El lanzamiento de Alien: Covenant coincide con la llegada en octubre de Blade Runner 2049, secuela de un título que en su momento nadie vio y hoy es un film “de culto” (Blade Runner, por supuesto). El denominador común que une esos films tiene nombre y apellido: Ridley Scott. Vale la pena repasar su carrera.
ETAPA CREATIVA (1977-1991). Si alguien buscara un rasgo distintivo de la labor de Ridley Scott éste sería el brillo técnico, que cubre una obra compuesta por 24 títulos en 40 años. Pero desde 1991 este británico ha protagonizado una fractura creativa muy difícil de ocultar. Interesado desde temprano por el dibujo, la decoración, la fotografía y la publicidad, Scott fue montajista y realizador de numerosos documentales y series para la BBC, antes de fundar su propia agencia publicitaria y por su intermedio llegar al cine algo tarde, a los 40 años de edad. Esa combinación de plástica y afán mediático marcó su carrera, para bien o para mal, desde su debut en Los duelistas (1977), acerca del prolongado enfrentamiento de dos militares durante las guerras napoleónicas. En ese film inicial había un exquisito refinamiento visual, digno del Stanley Kubrick de Barry Lyndon, con escenas burguesas extraídas de Courbet y exteriores estilo Millet. Empero, como a menudo sucede con Joseph Conrad en cine, había un desnivel en el estudio psicológico de sus protagonistas. Scott resaltó el carácter obstinado, rencoroso y fiero de Harvey Keitel, pero no pudo o no supo atrapar la cualidad más resbaladiza de Keith Carradine, cuya gelidez escondía en el original literario el secreto de la supervivencia.
El segundo film de Scott, Alien, el octavo pasajero (1979), fue su obra más atrevida y difícil de olvidar. Una bestia consigue introducirse en una gran nave intergaláctica y sus siete tripulantes deben enfrentarse en lucha desigual con ese ser agresivo y de rara perfección. Scott retomó temores atávicos del hombre, y con ellos provocó una aventura prototípica en un escenario diferente al usual. La película se destacó de otras del género gracias al impresionante diseño de producción de los interiores de la nave, la finalidad dramática de los colores del vestuario y la solidez de los efectos especiales, siempre al servicio de la historia. La fotografía fue un lujo extra, y utilizó los claroscuros como elemento subjetivo, mientras la movilidad de la cámara se tornaba más frenética a medida que los personajes se internaban por los siniestros corredores de espanto de la nave espacial. Había secuencias enteras de suspenso casi intolerable, pero más que a la efectividad del libreto o el montaje esa sensación de desamparo se debía a la sabia utilización de esos pasadizos sombríos, alargados y metálicos, un verdadero laberinto mortal constituido por terroríficas líneas rectas que aún hoy provocan una insoportable oleada de claustrofobia y ansiedad. Alien es aún una experiencia para sudar frío.
Hubo más sustancia en Blade Runner (1982), arquetipo del posmodernismo en cine. El detective Harrison Ford persigue al androide rebelde Rutger Hauer, motivando una ciencia ficción con elementos retro y marcado carácter “negro”: protagonista estilo Bogart, femme fatale, miseria, pesimismo y una enorme dosis de catástrofe ecológica. Ese universo pesadillesco y la búsqueda de respuestas de unos robots más humanos que los humanos estaban desarrollados mediante una recordada banda sonora de Vangelis y un notable despliegue de producción, que no se agotaba en lo decorativo, y en cambio era complemento ideal para un inteligente libreto inspirado en un relato de Philip K. Dick. Fue una gran culminación del director, que luego pifió feo con Leyenda (1985), un cuento de hadas con Tom Cruise donde sólo importó el refinamiento visual, mientras la historia se diluía en la pretensión y la ampulosidad.
Pero Scott recuperó rápidamente su nivel creativo. Peligro en la noche (1987) fue un policial inesperadamente sagaz para retratar y contrastar visualmente dos mundos, el del lujo y riqueza de la mujer testigo de un crimen, y el de clase media baja del policía que debía protegerla y terminaba enredado con ella. Un nuevo policial, ambientado en Japón (Lluvia negra, 1989), pareció conceptualmente más convencional, pero reveló una técnica fotográfica formidable, una acción eficaz y un montaje perfecto. Y luego llegó la segunda culminación de Scott, Thelma y Louise (1991), road movie femenina donde había un notable retrato de personajes y una aproximación certera al estado de ánimo de las protagonistas (Susan Sarandon y Geena Davis, excelentes), representantes de un nivel de marginalidad que suele pasar desapercibido en medio de una sociedad opulenta y una geografía árida, tanto a nivel humano como geográfico. El film pasaba del humor al drama con verdadera sabiduría, tenía un inteligente estudio de caracteres secundarios, y se daba el lujo de redondear un inolvidable final de épico lirismo en torno al Grand Canyon. De alguna forma ese film fue el Everest de Scott.
ARTESANÍA VISTOSA (1992-2017). Y después el creativo “se quebró”, fagocitado por las carnívoras tenazas de Hollywood. El empeño personal dejó de existir y Scott comenzó a filmar en piloto automático una serie de títulos que cualquier artesano de segunda hubiera rodado antaño, de haber tenido los medios tecnológicos que hoy posee este británico. Desde 1992 el cine de Scott es receta pura. Por supuesto que la calidad visual sigue siendo irreprochable y los actores siempre responden bien a lo que se espera de ellos, e incluso en la mayoría de esos títulos hay episodios puntuales con coherencia interna y cierto poderío dramático. Pero también es verdad que los libretos a menudo revelan desniveles dramáticos, tonalidades discursivas y romances que nadie toma en serio. Esas características afean lo mejorcito que Scott realizó en esta segunda etapa: el drama intimista Corazones de héroes, las épicas Gladiador y Cruzada, la bélica La caída del Halcón Negro. Lo demás navega entre la solvencia impersonal (la comedia Los estafadores, los thrillers Gangster americano y Red de mentiras, la aventura medieval Robin Hood, la comedia marciana Misión rescate, 2015) y el claro fracaso (1492: conquista del paraíso, Hannibal, Prometeo, Éxodo: dioses y reyes). Y mejor no recordar que fue Scott quien rodó tres bodrios infumables llamados Hasta el límite, Un buen año y El abogado del crimen.
Ahora llega Alien: Covenant, que ha tenido una apabullante campaña publicitaria, levantando enormes expectativas. El film opera como un derivado de Prometeo, pero hay zonas enteras de la trama en que Scott llega a auto plagiarse. Aquí todo transcurre en un futuro cercano, en el cual una enorme astronave navega rumbo a un planeta deshabitado para colonizarlo, pero al igual que en el Alien de 1979 todo se complicará gracias a un bichito siniestro y un robot con dobleces. La idea de maternidad, paternidad y creación vuelve a campear aquí, y ya parece una constante de la saga. Pero Scott se distancia del Alien original precisamente en lo que no debería: cambia claustrofobia por grandiosidad, cotidianeidad por épica y sugerente suspenso por explicitez y asco. La humanización del androide y su relación con un hermano gemelo es por lejos lo mejor de esta propuesta, que poco a poco va cayendo en la habitual impersonalidad que a estas alturas de la vida Scott parece no poder evitar. Eso sí: mantiene intacta la capacidad de embrujarnos visualmente, y con este material pudo haber reencontrado su mejor talento creativo. No lo logra totalmente, aunque Alien: Covenant es mejor que Prometeo. Quizá eso abra expectativas sobre el futuro de Scott, que aún sigue siendo preocupante.
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