La vida del paraguayo Agustín Pío Barrios “Mangoré” (1885-1944) quizá sea una de las más intensas de la historia de la música. Su continuo peregrinaje, sus ansias de ser reconocido y de lograr un status dentro del universo internacional de la guitarra, su éxito fulgurante y luego la caída en la indiferencia, hicieron de este notable músico una leyenda en vida y posteriormente a su muerte. Solo los grandes pueden producir este fenómeno, siempre acompañado de un rosario de anécdotas (pienso en Carlos Gardel), la mayoría de dudosa veracidad. Pero ahí está lo interesante y cautivante. Sin esas historias incomprobables no habría mito, que contiene como casi todas las cosas dos caras. En la luminosa están las cuestiones vinculadas a lo artístico, su capacidad creadora (o recreadora) y en la otra los episodios depresivos que forman parte indisoluble de su producción musical. “Mangoré” fue un melancólico, un romántico perdido entre las vanguardias artísticas del siglo XX. Estaba fuera de época. Su cabeza iba a contrapelo de lo que el nuevo siglo deparaba en cuanto a búsquedas musicales. Su periplo existencial lo lleva a terminar sus días en El Salvador, luego de sufrir un infarto en México. Antes de eso, Barrios (como forma de atraer público en sus presentaciones), había adoptado un apodo y un vestuario por demás excéntrico. “Nitsuga Mangoré” era el seudónimo que utilizaba vestido con ropas indígenas y un tocado de plumas. Buscaba diferenciarse de los demás guitarristas a la vez que homenajeaba a un cacique guaraní, Mangoré, que se había suicidado por amor. Si esto es verdad o no ya deja de ser importante. Barrios tuvo que crear ese discurso para poder vender un espectáculo “vistoso”, siendo quizá el antecesor del pianista Liberace.
Entre junio y julio de 1944, poco antes de su fallecimiento, Barrios compuso un estudio de trémolo. En esta pieza hay mucho más que un “estudio” sobre la técnica del trémolo (esto es el repiqueteo rápido sobre una misma nota). Siendo yo adolescente (y más adelante), fui asiduo a conciertos de guitarra, de festivales y concursos. En alguna de esas instancias pude escucharla por primera vez. Conociendo solo el nombre del autor y sin más información (imaginemos un mundo si internet y en blanco y negro) me transmitía, además de un dolor sosegado, como el cierre de una etapa, de un ciclo. Sin saberlo y leyendo muchos años después la historia de Agustín Barrios, descubrí que mi intuición estaba en lo cierto. Perdón: el compositor lo transmitía meridianamente a través de aquellas notas. La obra, tan emotiva como cautivante, está envuelta –como ninguna otra- en una discusión sobre su verdadero título. Por lo pronto, tiene cinco distintos: “El último trémolo”, “El último canto”, “Gran trémolo”, “Canto a Polimnia” y “Una limosnita por el amor de Dios”. Este último proviene de un hecho que entró en la leyenda como tantos episodios de la historia de la música. El guitarrista salvadoreño José Cándido Morales, entonces alumno de Barrios, contó en un libro escrito por él que su maestro en medio de una clase le había enseñado una pieza en la que estaba trabajando. El comentario de Barrios ante la pregunta de cuál había sido su inspiración fue: «… ningún objeto o persona exterior. La inspiración me nació libre de la influencia de este mundo». Esto echa por tierra la anécdota posterior que afirma que estando Cándido Morales en clase con Barrios, se escucharon unos débiles golpes a la puerta. Al abrirla vieron a una anciana que pedía “una limosnita por el amor de Dios”. Las corcheas del comienzo significarían los golpes de la anciana antes de la aparición de la melodía tremolada. Otros opinan que en realidad, esas corcheas significan el llamado del propio Barrios a las puertas de la muerte, sucedida el 7 de agosto de 1944. Otra leyenda es que Barrios falleció antes de terminarla y que un alumno avanzado habría terminado la tarea, un poco como sucedió con Mozart y su afamado Réquiem. Pero esto también forma parte de la mitología que envuelve la vida del autor. Hay análisis musicales serios sobre «El último canto» (elijo este título porque es el que ha sido unánimemente aceptado), sobre lo armónico y sobre todo, lo melódico. Detrás está, sin dudas, la sombra de Tárrega de quien Barrios es el principal heredero compositivo. «Recuerdos de la Alhambra» sería la matriz o mejor dicho, una ampliación fenomenal de la pieza célebre del español. Voy a intentar explicar lo que siento. Creo que «El último canto» es un poco el repaso general de la vida de Barrios. Esta es una visión enteramente personal. Puede estar errada (y ser un completo disparate) pero trataré de darle forma a través de un esquema de la pieza:
1- Inicio. Los golpes. El llamado a algo trascendente (Compases 1 y 2)
2- Incertidumbre. La niñez. El descubrimiento de la música (Compases 3 a 18)
3- Juventud, estudios, amor, anhelos (Compases 19 a 37)
4- Las complejidades de vivir del arte. Agustín se reinventa a través de Nitsuga Mangoré. La lucha por la supervivencia (Compases 38 a 46)
5- Los sueños se desmoronan. Decepciones varias. La melodía desciende dramáticamente. (Compases 47 a 55)
6- Se acepta el destino. Ha sido un largo recorrido. Está en paz (Compases 56 a 79)
7- El fin del camino. Se abre una puerta misteriosa. (Compás 80)
Esto es más o menos el esquema que percibo (de manera personal y caprichosa) de esta composición tan emotiva y que se mantiene aún en el repertorio de muchos guitarristas a nivel mundial. Es un canto a la vida aunque signifique el final terrenal de su autor. Pero ¿fue el final o solo el comienzo de la inmortalidad de Agustín Barrios?
Ilustración: Óscar Larroca
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