Este 27 de junio el pueblo del Uruguay recordó la fecha en que se inició medio siglo antes una etapa gloriosa del movimiento sindical con el apoyo social más grande jamás obtenido. La instalación oficial del régimen dictatorial fue contestada por los asalariados tal cual se había acordado por la central unificada de trabajadores, la CNT: ocupación de los centros de trabajo. Este movimiento generalizado en el país significó un muy claro rechazo sindical y social de la conculcación de los últimos vestigios de separación de poderes sustituido por un régimen cívico-militar dictatorial.
Las fuerzas represivas de la dictadura se apersonaron en centros de trabajo y desalojaron; los ocupantes, en cada caso, volvieron a tomar las empresas.
A 50 años de estos hechos y aún antes, se consideró adicionalmente por muchos como el inicio de la dictadura, lo cual tiene un solo punto de certidumbre; los peores decretos liberticidas aprobados por los asaltantes-usurpadores (civiles y militares) cayeron sobre la población luego de esa fecha.
El análisis posterior a estos hechos, tras casi doce años de dictadura y represión dan cuenta de factores que inicialmente no se tomaron en consideración para hacer un juicio más aproximado de las circunstancias internacionales y nacionales que condujeron el asalto a las instituciones.
Por ejemplo, en el ámbito internacional no se consideró con rigor lo que significaron los años más agudos de confrontación este-oeste, ensayando unos la “coexistencia pacífica” y otros presionando al máximo sus acciones en términos de empeñarse en la “guerra fría”. En este caso, coincidía en parte con el escenario político el económico y la retracción de los países capitalistas desarrollados de compras al llamado Tercer Mundo, generando penurias a naciones dependientes.
En el caso uruguayo, la etapa de envasar carnes procesadas para los frentes de conflicto había pasado junto con la experiencia de una pequeña industrialización, lo que derivó en inflaciones anuales de dos y tres dígitos, desempleo, caída salarial, emigración, factores que unidos a una percepción de inseguridad burguesa y parte de la pequeña burguesía, justificaron el ascenso político de personajes mesiánicos que se convirtieron en populares, teniendo al ejército como salvaguarda y tutor de la estabilidad. La política de sustitución de importaciones, de moneda dura, controles centralizados gubernamentalmente, dio paso a la apertura semindiscriminada y al final del “segundo batllismo” -dirigido por Luis Batlle- y el periodo de conducción económica del FMI y sus cargas antisalariales y antisindicales.
Aunque no he visto consensos entre historiadores y analistas sobre fechas a partir de qué momento ingresa el país en una espiral que inevitablemente desembocará en un régimen dictatorial, entiendo que es prudente irnos 22 meses atrás del 27 de junio. Más allá que tras la muerte del presidente Gestido el gobierno que sobrevino se ejerció con medidas de excepción y prisión de dirigentes políticos, sindicales, estudiantiles; el período que se considera de “predictadura” (Pacheco-Bordaberry) fue desmantelando la Constitución cuando aprobó compras del Ejecutivo de forma directa, sin procesos de licitación; cuando sometió a la población a procesos de “préstamos compulsivos” abonados con el servicio energético que el Estado otorgaba; cuando como elemento fundamental de la represión fusionó las fuerzas del Ministerio del Interior con las de la Defensa, creando las Fuerzas Conjuntas. El colmo ocurrió al quitar al Poder Judicial la potestad mayor de enjuiciar a aquellos que intentaran cambiar las instituciones constitucionales por medio de la fuerza y la puso en manos de la Justicia Militar (aunque aplicara a civiles), resultando que, con las denominadas corporaciones fusionadas, los estrados castrenses y las cárceles vigiladas por la tropa, dejaban a estos (y por su vía al Ejecutivo) la aprehensión, juzgamiento, condena y encarcelamiento. Todo esto último derivó en que los cuarteles se convirtieran en centros de tortura. Un detenido no era presentado de inmediato ante un juez, sino “evaluado” postorturas y en caso de pasar a juicio, podían transcurrir un mes o varios meses, estaba obligado a declararse culpable y se exhibía una declaración prefabricada.
Me resulta imposible referirme a la fecha pasada, halagar lo que produjo y sigue produciendo el repaso de lo que pasó, su valor, pese a la derrota, y entender aquello que tenemos. En los planos político y sindical me resultaría incómodo y extraño no referirme a la entrevista interesante e inteligente que le hizo Daniel Gatti a Víctor Bacchetta y, en alguna medida, no afiliarme a ella. Bacchetta sostiene, por ejemplo, que entre el Frente Amplio del 71-al que no le hubiesen cedido el paso al gobierno en caso que hubiese ganado- y el actual, “que no molesta demasiado”, hay una gran diferencia. Aludiendo a su último libro, afirma que el golpe en parte fue la resultante de un proceso que se inició bastante tiempo antes oponiendo “frente a frente a dos modelos de sociedad opuestos”. Al referirse al sindicalismo, recordó que AEBU demandaba la expropiación de la banca, otros pedían la nacionalización de la industria frigorífica (hoy dominada por capitales extranjeros), y volviendo a lo político afirmando que entonces se hacían análisis del modelo de dominación capitalista, “un tema que hoy ni se menciona” -dice- y deja entrever que el “olvido” es compartido por el progresismo y la socialdemocracia.
Y concluye lapidario: “El movimiento social que desembocó en la huelga era una amenaza para el sistema. El propio Frente Amplio lo era. Hoy ni el uno ni el otro lo son”. Poco después afirmará: “Hoy falta debate en todos los planos. El escaso eco de las movilizaciones por el agua lo muestra. Si no se revuelve el avispero, el movimiento social que está surgiendo es muy débil para enfrentar este modelo”. Frente a la avalancha de opiniones -algunas coincidentes- me pregunto si el próximo diciembre ya no tendremos más “olvidos”.
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