En blanco por Hoenir Sarthou
Voy a hablar a título personal. La decisión que voy a expresar probablemente sea la misma a la que hayan arribado o vayan a arribar muchas personas, pero, de momento, lo que voy a decir me compromete sólo a mí.
No voy a votar a ninguna de las dos opciones que se nos presentan para la balotaje del próximo 24 de noviembre.
La razón es sencilla. Las dos garantizan un modelo de país que no quiero. No lo quiero para mí, ni para mis hijos, ni para mis amigos y sus descendientes. Es más, estoy convencido de que será terrible para las nuevas generaciones.
Como los partidos que se alínean detrás de las dos fórmulas electorales han gobernado o co-gobernado al país desde hace cuarenta años, es perfectamente posible conocer su programa verdadero, el que de verdad comparten detrás de las consignas y los jingles huecos de la campaña. Veamos en qué consiste.
1) Ausencia de un modelo económico propio. Por lo que nadie, salvo que sea una corporación transnacional, sabe con seguridad qué hacer a mediano o largo plazo para prosperar o tener una vida digna en el Uruguay.
2) Las decisiones se van improvisando al ritmo de las exigencias de los organismos internacionales de crédito y de los inversores. Forestación, celulosa, privatización de puertos, hierro, regasificadora, ley de riego, bancarización, ferrocarril central, ´prospección de petróleo, dragado de puertos, energías renovables, Neptuno, hidrógeno verde, metanol. Todos objetivos imprevistos y cambiantes según los intereses de los inversores y la financiación externa.
3) Para cumplir esos objetivos, se entregan gratuitamente y se dañan los recursos naturales del país por medio de contratos secretos y compromisos inconfesables, en tanto se piden o se aceptan préstamos internacionales para cumplir lo comprometido, pagar el presupuesto y sobrevivir.
4) El endeudamiento creciente cada vez nos condiciona más a aceptar nuevos contratos, más endeudamiento, más daño ambiental y nuevas imposiciones. Las políticas sanitarias y las previsionales no escapan a esa regla, como lo demostraron la pandemia y el reciente intento de eliminar a las AFAPs.
5) Las políticas secretas de inversión y endeudamiento favorecen una corrupción política galopante, ya que los gobernantes se sienten amparados e impunes en tanto la población no sabe lo que hacen.
6) Los partidos que respaldan a las dos fórmulas han sido copartícipes en un proceso de degradación de la enseñanza, que sustituye al conocimiento por las “competencias” y al pensamiento crítico por el adoctrinamiento en materia de género y de cambio climático. Esa “transformación” educativa, que lleva varias décadas, cumple la función de anestesiar a los jóvenes ante la implementación de un modelo socioeconómico enajenante.
7) El “modelo” requiere el apoyo o el silencio de la prensa grande y de la Academia, que se obtienen con prebendas, pago de publicidad, oficial y privada, y financiación de proyectos de investigación. También es necesario cierto grado de censura en las redes sociales, que ejercen directamente las empresas tecnológicas, mientras que los gobiernos se hacen los distraídos.
Pónganse la mano en el corazón. ¿Alguno cree que estas cosas cambiarán si ganan Orsi-Cosse o Delgado-Ripoll?
Sí, ya sé. Siempre es posible encontrar alguna excusa. Decir que fulanito es menos malo que menganito y meter un voto en la urna. Pero, con la lógica de votar lo malo para evitar lo peor, es que vamos cada vez de mal en peor.
Por otra parte, saber qué es “lo malo” y qué “lo peor” es como adivinar en la lotería de fin de año. ¿Quién podía adivinar en 2019 que vendría la pandemia y que un gobierno del Frente habría sido más duro que el de Lacalle? ¿Cómo saber cuál gobierno nos endeudará y someterá más, si la decisión ni siquiera depende de ellos?
Voy a ser aun más sincero. No es sólo que no quiera votarlos. Es que no puedo. Hay dos temas medulares: no puedo meter en la urna un papel que autorice a nadie a seguir firmando en mi nombre contratos y préstamos que regalan lo nuestro y endeudan a nuestros hijos. Mucho menos puedo autorizar a que, si la OMS y el FMI lo exigen, se nos encierre y se nos medique a adultos y a niños con no sabemos qué. Esas dos cosas me parecen inadmisibles.
Como es obvio, voy a votar en blanco. En blanco, no anulado. Quiero que mi voto sea nítido. Que se distinga claramente del de quien confundió las listas, o se le fueron varias, o sin querer rompió el papel.
Un sobre vacío, o a lo sumo con una papeleta de “sí” a la reforma constitucional “Por una deuda justa”, si es que se la plebiscita (la democracia directa nunca se debe menospreciar), es un mensaje inequívoco. Dice: “No apoyo a ninguna de las dos fórmulas presidenciales propuestas”.
Tampoco le doy a ese voto un valor mágico. Sé de sobra que al sistema político lo único que le importa es lograr los votos necesarios para llegar a los cargos y que olvida los votos en blanco y anulados incluso antes que a sus promesas electorales. Por la misma razón, si seguimos votándolos, nada cambiará. Porque ninguna dirigencia política es sustituida mientras tenga éxito electoral.
Pensando en el efecto de mi voto, me viene a la mente el viejo cuento del colibrí que llevaba agua en su piquito para frenar el incendio forestal. ¿Lo recuerdan? Cuando alguien se rió de él por la insignificancia del agua que podía transportar, el colibrí respondió: “Estoy haciendo mi parte”.
Gane quien gane, las cosas que no quiero se ejecutarán igual. Pero no será en mi nombre. No con mi voto. Quizá esa sea “mi parte”. La que puedo hacer por el momento. Si muchos hacemos “nuestra parte”, tal vez, con el tiempo, se descubra que fue sólo el principio.
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