Eso no es importante. Por Hoenir Sarthou
Una de las claves de la “actitud covidiana”, que quizá ayude a explicar la arrolladora expansión que ha tenido en el mundo, es su esplendorosa sencillez.
Para ser un correcto covidiano -y sentirse “responsable, empático, consciente y hasta solidario”- se necesitan muy poquitas cosas. Diría que tres: sentir un miedo cerval, vacunarse, y tener la voluntad-posibilidad de estar lo más aislado y encerrado que sea posible.
Lo demás es opcional. Algunos lo pasan tranquilos; otros salen a los balcones para controlar y amonestar a quienes no usan mascarilla; otros denuncian a quienes contravengan otras prohibiciones sanitarias, o, en las redes sociales, piden la cárcel para quienes discutan los protocolos y duden de las vacunas. Pero, reitero, esas cosas son opcionales. Lo esencial es sentir miedo, vacunarse y aislarse.
No se enojen, covidianos y covidianas. La simplicidad no es de por sí un demérito. Y no digo esto por molestarlos ni por mero capricho. Ocurre que llevo más de un año participando en debates sobre este asunto, y a esta altura percibo ya una constante. No importa cuál sea el argumento o la protesta del interlocutor, la respuesta covidiana es siempre la misma: “Eso ahora no es importante; lo importante es cuidarnos entre todos, porque la salud está primero; y al fin y al cabo, ¿qué les cuesta?, no seamos irresponsables, un poco de empatía, por favor”.
No importa si el interlocutor les está diciendo que tiene a su madre con cáncer y que no la atienden, o que hace un año que no trabaja y que en su casa no hay qué comer, o que su hijo llora por ver a sus abuelos y a sus amiguitos, o que su primo murió de un infarto fulminante y lo catalogaron como muerte por Covid, o que se está instalando una dictadura mundial. El covidiano arquetípico ni se despeina por tales minucias. Como si no las oyera, responde: “Eso ahora no es importante; lo importante es cuidarnos entre todos, porque la salud está primero; y al fin y al cabo, ¿qué les cuesta?, no seamos irresponsables, un poco de empatía, por favor”.
Más allá del miedo, parece haber una secreta ventaja en reducir todos los problemas de la vida a sólo uno: cuidarse del virus. Quizá proporcione paz espiritual. Después de todo, no es poca cosa desinteresarse de la economía, del trabajo, de la enseñanza, de la salud pública (salvo el Covid), de las libertades y hasta de las propias frustraciones, de las que somos menos responsables en la emergencia general. Supongo que proporciona algo parecido al sueño de los justos, bendecido por la OMS, el FMI, la “ciencia” oficial, el gobierno y hasta la oposición.
Aunque, claro, ser covidiano pleno no es para quien quiere sino para quien puede. Porque quien vive del jornal o del trabajo informal cotidiano no la tiene tan fácil, ni el que se dedica a actividades “prohibidas” (turismo, viajes, festejos, espectáculos, actividad social o deportiva, ciertas profesiones), ni los niños y jóvenes, ni el adulto que tiene a su cargo hijos chicos o padres muy viejos. Digamos que el prototipo ideal del covidiano tiene más de cincuenta años, es jubilado o funcionario público, sin hijos ni padres a su cargo, relativamente sano, y sin inquietudes que impliquen mucho contacto social. Sin embargo, los protocolos pandémicos asumen que todos tenemos esas características, invisibilizando a la enorme parte de la humanidad que, conscientemente o no, está sufriendo y viendo dañada su vida.
Una de las muchas cosas que a los covidianos típicos no les importan (“porque la salud está primero”) es la vida cívica y política. ¿Qué clase de vida ciudadana puede haber cuando es imposible reunirse, hacer un acto o manifestarse, cuando la prensa dedica todo su tiempo a difundir (malas) noticias sanitarias, cuando toda gestión o trámite está sometido a protocolos absurdos o directamente no puede hacerse, cuando los niños y jóvenes no asisten a la escuela ni al liceo, cuando no hay asambleas sindicales ni políticas, cuando las vacunas, los tapabocas y las cuarentenas se imponen por vías directas o indirectas, cuando el Poder Judicial está cerrado para la enorme mayoría de los asuntos? Y encima estamos sometidos a la censura de las redes sociales, que eliminan o intervienen todo contenido relativo al Covid o a las vacunas.
Llevamos más de un año en esta situación. Ahora, con el derecho de reunión suspendido sin plazo, es decir hasta que el Poder Ejecutivo quiera, y con un antecedente de formalización por realizar un acto público.
Es inevitable caracterizar a la situación como dictadura sanitaria. Guste o no guste. Y no me refiero a una situación creada por el gobierno. El régimen en que estamos viviendo, por primera vez en la historia, es global. No depende de los gobiernos, que son más bien sus rehenes, sino de poderes económicos y tecnocráticos (como el de la OMS y los financiadores de la OMS) sobre los que no sólo no tenemos ningún control, sino que se nos quiere hacer creer que no existen, o que son sólo cuerpos técnicos asesores.
El covidiano típico se libra de pensar en todo eso. Porque, por supuesto: “Eso ahora no es importante; lo importante es cuidarnos entre todos, porque la salud está primero; y al fin y al cabo, ¿qué les cuesta?, no seamos irresponsables, un poco de empatía, por favor”.
Algo demuestra que, en el fondo de su alma, el covidiano tiene dudas. Es su furia cuando se le discute el mantra tranquilizador. Entonces, se enoja y despotrica: “negacionista, terraplanista, irresponsable, fascista (o zurdo), criminal, deberían meterte preso, ya veremos cuando te toque estar asfixiado y sin respirador, o cuando se muera alguno de tus seres queridos”.
Pero esa furia es buena señal. Porque nadie se enoja de ese modo con alguien que dice un completo disparate. Uno no se enoja con los locos, salvo cuando su locura toca alguna fibra de nuestro propio ser.
Es buena señal por dos razones. Una es que confirma que somos muchos los que pensamos que encerrarnos y aislarnos fue y es un disparate, los que dudamos del efecto de las vacunas experimentales, los que sospechamos que, más allá de la enfermedad, hay propósitos políticos y económicos tras la pandemia. Por eso el enojo de quien no tolera pensar en esas posibilidades.
El enojo confirma que, allá, en el fondo de su inconsciente, mucho covidiano también sabe que está siendo manipulado mediante el virus, la enfermedad y el miedo. Aunque no se anime a reconocerlo todavía.
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