El 5 de octubre de 2017 marcará un antes y un después en la defensa de los derechos de las mujeres en el cine de Hollywood. Ese día aparecieron publicadas en el New York Times las primeras denuncias de acoso sexual contra Harvey Weinstein, el productor independiente más poderoso del mundo por entonces. La consecuencia inmediata fue una necesaria y más que justificada “limpieza”, aunque 90 días después la metodología empleada no nos estaría llevando a un buen puerto.
ACOSOS. En octubre el torrente de denuncias fue incontenible: 40 actrices ventilaron los desmanes sufridos en carne propia (o que vieron padecer a sus colegas) por parte de Weinstein. En la lista de acusadoras figuran Ashley Judd, Jessica Chastain, Brie Larson, Kate Winslet, Jennifer Lawrence, Gwyneth Paltrow, Angelina Jolie, Mira Sorvino, Asia Argento, Salma Hayek, Léa Seydoux, e incluso la argentina Julieta Ortega. Pero con Weinstein caía una primera ficha, y luego se generó un efecto dominó en el que están siendo derribados en forma parcial o definitiva muchos nombres famosos en la industria de Hollywood.
A la cabeza de las denuncias se ubica el comediante Bill Cosby, recordado por su programa televisivo El show de Bill Cosby, emitido sin interrupciones de 1984 a 1992, siempre en primer lugar en la audiencia. Cosby era una de los rostros más queridos por los espectadores, pero ese sentimiento se resquebrajó a partir de 2014, cuando salieron a luz numerosas acusaciones de agresión sexual en su contra. Más de 60 mujeres lo han acusado de violación, sumisión sexual facilitada por drogas, abuso sexual infantil y mala conducta sexual. Las fechas de los presuntos incidentes abarcan un período que se extiende desde 1965 hasta 2008 en 10 estados americanos y una provincia canadiense. Cosby tiene un nuevo juicio pendiente para abril, y no la está pasando demasiado bien.
A fines de octubre le llegó el turno a Kevin Spacey, eliminado del rodaje de Todo el dinero del mundo cuando se hizo pública la denuncia del actor Anthony Rapp. Este hombre declaró haber sido acosado sexualmente por Kevin en 1986, cuando sólo tenía 15 años de edad. La denuncia fue corroborada por numerosos colegas, que confesaron haber padecido idénticos avances en el período en que el divo fue director del Old Vic londinense. Y junto a Spacey también cayó el cineasta Bryan Singer (el de la saga X-Men), igualmente acusado de depredador gay. A partir de entonces se generó el Efecto Weinstein, y así le llegó el turno a Dustin Hoffman, acusado por siete mujeres, a los cineastas James Toback y Brett Ratner, a la cabeza pensante de Disney-Pixar John Lasseter, al dúo dinámico Ben Affleck-Casey Affleck, al rudo Steven Seagal, al siempre polémico Michael Douglas, y a James Franco, que llegó a ganar el Globo de Oro pero perdió la chance de ser nominado al Oscar: todos acusados de diversas tropelías, desde un simple toqueteo de cola a la amenaza de destrucción de carreras si la víctima de turno no accedía a una buena sesión de sexo, oral o total. Y en medio de eso se resucitó el caso de Woody Allen, llevado a la Corte en 1992 y declarado inocente por un juez y un conjunto de psiquiatras. Estos consideraron que cuando su hija Dylan, de siete años, denunció a Woody por manosearle sus partes íntimas, en realidad estaba recitando una lección bien impartida por su vengativa mamá Mía Farrow, que no terminaba de digerir que Woody la hubiera dejado por su hija adoptiva Soon Yi, que ya tenía 21 añitos.
De todas maneras nada de esto era nuevo en Hollywood, porque sucedía lo mismo con los viejos magnates, desde los notorios libidinosos y fiesteros Adolph Zukor, Jesse Lasky y Joseph Schenck en los ruidosos años 20, a Darryl F. Zanuck en los 50. Esos intocables ejercían el mismo nefasto poderío sobre sus actrices que el que practicaba ahora Weinstein, sólo que con total impunidad. En cambio, el 5 de octubre de 2017 un magnate intocable fue derrocado. Más que el hecho específico que provoca su caída, es eso lo que verdaderamente debería destacarse.
VOCES DISONANTES. Nada en la vida de los seres humanos es en blanco y negro, sin embargo, y en medio de esta barahúnda hay figuras del cine que han matizado un poco las cosas. Una fue Léa Seydoux, que en la parte final de su denuncia razonaba que “Weinstein no acepta un no como respuesta, y ha hecho alarde abiertamente de todas las mujeres de Hollywood con las que tuvo sexo. Una noche lo vi intentando convencer a una joven que se acostara con él. Todo el mundo podía verlo. Eso es lo más desagradable: todos veían lo que hacía y nadie hizo nada. Así opera Hollywood, porque es una industria misógina que sólo se alimenta de actrices deseables”.
Por su parte, Catherine Deneuve publicó junto a un centenar de celebridades un manifiesto en el que defiende el derecho de los hombres a importunar a las mujeres, en el buen sentido del término. En dicho manifiesto explicita que “se está llevando a cabo una campaña internacional de delaciones contra los hombres cerdos, y con las debidas pruebas está muy bien, porque la violación es un crimen. Pero el ligue insistente no es un delito, ni la galantería una agresión machista. Tal como está siendo llevada esta campaña se está perjudicando a los acusados sin dejarles defenderse apropiadamente. No nos reconocemos en este feminismo que, más allá del indudable abuso de poder masculino, toma el rostro del odio contra los hombres y la sexualidad en general. Defendemos la libre voluntad masculina de importunar, tanto como la libre voluntad femenina de rechazar. Eso es indispensable para la libertad sexual”.
La políticamente incorrecta Brigitte Bardot arremetió con las baterías cargadas días más tarde: “La mayor parte de las denuncias de acoso sexual dadas a conocer son hipócritas, porque sabemos que muchas artistas calientan a los productores para tener un papel. Lo peor es que esta fiebre de llevar cerdos al matadero nos está devolviendo a un puritanismo y una moral victoriana de la peor calaña, porque sólo sirve a los intereses de los enemigos de la libertad sexual, los fanáticos religiosos, los peores reaccionarios”. Ante su declaración no puedo dejar de pensar que Gwyneth Paltrow acusa a Weinstein de un intento de acoso en 1996, pero Google Imágenes y Youtube están llenos de fotografías e imágenes suyas en 1998, abrazada al productor y besándolo cuando ganaron el Oscar por Shakespeare apasionado…
Alec Baldwin en cambio defendió a Woody Allen y elevó el mensaje a un diferente nivel. Se refirió al hecho que ciertos colegas donen sus salarios en el último film de Allen como si así expiaran un delito. “Renunciar a él y a su trabajo parece injusto y triste. ¿Es posible apoyar a los sobrevivientes de la pedofilia, o de abusos y acosos sexuales, y al mismo tiempo pensar que Allen es inocente mientras no se demuestre lo contrario? Sí, debería serlo. Acusar a la gente de ciertos crímenes debería manejarse con más cuidado, incluso pensando en las víctimas. Es asombroso ver que volvemos a transitar un camino en que los acusados tienen que probar su inocencia. En la América en que me educaron era al revés: el acusador tenía que probar el delito”.
CAMINOS. Esas voces disonantes me llevan a recordar que el camino del infierno suele estar sembrado de buenas intenciones, y me hace formular una incómoda pero urgente pregunta: ¿estará Hollywood cayendo en un nuevo maccarthysmo? Si pensamos en la metodología que se está empleando, veremos que es inquietantemente similar. Desde el 5 de octubre el escándalo ha golpeado las puertas de Hollywood de manera continua. Eso no está mal, porque han podido rodar varios indeseables que parecían intocables, mientras otros pesos pesados se tambalean con buena chance de caer. Pero el tema no debería quedar en un simple ruido ensordecedor. Dos instancias me parecen insoslayables: 1) dirimir responsabilidades y hacer lo necesario para impedir que esto se repita, y 2) que lo que deba hacerse sea por vía legal, y no mediante el periodismo o las redes sociales.
La Fiscalía de Los Ángeles decidió abrir investigación formal debido al aluvión de denuncias generalizadas. Las víctimas deberán recibir apoyo y los presuntos acosadores serán investigados, afrontarán juicio y cumplirán la condena impuesta, más allá que su conducta delictiva quizá sea difícil de probar. Pero más allá de tecnicismos legales, hay cosas que mediante una simple lógica deductiva podemos aceptar como ciertas. Cosby, Weinstein y Spacey son casos claros: el conocimiento de sus depredaciones y la multiplicidad de testimonios de víctimas (60 para Cosby, 40 para Weinstein) hacen que eludir la verdad resulte imposible: es disparatado suponer que se esté llevando a cabo una conspiración colectiva para eliminarlos. Y respecto a Spacey, que el actor asegure que se ha sometido a evaluación psiquiátrica y una internación para corregir su adicción sexual basta para dar garantías a las acusaciones.
En cambio para todos los demás, de los que no podemos deducir su culpa directa, debería reconocerse a priori su presunción de inocencia y aguardar el desarrollo de las instancias judiciales que deberá llevar a cabo la Fiscalía. Aquí es bueno advertir que el caso de Woody Allen no entra en ninguno de los dos parámetros, ya que es el único que está caratulado como cosa juzgada, por lo que su resurrección es a todas luces gratuita.
ERRORES. El punto neurálgico y doloroso que debería formar parte del debate diario en este tema, sin que sea malinterpretado por fanáticos de uno u otro bando, es que varias cosas que han sucedido no sirven absolutamente para nada contra los acosos. Lo primero que resulta inútil es prestar atención sólo al costado espectacular y mediático, a “lo que vende” en todo este asunto, a las acusaciones largadas a diestra y siniestra, y cuanto más espectaculares y morbosas mejor. Me dio vergüenza ajena el circo realizado en la ceremonia del Globo de Oro, con un desfile de mujeres inútilmente vestidas de negro, en medio de inoportunos chistes de muy mal gusto a costa de los árboles caídos. Lo único que evidenció el episodio es la peor característica de la mentalidad americana. Por eso es importante la labor de Me Too y Time’s Up, pero aún me parece superior la llevada a cabo por Women in Film, organismo que promueve las carreras de las mujeres que trabajan en la industria del cine para conseguir la paridad laboral. Esa organización ha ofrecido una línea permanente de ayuda las 24 horas de todos los días del año, para atender de inmediato los casos de personas afectadas y las declaraciones de testigos presenciales de los hechos. La tarea está llevada a cabo en forma seria y con perfil bajo, para no distraer la atención de lo que importa. Fue dada a conocer mediante un sencillo comunicado de prensa, que ha tenido poquísima resonancia, porque “no vende”, claro…
La segunda cosa que no sirve para nada es retirar a Weinstein de los créditos de las películas que produjo, como si sus abusos desaparecieran con esos títulos. Lo mismo digo de la suplantación de Spacey por Christopher Plummer en Todo el dinero del mundo, ya que no debería quitársele al actor el mérito indiscutible de lo que ha hecho en su profesión, por lo que pueda ser como persona en el ámbito privado. Y coincido con Baldwin en que donar el sueldo por haber actuado recientemente para Woody Allen es un disparate: negar la realidad y el pasado es absurdo, inútil y muy peligroso, porque conduce inevitablemente a actos irracionales. El siglo 20 vivió varias instancias de ese calibre. Al caer el comunismo llegaron a prohibirse retrospectivas de cineastas y actores marcados, y a nivel montevideano recuerdo un ciclo de Cinemateca sobre Eisenstein en el cual en el boletín informativo aparecían cinco asteriscos de El acorazado Potemkin entre signos de interrogación. De la misma manera, pero al revés, aún cuesta admitir en público que la mejor cineasta de la historia fue nazi y se llamó Leni Riefenstahl. No podemos rechazar grandes películas sólo porque las pague Weinstein, las dirija Allen o actúe Spacey en ellas. De hacer eso, tendríamos que negar el cine de Chaplin porque le gustaban las quinceañeras, las novelas de Dostoievski porque era un oculto pedófilo y los cuadros de Caravaggio por haber sido un malviviente tirando a degenerado. Es conveniente que entendamos de una vez por todas que muchas veces las obras explican al autor, pero no por ello son el autor.
¿NUEVO MACCARTHYSMO? La última cosa que no sirve es la metodología que se está utilizando para encarar este delicado tema. Es por ese lado que surgen mis temores acerca de un nuevo maccarthysmo. En los años 40 y 50, en medio de la Guerra Fría más caliente que nunca por lo de Corea, en Estados Unidos detectaban comunistas hasta en la sopa. El método de la Comisión de Actividades Antiamericanas era la utilización de la delación mediante la presunción (anticonstitucional) que el acusado era culpable si no podía demostrar su inocencia. Así se llegó a un nivel de paranoia colectiva en el cual, sólo por conocer a un comunista, cualquiera era culpado antes de juicio y se le exigía que confesara, porque de no hacerlo le cortarían la carrera y le arruinarían la vida. Unos cuantos acusados eran comunistas (sin ir más lejos, los famosos Diez de Hollywood), pero la mayoría no. Sin embargo todos terminaron mal, porque fueron juzgados sin distinción de grado en la evaluación del delito. La consecuencia fue que en los años 50 Estados Unidos vivió el momento más totalitario de su vida independiente.
Llevado esto al momento actual y al específico tema de las acusaciones, el método es muy similar. Hoy también hay acusados que a todas luces parecen culpables (Weinstein, Cosby, Spacey), pero una amplia mayoría está siendo crucificada sin pruebas y con casi nula posibilidad de defenderse, como dicen Deneuve y Bardot. Hoy no existe una Comisión de Actividades, pero en su lugar tenemos nocivas redes sociales en las que se escribe cualquier cosa impunemente y todo el mundo les cree. Y hay organizaciones feministas con buenas intenciones, pero que parecen haber perdido el rumbo mientras canjean justicia por venganza… ¿de género, quizás?…
Si no es así, ¿cómo se explica lo que sucede hoy con Matt Damon? Textualmente el actor declaró: “Es maravilloso que las mujeres se sientan con poder para contar sus historias, eso es necesario. Pero razonemos: hay una gran diferencia entre dar una palmada en el culo a alguien, a violar y abusar de una mujer o de un niño. Estos problemas deben ser erradicados, pero tampoco deben ser confundidos”. De inmediato esa opinión generó que se elevara un comunicado firmado por 19.000 mujeres para que el actor fuera despedido del rodaje de Ocean’s 8, y su personaje eliminado del film. Ese comunicado dice: “Exigimos esto porque se suponía que gracias al protagonismo femenino en esta historia, la película supondría un gran paso en el empoderamiento de las mujeres”. Es cierto que el actor pudo haberse expresado de manera más pulcra, pero en el comunicado feminista hay dos palabras peligrosas y muy reveladoras: “exigimos” y “empoderamiento”. La primera es dictatorial: en una negociación nadie tiene derecho a exigir nada. A lo sumo hay que sentarse a discutir con sensatez, como debe ser en democracia si hay dos opiniones enfrentadas sobre una misma cuestión. La segunda palabra en cambio me preocupa muchísimo, porque “empoderamiento” implica que, conseguido el primer loable cometido de buscar justicia, se está pasando a una segunda instancia que sería la toma del poder destronando al macho rey. OK pero… ¿para qué?… ¿para que la hembra reina ocupe su lugar haciendo lo mismo? Podrá estarse o no de acuerdo con Damon, pero por emitir una opinión se exige dejarlo sin su trabajo: eso, exactamente eso, es lo que se hacía en el maccarthysmo.
Por mi parte, me declaro a favor de las denuncias de acoso y la defensa de la mujer en su lucha por la igualdad de género, pero sólo si pretenden lograr cambios, no para imponer suplantaciones idénticas a las existentes, que han sido nefastas. Adhiero a lo dicho por Oprah Winfrey, cuando llamó a “la lucha de las mujeres valiosas, yendo de la mano con hombres valiosos”. Esa es la única vía posible para desterrar viejos vicios. Pero entre los desmelenados mensajes de Twitter y las prepotentes exigencias de ciertas feministas radicales (que por lo menos ya son 19.000 en Estados Unidos) el horizonte se ensombrece y el método maccarthysta bosteza, listo para despertarse y ser aplicado en ámbitos diferentes aunque de manera similar, y curiosamente en una América retrógrada y conservadora, muy parecida a la de los años 50. El verdadero desafío es un urgente cambio en las formas, para de esa manera enaltecer ciertos contenidos incuestionables.
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