Cuando se lee El tambor de hojalata de Günter Grass uno está tentado de creer que el protagonista Oskar Matzerath resulta imposible de trasladar al cine, debido a que sólo podría aceptárselo con la falta de cautela que suele brindarnos la imaginación. Oskar es un niño prodigio. Su madre se llama Agnes pero nunca sabremos si su padre es el tosco comerciante alemán Alfred Matzerath o el alocado y galante polaco Jan Bronski. Todos viven en Danzig, ciudad libre entre Polonia y Alemania, y el tambor del título (rojo y blanco, como la bandera polaca) resulta el leitmotiv de una fábula filosófica, política, social y familiar. La historia ocurre entre 1924 y 1945, años de caos, violencia y terror enmarcados por el irresistible ascenso de Hitler, la invasión, la opresión, la guerra, la muerte y la caótica liberación de Berlín por el ejército soviético.
En ese marco histórico Oskar es testigo de brutalidades, engaños, cobardías y traiciones de quienes lo rodean, mientras asiste asombrado al adulterio constante de su madre con Jan, y a la resignada aceptación de esa situación por parte de su padre legal Alfred. Ante la mezquindad del entorno adulto, el día de su tercer cumpleaños decide no crecer más, y queda convertido en un maligno gnomo que para repiquetear alegrías y protestas se sirve de su tambor y un feroz alarido, con el cual es capaz de deshacer los vidrios. A medida que crece en edad Oskar deviene en un ser de mirada lúcida que engaña a todos, haciéndoles creer que no crece debido a la caída por una escalera, premeditada por él. El engaño se extiende al propio marco social: en medio del profuso anecdotario Oskar hace bailar a los nazis al compás del “Danubio Azul”, arruinando un mitin político; causa la muerte de sus dos posibles padres, e indirectamente es culpable del suicidio de la madre, ya que su mala conducta desestabiliza totalmente la deteriorada psiquis de esa mujer.
El tambor es un reflejo de la mala conciencia de la sociedad alemana de posguerra respecto al pasado nazi, al hundimiento en años de espanto, de degradación de todo vestigio de humanidad, de corrupción absoluta de los valores espirituales por los cuales una sociedad puede mantener razones para existir. Sólo cuatro personajes se salvan de la inmoralidad generalizada: el noble judío vendedor de juguetes; el artista circense enano, motivo de agudas reflexiones morales e históricas; la enana que simboliza el amor y los sentimientos puros; y la abuela, cuya imagen plantando papas aferrada a la tierra baldía abre y cierra el film, como viva representación de la Madre Patria.
Todo lo demás en esta fábula es aborrecible y dramático, pero la brillantez del director Volker Schlöndorff y su libretista Jean-Claude Carrière fue la de haber dado al film el tono narrativo exacto de la novela: un humor sardónico, exagerado y pantagruélico recorre El tambor de principio a fin, como si el horror de lo que cuenta solamente pudiera ser aceptado bajo la forma de una desfigurada parodia. En esta historia el heroísmo no existe. Tampoco hay amor sino desaforado goce sexual, desenfreno de los sentidos, voracidad de la carne: la repulsiva secuencia de la pesca de anguilas mediante una cabeza de caballo en descomposición es simbólica al respecto. Hay otras rudezas en el film (Oskar obligado a beber un caldo con sapos hervidos y orines) y pocas veces he visto escenas que reflejen con tanto realismo el hambre sexual como la del encuentro en el hotel de Agnes y Jan, y la de la caseta de la playa entre Oskar y su joven madrastra María. En ese infierno de lubricidad y desprecio por lo espiritual nadie es inocente.
Este retablo fantasmal no sería lo que es sin la magnética presencia de David Bennent. El chico tenía doce años y ninguna experiencia artística cuando se rodó El tambor. Sin embargo compone un personaje entre gracioso y misántropo, visto desde el momento de nacer hasta que cumple la mayoría de edad, pero mostrado físicamente siempre como un niño de tres años. Esa proeza pertenece al actor, y así el público cree lo que ve, porque ese procedimiento convierte lo visto en algo inquietante que opera de forma psicológica en el espectador, porque permanentemente el niño revela modales, autoridad, ingenio y mentalidad propias de un adulto. Oskar no es enano ni malformado, sino un chico que sobrevive a años de infamia gracias a una personalidad signada por la ira.
Por esa vía se cuela otro símbolo: el de Oskar-antihéroe, un pequeño Führer que usa sus poderes para controlar a quienes quiere y deshacerse sin piedad de quienes molestan. Las interpretaciones del film empero pueden ser múltiples, debido a la dificultad en entender ciertas reacciones del personaje. Por ejemplo: la seducción de María por parte de Oskar puede ser una forma de venganza contra su padre legal, pero también la lógica e irreprimible aceptación de su madurez sexual. Oskar es un personaje inolvidable, es inocente e intenso, y mezcla ambas características cuando le conviene. No muestra remordimientos por sus acciones más innobles, ni refleja placer o frialdad ante las consecuencias de sus actos, pero sus reflexiones son tan percutantes como el alarido y el tambor, sus armas favoritas. A la prodigiosa dirección del novel actor Schlöndorff sumó un sólido elenco (Ángela Winkler, Mario Adorf, Daniel Olbrychski, Charles Aznavour) y una alucinante visión expresionista de Danzig, con imágenes deudoras de Grosz, canciones al estilo Kurt Weill y un aire distanciado “a la Brecht”. Ganador del Oscar y la Palma de Oro en Cannes, es un film para revisar de continuo o huir inmediatamente de él. Como con Oskar, con El tambor no valen las medias tintas.
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