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Ingmar Bergman: Agonías y hermetismo de un dios ambiguo

Ingmar Bergman: Agonías y hermetismo de un dios ambiguo
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GENERALIDADES. Hijo de un rígido pastor luterano, Bergman nació en Upsala el 14 de julio de 1918. Su educación se basó en los conceptos cristianos de pecado, confesión, castigo, perdón y misericordia, factores concretos en la relación entre padres e hijos, y entre los humanos y Dios. Los recuerdos y valores de su niñez y la cercanía a la labor del padre marcaron la narrativa visual de Bergman, deliberadamente pausada, con un montaje y una secuencia de planos mesurados, para lograr el tiempo de reflexión que el espectador necesita. Ese ritmo está lejos de la monotonía, por la carga del mensaje y la excelente marcación de los intérpretes. Otra clave es que los avatares de los personajes los reconducen hacia sí mismos, rumbo a su alma y conciencia, por rutas enigmáticas e íntimas que los llevan a experiencias personales inquietantes. Ese viaje puede terminar en la locura y la muerte, o en un estado de gracia metafísica que les permite entender mejor su realidad. Esa revelación los ilumina y cambia sus vidas, porque así exorcizan sus perturbadores fantasmas. Los personajes de Bergman arrastran pesados lastres, y sus conflictos originan historias angustiosas y lacerantes. Haber brindado claramente al público ese material fue el mayor logro de Bergman, vigente hasta el día de su muerte.

Ríos de tinta han corrido y correrán sobre Bergman y su cine. Sin embargo, para que se entienda bien el impacto que ejercieron en el público sus films, parece oportuno decir que hay varios períodos en su obra, y que es bueno recorrerla en orden cronológico. Un primer bloque (1945-1955) consta de 16 películas realizadas en estilo realista, con un enfoque pesimista de diversos temas sentimentales. En el lote hay lugar para ocho films menores, y también para la ruptura de El demonio nos gobierna (1948) y El fracasado (1949), donde los villanos humanos se reemplazan por una visión diabólica del mundo, con el bien y el mal como elementos que inciden directamente en los personajes. De ahí a un nivel superior de madurez había un paso y Bergman lo dio en Juventud, divino tesoro (1950), Noche de circo (1953) y Sonrisas de una noche de verano (1955), a las que deberían sumarse Mujeres que esperan (1951), Un verano con Mónica (1952) y Confesión de pecadores (1955). En esas películas Uruguay descubrió a un autor joven que ya indagaba en los vericuetos amorosos con un pesimismo casi existencialista.

 

UN DIOS ELUSIVO. La segunda zona de la obra de Bergman se compone de nueve películas realizadas de 1956 a 1963, y en ellas hay angustias e incógnitas metafísicas sobre Dios. Ese período lo inició El séptimo sello (1956), que impacta por la brillantez de su terrorífica visión de la Edad Media: las pinturas sobre madera, las iglesias de la época, la peste, la Muerte, los juglares errantes, el tremendo episodio de los flagelantes, la hoguera de la bruja, las Cruzadas, forman un cóctel aderezado con una fuerza visual inmensa, porque el blanco y negro nunca fue más blanco y negro que aquí, logrando una simbiosis única entre el plano metafísico y conceptual de su trama, y el plano físico del mar, las rocas y el viento. Esa historia medieval era una parábola sobre el mundo moderno, amenazado de manera apocalíptica por la bomba atómica y la guerra fría, y la perfecta combinación de forma y contenido hacía del film una obra maestra.

Una segunda conmoción espiritual provoca Cuando huye el día (1957), donde se retoma el problema de la muerte y el más allá mediante la historia del viejo médico homenajeado antes del retiro. El film implica un proceso de íntimo autoconocimiento, donde la realidad, los recuerdos, las pesadillas y las fantasías se yuxtaponen durante un viaje en auto. Una gran madurez y un hálito de serena sabiduría recorren esta película, y el resultado respira un humanismo brioso cuyo objetivo es el de resaltar la mayor tara espiritual del hombre: su incapacidad de amar. Bergman despoja al amor de toda dimensión divina, porque ya se halla en pugna constante con la divinidad: aquí hay lujuria, desesperación, frustración sexual y necesidades eróticas, pero falta el amor. Por eso Bergman desvela una nueva e incómoda dimensión espiritual: la del subconsciente del ser humano, entrevisto en culpas, alucinaciones y desasosiegos de seres que viven en forma disciplinada, pero sin terminar de resolver sus más básicas amarguras.

Luego Bergman retornó a temas urgentes e inmediatos, dejando de lado su búsqueda de Dios y explorando el misterio de la vida y la muerte mediante el asunto del aborto (Tres almas desnudas, 1958) o destacando al bien y el mal como motores perpetuos de la vida (La fuente de la doncella, 1959). Pero Dios acechaba a Bergman, y así surgió una notable trilogía donde el cineasta circuló por los siniestros pasillos de la ausencia divina, la agonía, la soledad y la locura. En Detrás de un vidrio oscuro (1961) Dios existe pero es mejor no hallarlo, porque para la protagonista es un horrible monstruo con forma de araña que mientras la mira con odio y frialdad intenta penetrarla. Todo empeora en Luz de invierno (1962), ascético testimonio que expone las dudas de un pastor luterano que espera respuestas de Dios y sólo experimenta la inhumana angustia de su mutismo. Por último, en El silencio (1963) Dios no existe: esta alegoría presenta a dos hermanas y un niño que permanecen incomunicados en una ciudad desconocida, con individuos anónimos que caminan por las aceras como robots, y carros tirados por caballos esqueléticos, en medio del infierno del sexo y una absoluta falta de amor.

 

HERMÉTICA AGONÍA. Esa certeza sobre la inexistencia de un ser superior terminó por llevar a Bergman a un pozo depresivo y a su internación en un psiquiátrico, de los que salió mediante la total aceptación de sus demonios interiores. Allí surgió su tercer período creativo, con 14 títulos entre 1966 a 1980. Los primeros cuatro (Persona, 1966; La hora del lobo, 1967; Vergüenza, 1968; La pasión de Ana, 1969) son los más arriesgados desde el punto de vista estético, con historias premeditadamente herméticas, una continua desconstrucción del lenguaje visual, desequilibrios varios y la irrupción de una violencia que llega del mundo exterior, pero también de las traumáticas experiencias que viven los personajes. En ellos Bergman desplegó una notable riqueza expresiva y una inagotable dramaticidad en perpetua evolución.

De esa forma Bergman brindó una nueva conmoción con Gritos y susurros (1972), que encierra a tres hermanas y una sirvienta en una casona, para hallar los verdaderos pilares de sus relaciones. La enferma terminal no conoció el amor, pero en su agonía se acerca a Dios y descubre la felicidad cuando el dolor remite. La hermana mayor reniega de su condición de esposa y llega a atentar contra su sexo. La menor quiere eludir el vínculo conyugal con un hombre débil y se ve impulsada al adulterio con un médico. Y la sirvienta explaya su frustración como madre hacia la enferma. El barroquismo del film se justifica porque habla de la muerte, asunto asfixiante que tiene contrapunto ideal en el exceso visual, marcado por relojes omnipresentes que en su continuo tictac señalan el paso del tiempo; en las rojas cortinas y los fundidos en rojo cada vez que empieza y termina un recuerdo, evocando la sangre derramada; y en los obsesivos primeros planos que penetran en el más íntimo pesar de esas mujeres. Sin esa estética el film no sería la cumbre que es, aunque no todos estén emocionalmente capacitados para sobrevivirlo.

 

SERENA VEJEZ. El resto del período reveló a un Bergman muy desparejo, que osciló de dos obras mayores (Escenas de la vida conyugal, 1973; Sonata otoñal, 1978) a dos dramas sobrecargados (Cara a cara, 1975; De la vida de las marionetas, 1980) y un grave traspié (El huevo de la serpiente, 1976). Bergman parecía extraviado, pero no se había rendido. Su tabla de salvación fue la serenidad conquistada al reconciliarse con sus fantasmas, que existían pero no eran letales en Después del ensayo (1984) y En presencia del payaso (1997), y definitivamente erradicados en su obra póstuma, Saraband (2003). La serenidad le devolvió el nivel artístico de antaño, visible en la summa conceptual que brindó con Fanny y Alexander (1982). Allí exploró las dificultades de la relación de pareja, los dolorosos reencuentros con los seres queridos, las interrogantes fundamentales sobre Dios y el (sin)sentido de la vida, la llegada de la vejez, la relación entre cine y teatro, y la frágil línea divisoria existente entre el amor y el odio entre los seres humanos. Eran los temas de siempre, sólo que antes Bergman los había abordado de a uno o dos por film, mientras que en Fanny y Alexander los unió a todos de brillante manera.

La película toma como punto de partida la celebración navideña de una familia burguesa sueca de principios del siglo 20, y adopta para la narración el punto de vista de Alexander. Tras la inesperada muerte del padre, la viuda se casa con un pastor riguroso, frío y malvado, y los chicos sufrirán el contraste entre el antiguo ambiente burgués de lujo y permisividad intelectual, y el lúgubre y ascético hogar del religioso, alter ego del padre del cineasta. Después de un frondoso anecdotario de penalidades los chicos se fugarán de esa verdadera casa de espanto, el pastor morirá en medio de un incendio y todo volverá a la normalidad del pasado, con otra celebración (un doble bautismo) que canta a la vida que nace y a la importancia del amor.

Al final la abuela dice que “la mentira y la realidad son una, todo es sueño y verdad a la vez, y sobre la frágil base de la realidad la imaginación teje su tela y diseña nuevas formas y nuevos destinos”. Esa magnífica reflexión invita al espectador a contemplar el paso de la vida y los cambios humanos como distintas etapas de una representación en la que vamos cambiando de máscara (de rol), hasta preguntarnos si en realidad somos una o varias personas a la vez, y si nos conocemos nosotros mismos. Pero en este film Bergman transmite un mensaje de esperanza. Sigue creyendo que no hay respuestas para ciertas preguntas existenciales, pero revela su convicción que lo único que da sentido a la vida es el amor. Así lo explicita el tío en un discurso final donde afirma orgulloso que la familia vive la vida al máximo sin entrar en amarguras, mensaje opuesto a la rígida austeridad del pastor. Al final Bergman acepta la imposibilidad de llegar a Dios, acepta incluso su silencio, y Alexander deberá aprender a convivir con sus fantasmas interiores. Ningún film del maestro fue tan certero como confesión personal y como indagatoria de los terrores y vivencias que marcaron su infancia. Y qué mejor vehículo para eso que el lenguaje audiovisual, al cual Bergman manejó con inigualable sabiduría, siempre en pos de llegar en vivo y en directo al alma humana.

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Amilcar Nochetti Tiene 58 años. Ha sido colaborador del suplemento Cultural de El País y que desde 1977 ha estado vinculado de muy diversas formas a Cinemateca Uruguaya. Tiene publicado el libro "Un viaje en celuloide: los andenes de mi memoria" (Ediciones de la Plaza) y en breve va a publicar su segundo libro, "Seis rostros para matar: una historia de James Bond".