otros asuntos) que cualquiera fuera el resultado electoral, se declararía ganador. Desde inicios de año 2020 comenzó a decirlo abiertamente. La pandemia, manejada con irresponsabilidad y desidia, parecía que podría jugar a su favor: atacó el voto epistolar, intentó posponer la fecha y luego, rechazados esas amenazas, jugó a fondo: de cualquier manera “seré reelecto”.

A partir de ese momento, un universo binario se adueñó de Estados Unidos: los demócratas vs Trump y sus impresentables. Durante meses, y se demostró radicalmente en la Comisión de 1776 que trató el juicio político, buscó socavar el sistema democrático, para lo cual montaron una organización para desconocer el resultado electoral y arrasar las instituciones y las garantías ciudadanas. Se planificaron acciones violentas y se las ejecutó.

El juicio político logró su objetivo: apagar cualquier atisbo de continuidad de DT en la vida política. El voto disciplinado de los congresistas republicanos no habilitó su condena, pero quedó todo probado y admitido. Recomiendo aquí la lectura del artículo de The New Yorker titulado “History will find Trump guilty” o “La historia declarará culpable a Trump”, el que se puede leer en español apelando a la traducción de google.

Este gobierno demócrata busca restaurar valores arrasados por el movimiento encabezado por Trump, y retomar la senda de las transformaciones iniciadas por Obama. Pero poner de pie aquellas instituciones desgastadas y agotadas no es un camino posible, con futuro. Sí lo es ampliar la base democrática, una apuesta por la inclusión.

La muerte política de Trump no significa, en absoluto, el fin de este movimiento supremacista del declive de los Estados Unidos. Ese error llevó al desastre a Alemania, a España y a otras naciones en la Europa de los años 30 del siglo XX. Bertold Brech, en su obra La resistible ascensión de Arturo Ui lo expresaba con radical claridad: “¡Hombres, no celebréis todavía la derrota

de lo que nos dominaba hasta hace poco! Aunque el mundo se alzó y detuvo al bastardo la perra que lo parió está otra vez en celo”. O dicho de otro modo, más en castellano provincial, “muerto el perro no se fue con él la rabia”.

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