El Pensador por Antonio Pippo
A medida que se acercan las elecciones los ciudadanos nos sentimos –bueno, al menos debería decir que así me siento yo- como alguien a quien ciertas cuestiones le golpean la cabeza con un martillo. Una primera cuestión es la abundancia de información.
¡Poned atención, lector! Al nacer, la información puede posar de inocente. Otra cosa es si se puede comprobar su veracidad. Es un problema gordo, porque la información nos llega a través de las redes sociales, que se han convertido en cloacas de ignorancia y de fanatismo; a través de encuestadoras y politólogos que anadean tanto que uno llega a imaginarlos siempre detrás de un cortinado oscuro haciendo porquerías o jugando con barajas marcadas; y, claro, a través de los medios de comunicación, cuya independencia, por falta de profesionalismo o de ética, vive en discusión. O sea que para construir un juicio racional, si es a partir de esta inundación de noticias, comentarios y predicciones de tal porte, deberíamos hallar algo así como la prueba de la existencia de Dios para sentir certezas.
Una segunda cuestión es el ausentismo, o paro general, de la autocrítica.
Aquí no quiero que usted, amigo, se equivoque. No es únicamente a los políticos que andan por ahí pavoneándose con enredados discursos a los que le falta autocrítica -en la acepción de “juicio crítico del propio comportamiento”-, un valor moral que no se halla en ferias ni farmacias, sino que también carecemos de ella muchos de nosotros. ¿Y qué pasa entonces? Nadie mira hacia sí mismo ni hacia lo que ha hecho, para ejercer una buena práctica de la honestidad intelectual admitiendo errores, ni tampoco hacia lo que está diciendo y probablemente no cumplirá.
La tercera cuestión está emparentada con la anterior, tristemente en primer grado de consanguinidad.
Y antes de describirla deseo confesar que me he referido a ella, durante las últimas semanas, en una reiteración real que casi, casi me avergüenza. Es la merma entre la población adulta del país -bastante radical, al modo que pasa con los empleos-, de la capacidad de practicar la libertad de pensamiento crítico con un sentido agnóstico, es decir éticamente desde el postulado en lugar de la idea de dogma. Al revés, la enorme mayoría se refugia en lo dogmático, en el fanatismo ignorante y en la incapacidad de aceptar que pudo haberse equivocado.
Si yo tuviese razón, ¿qué podríamos esperar de lo que viene ahí nomás, a la vuelta de la esquina?
No imagino mejor descripción de mi conjetura que recordar lo que dijo Umberto Eco, oficiando de cronista, al describir la tragedia ocurrida hace unos cuantos años en el zoo del Central Park de Nueva York, cuando unos niños, ante la alegre y despreocupada mirada de los mayores, se zambulleron en el estanque donde estaban unos osos blancos jugueteando en el agua. Los animales se comieron a algunos de ellos y Eco dijo que la culpa no había sido de la falta de seguridad, sino “de nuestra conciencia infeliz” (una manera de decir que emparento, y pido disculpas si hay quien cree que exagero, con la falta de información veraz que debieron recibir esos niños para desarrollar miradas sinceras, realistas y, con el tiempo, la libertad de pensamiento crítico): porque nunca, tantos, fueron insinceros con esos chiquilines, ya que para hacerles olvidar lo malos que son los hombres les explicaron demasiadas veces que los osos son buenos, como Teddy, “en lugar de decirles lealmente qué son los hombres y qué son los osos”.
Mi amigo: piénselo. Creo que no le costará tanto entender una metáfora que no da, esta vez, para reír.
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