El 29 de noviembre de 1988 se efectuó en la desaparecida Linterna Mágica la premiére de La historia casi verdadera de Pepita la pistolera, que al día siguiente comenzaría a exhibirse en el cine Pocitos, hoy casi centenario y a punto de cerrar sus puertas. Fue el primer gran éxito de público y crítica del cine uruguayo, y aunque originalmente fue realizada para video, se terminó exhibiendo en salas, por lo que se la debe considerar como la verdadera génesis del actual cine nacional. Meses después El dirigible de Pablo Dotta confirmaría que, luego de un siglo de consumo compulsivo de material extranjero y varias gestaciones fallidas, el cine uruguayo había terminado de nacer.
PELÍCULA. Es curioso: en su momento marcó un rumbo para el cine uruguayo, el de un naturalismo alejado de todo artificio estético o cualquier intelectualismo al uso en otras geografías del cine. Y sin embargo, aquí no hay “bajones” ni “bajoneados”, esas dos muletillas que parecen caracterizar a los uruguayos a ojos de los extranjeros. La historia casi verdadera de Pepita la pistolera cuenta la peripecia de una ladrona muy especial que en 1988, durante cinco meses, había asaltado una docena de casas de crédito, ocupando los titulares de los diarios y los informativos de radio y TV. De estilo amable, para intimidar a los asaltados esa mujer usaba el mango de un paraguas roto que nunca llegaba a sacar del bolso. La policía tuvo muchas dificultades en encontrarla. Cuando lograron atraparla la sorpresa fue grande, al encontrarse ante una mujer de clase media que cargaba con una hija chica, y con un esposo internado en un psiquiátrico. No era una delincuente, sino un ser humano desesperado por los apremios económicos.
Es verdad que la violencia callejera que el Uruguay del siglo 21 experimenta día a día otorga al film un cierto aire naif. Pero si sabemos extrapolar esta realidad inmediata, podremos detectar que el primer acierto (enorme) de Beatriz Flores Silva fue haber dado vuelta un universo particular, transformando la realidad en ficción y viceversa. Porque esos datos sacados de la crónica diaria no forman parte de lo que realmente muestra el film, que durante 62 minutos abunda en cambio en el sarcasmo y la ironía para cimentar una experiencia que transita del temor a la audacia, desde un mundo regido por la ley (donde no se detectan respuestas eficaces contra la penuria económica y afectiva) a otra realidad que permite vincular al delito con insólitas y emocionantes formas de la solidaridad, ya sea de parte de las empleadas asaltadas o de policías inesperadamente amistosos. Como me dijera en 1994 Margarita Musto, “la vida es mucho más rica que la crónica policial”.
La ternura permanente es la segunda gran carta de triunfo del film, porque permite que nos solidaricemos por entero con el personaje central, poniéndonos a todos en el lugar de los asaltados. Con enorme sutileza el relato instaura una especie de humanismo poético en el cual se instala la paradoja, porque será en la cárcel donde finalmente Pepita se sentirá protegida por entero de la inclemencia de vivir. La realidad dada vuelta, para que con la menor angustia posible la liberación, el cariño y la adhesión solidaria sean una reflexión sobre nosotros mismos, como parte activa de una sociedad.
El resultado, a un cuarto de siglo de realizado, es un hito en la historia del cine nacional, porque dice cosas valiosas con absoluta carencia de solemnidad, utilizando en cambio dosis bienvenidas de energía, atrevimiento, humor e inteligencia. La hazaña fue de Beatriz Flores Silva, por supuesto, que venía de dirigir nada menos que a Robert Mitchum en Lovaina, pero también formaba parte del talento impar de su protagonista Margarita Musto, prodigio de naturalidad y ejemplo mayor de compenetración con su personaje. En la actriz se detecta aquí una envidiable soltura de estilo y una precisión milimétrica para resaltar los gestos más adecuados, y con ellos comunicar sensaciones directas y certeras al espectador. Margarita y Beatriz marcaron un rumbo en la producción cinematográfica nacional, y de paso se metieron de lleno en la mejor historia de nuestro acervo cultural.
MARGARITA MUSTO. Nació el 16 de noviembre de un año que no interesa, porque los actores de raza no tienen edad en la escena. De pequeña estatura, la ayudan los contrastes: ojos vivaces y un rostro muy expresivo, para una voz profunda, que cuesta imaginar como parte de ese envase. Pero el arma más eficaz de Margarita Musto es su indudable talento, que la llevó a destacarse como actriz, traductora de importantes autores franceses e ingleses, docente en la ECU y la EMAD, directora teatral (Florencio 2011 por Blackbird), dramaturga (Florencio 2000 por su obra En honor al mérito) y directora de la Comedia Nacional. Trabajó en TV (Los tres) y en cine (La historia casi verdadera de Pepita la pistolera, Retrato de mujer con hombre al fondo, La memoria de Blas Quadra, Estrella del Sur, Polvo nuestro que estás en los cielos), pero su genuina pasión parece ser el teatro, donde ha actuado en más de 30 piezas desde 1982 a la fecha, siempre desempeñándose en forma totalmente independiente, ajena a grupos o elencos estables. En esa tarea debe destacarse el impresionante suceso de Rompiendo códigos (cuatro temporadas a partir de 1994), Marat-Sade, Ardiente paciencia, Ha llegado un inspector, Madre Coraje, Hamlet, Closer, Cena entre amigos, Séptimo cielo, El método Gronholm, Una relación pornográfica y dos labores de antología en Frozen y Sonata otoñal.
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