Año 2006. Caminaba por el cementerio judío junto al rabino Eliezer Shemtov. Estábamos en una pausa de la filmación, cuando le pregunté si no era extenuante la vida religiosa judía: el peso de Dios; la ley; la culpa por lo que uno hizo o dejó de hacer; la cantidad de normas a cumplir; el remordimiento de la conciencia, el juicio severo del Creador. Su respuesta la sigo recordando: “No tienes por qué pensar que Dios está todo el tiempo encima de ti juzgando y controlando cada acto. Quizás en el plan divino toda tu vida se reduce a un momento, a una decisión determinada, a un consejo dado en el instante justo, a resolver un pequeño caso.” La respuesta abría otras preguntas: ¿cómo saber aquello para lo que fuiste creado? ¿Y si tu momento era cuando tenías 9 años, qué pasa todo el resto de la vida? ¿Hay manera de prepararse para ese instante? Conversamos sobre esos misterios y volvimos a grabar.
Traigo esta anécdota para vincularla con la mitad del mandato de Luis Lacalle Pou. No haré aquí un recuento de logros y pérdidas, de aciertos o errores, ni tampoco una proyección de las oportunidades o los peligros que lo acechan. Siguiendo aquella charla con el rabino, establezco que el logro principal de Lacalle Pou ya fue consumado, y me refiero a la consolidación de ser un líder popular.
El Partido Nacional, luego de la muerte de Wilson Ferreira, no había conseguido tener un liderazgo que trascendiera las fronteras del propio partido. Ha tenido figuras de peso electoral e intelectual y que han sido claves en la política del país. Pero no había logrado eso que parecía que se había convertido en patrimonio exclusivo de los líderes del Frente Amplo (Seregni, Vázquez, Astori y Mujica) que es una cierte trascendencia más allá de la agenda inmediata y los votantes de todas las horas.
Eso lo logró Lacalle Pou con su manejo de la Pandemia y la introducción de la mentada libertad responsable. En el balance histórico, ese logro permanecerá como una señal clave de la salud democrática del país ya que introdujo, más allá de simpatías partidarias, una conexión popular. Y eso le hace bien al sistema porque la hegemonía, del partido que sea, siempre es a la larga un mal camino. Y Uruguay estaba malacostumbrándose a una hegemonía que venía rigiendo los últimos 20 años. Lacalle Pou, con el manejo de la pandemia, la rompió. Y eso quedará. Aún en el hipotético caso que los dos años que queden sean barranca abajo. Aún en el hipotético caso de que los dos años que quedan sean de beneficios en materia de seguridad, educación y economía.
¿Cómo se explica esa conexión popular que ya consiguió Lacalle Pou? A primera vista parecería ser por logros o medidas. Que las conferencias, que el modo de comunicar, que la juventud, que el GACH. No creo que eso sea lo esencial. Me inclino por algo más intangible y evasivo que es el vínculo con los sustratos históricos que hacen a la historia del país. En este caso concreto, recuperar el ideal de libertad que está en la génesis de la creación de Uruguay, en el marco de una pandemia inédita a nivel global. El reflejo de apelar a lo más viejo para resolver lo más nuevo podría ser, parafraseando al rabino, todo lo que era necesario hacer en ese momento. Lo que vino antes y lo que venga después podría ser mero anecdotario en términos históricos (aunque no políticos).
Súmese a esta idea de libertad el hecho de hacerla en el marco del Estado, de esa otra estructura sedimentada por generaciones y que tiene en el batllismo su histórico portavoz. Lacalle Pou toma esa herencia estatal y la suma con la herencia de la libertad, logrando una síntesis que conectó con la población más allá de las estructuras partidarias. No hay que entender ese “más allá” como un descrédito de los partidos, sino como un plus que trasciende a los partidos sin anularlos. Eso es justamente la popularidad, lo que logran los líderes que no sólo comulgan con sus seguidores sino con algo más trascendente, difícil de asir, imperceptible y misterioso como aquel Dios que merodeaba el cementerio de La Paz.
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