Home ARTES VISUALES Hace 60 años Burri: del tacho de basura a la obra de arte por Nelson Di Maggio

Hace 60 años Burri: del tacho de basura a la obra de arte por Nelson Di Maggio

Hace 60 años  Burri: del tacho de basura a la obra de arte por Nelson Di Maggio
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En 1960 la Biblioteca Nacional exhibió una serie de insólitos cuadros. Estaban hechos con pedazos de arpillera vieja y agujereada, cosidos burdamente, madera quemada, fragmentos de nailon pegados y algún cierre metálico incorporado. Eran los 21 trabajos recientes del italiano Alberto Burri que, aun en su pésimo montaje, alborotaron la siesta cultural de la muy aldeana Montevideo. Los materiales que utilizaba eran más propios del tacho de basura que de la tradicional forma de crear. Fue un revulsivo para las mentalidades biempensantes, la mayoría de las cuales se resistieron a reconocer que por allí circulaba una de las propuestas más innovadoras de la mitad del siglo. Como en todos los casos, no surgió sorpresivamente. El collage ya tenía diez siglos de existencia en el Japón y hasta Monvoisin, el académico pintor viajero del siglo pasado, en su estancia uruguaya de tres meses utilizó, por falta de tiempo, trozos de telas en sus retratos de damas patricias, especialmente en las zonas de complicados encajes. Luego Braque y Picasso codificarían el proceso de integrar elementos cotidianos a la pintura durante el período cubista.

Figura consular de los años 50 y 60, al lado de Jean Dubuffet y Antoni Tàpies, Alberto Burri era un hombre de una energía vital y un poder comunicativo propios de los italianos. En su taller romano, más parecido a uno de carpintero que de pintor, recibía con entusiasmo la visita de algún joven crítico uruguayo, recomendado por dos amigos suyos, Jorge Romero Brest y Giulio Carlo Argan. Pasear por ese taller y conversar con el artista, fue una experiencia inolvidable. Con una ancha sonrisa, Burri seleccionaba un trapo o una madera carcomida, un plástico quemado o un pantalón raído y los colocaba en una mesa como buscando un orden interno que solamente él podía visualizar. Luego mostraba los cuadros acabados, de un magnetismo material y sensorial que parecían una prolongación del autor.

Nacido en 1915, en Città di Castello, cerca de Perusa, pequeña ciudad donde se inició Rafael y en la Umbría de Piero della Francesca, Burri estudió medicina quirúrgica y prestó servicios profesionales durante la Segunda Guerra Mundial. Cayó prisionero de las fuerzas aliadas en África y fue enviado al campo de concentración de Hereford, Texas. Como era habitual, la táctica de los guardianes era transformar a los prisioneros en colaboradores ofreciéndoles a cambio una (relativa) libertad, comida, vino y mujeres. En su calidad de médico, Burri fue solicitado insistentemente por las autoridades y otras tantas veces rehusó con orgullo: «No quiero practicar la medicina. Allá ustedes; me han hecho prisionero y seré un prisionero». Entonces sintió el rigor de su actitud negativa. Lo abandonaron solo en una zona desértica sin proporcionarle ningún elemento de sobrevivencia. Lentamente fue descubriendo alimentos envasados olvidados, después cocinó víboras de cascabel que afortunadamente abundaban. «Era una carne tan sabrosa como la de la liebre», comentó alguna vez. Digno comentario de un dandy, como lo caracterizó el escritor André Pieyre de Mandiargues. Además, confeccionó objetos, que conservó, con la piel de las víboras.

Algunos podrían interpretar la negativa para colaborar con los vencedores un rasgo de ideología fascista, muy común en los jóvenes italianos de la época, luego encajonado en el olvido. Pero es más seguro que en ese preciso momento hiciera crisis su vocación médica y replanteara su vida toda, considerada inútiles, absurda, aterrado ante la brutalidad de los hombres. Rodeado de materia corrompida y de reptiles, de desechos pacientemente acumulados por los vándalos modernos, Burri abre sus ojos hacia una realidad intolerable y como un iluminado empieza a palpar los fundamentos de una nueva sociedad. Nada será igual luego de la experiencia bélica. Fue allí, en el campo de concentración, que empezó a pintar. Pero con materiales inéditos. ¿Qué podían significar para él la pulcra superficie de una tela blanca, la gobernable pasta de un tubo de color? Eran instrumentos completamente vacíos de sentido, incapaces de trasmitir el indecible asco, la dilatada repugnancia, la infinita soledad del hombre decretada por otros hombres. Solitario, aislado en la vastedad de ese campo texano, encontró una materia deliciosamente repulsiva que le servía de maravillas para dar el mensaje de rebelión y elevar su lacerante grito de protesta.

Este período fue, obviamente, decisivo para su trayectoria humana y para el arte contemporáneo. Regresó a Italia en 1946 y un año después hace su primera muestra individual en la galería La Margherita, en Roma, con obras de aliento expresionista. En la siguiente temporada, en el mismo local, avanza hacia el arte abstracto y luego de una visita a París siente una urgente vocación hacia la pintura. En 1950 presenta obras terriblemente polémicas en una exposición colectiva con el grupo Origine, junto con Capogrossi, Colla y Ballocco. Seguirán las series: Neri, cuadros totalmente negros; Muffe, las arpilleras que se continuarán en Grandi sacchi; las Combustioni, plástico quemado; los Ferri, planchas de hierro unidas por soldadura, los Cellotex y los Cretti, planchas de madera y resina secada al sol dejando la superficie quebradiza. Opera con los recursos de cirujano; corta y cose los elementos como si fueran la piel de los hombres. Con implacable rigor estructural conserva la significación primera, sin elevarla a la categoría de símbolo.

En 1953 tiene un éxito resonante en Estados Unidos y a partir de ahí las principales galerías y museos del mundo hospedan esa obra original. Interviene en las bienales de San Pablo (1959), Venecia (1960), la documenta de Kassel (1959), entre otros muchos certámenes y muestras colectivas que lo condujeron al MoMA y al Guggenheim neoyorkinos.

Al contrario de los que utilizaron el collage y que lo precedieron —desde los manuscritos nipones Iseshu a Picasso, Braque, Juan Gris, Laurens, Arp, Schwitters, Miró, Ernst, Magnelli, Klee, Bryen, Karskaya— e incluso los collages de Mimmo Rotella y Hains, Burri no emplea los materiales como sustitutos de la pintura, sino que se representan a sí mismos: la arpillera rota o la madera quemada, el cierre zip o el plástico rasgado son lo que efectivamente son, una realidad sin alternativa, la única posible. Es cierto que mantiene el formato y las dimensiones del cuadro de caballete y que hay una organización material del espacio como en las composiciones clásicas, pero en el interior y desde el vamos, todo estalla en una riqueza material sin precedentes, donde conviven elementos disímiles recogidos del olvido y de la incuria, rescatándolos de la irremediable exclusión de la existencia. Al rescatar el carácter orgánico de la forma-materia, le otorga una significación moral.

Evita los instrumentos habituales; emplea elementos residuales de todos los días, poniendo de relieve una textura que no mejora ni embellece. Como si coincidiera con los postulados de Heidegger del ser-en-el-mundo en una solicitud tendida hacia otras existencias donde cada una de ellas es un ser-ahí que se proyecta como una realidad inacabada, un poder-ser. De ahí resultan las dificultades para apresar racionalmente una obra que no es el producto de una elaborada construcción intelectual (aunque exista) o un juego refinado de la sensibilidad (aunque se manifieste).

Nota integrante de un próximo libro de artículos seleccionados ya publicados.

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