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Instrumentos de tortura considerados como objetos de arte por Nelson Di Maggio

Instrumentos de tortura considerados como objetos de arte por Nelson Di Maggio
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La nota de hoy, así como la difundida la semana anterior, se refiere a exposiciones realizadas en un cercano ayer. La presente, de 1997, es una de las incluidas, por su vigente actualidad, en un libro de quien escribe a publicar en el correr del año sobre una selección de artículos publicados desde 1953 hasta la fecha, casi siete décadas de continuo ejercicio de la crítica de arte, en épocas de espacios más dilatados y tiempos menos urgidos.

Apoyada por las Naciones Unidas y Amnistía Internacional, la exposición Instrumentos europeos de tortura y pena capital, desde la Edad Media hasta el siglo xix recorre numerosos países y próximamente visitará la ciudad de Buenos Aires. Es escalofriante. Muy pocas personas han sido capaces de tolerarla. Es un ejercicio de imaginación (muchas veces deslumbrante) al servicio del mal, en contra del ser humano y de la vida.

Las fantasías literarias de Jonathan Swift en el siglo xviii sobre Una modesta proposición destinada a evitar que los niños de Irlanda sean una carga para sus padres o el país…, y su proposición para solucionar el exceso de niños irlandeses de cocinarlos y comerlos, que, en la aparente monstruosidad del texto, era una invectiva contra la explotación real de la infancia en su país y donde la sátira feroz se convertía en una denuncia formidable en la escritura del autor de las aventuras de Gulliver. Un libro que adquiere una enorme actualidad en América Latina, Asia y África.

Otro inglés, Thomas de Quincey, en la primera mitad del siglo pasado, inventó historias de terror y violencia, recorridas por el humor y la visión crítica, en Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Pero la muestra Instrumentos europeos de tortura y pena capital tiene la insoportable consistencia de lo real, que muchos se resisten a ver, inclusive más allá del sentido utilitario de perversión. Porque es difícil sustraerse, al mismo tiempo, a la poderosa inventiva de esos anónimos artesanos que, debidamente instruidos por los poderosos de turno, pergeñaron objetos de una fascinación formal incontorneable, inevitable.

Mientras arquitectos y artistas construían la gran claridad de la Edad Media (catedrales y palacios, vitrales y pinturas murales, tapices y libros iluminados), las brujas, los herejes, los apóstatas, los judíos, los alquimistas, los homosexuales, desviados de la Santa Madre Iglesia, merecían la observación de los doctores eclesiásticos. Tenían toda una vida de oración y meditación para encontrar las más eficaces maneras de sangrar lentamente un cuerpo, cortar con pericia los miembros, despellejar con habilidad, quebrar huesos y retirar uñas de pies y manos. Pero no solo los padres de la Iglesia se entretenían en estos ejercicios anatómicos. Príncipes y militares, tiranos, y bandoleros, se convirtieron en expertos en utilizar esas terapias de choque. Las víctimas fueron una interminable lista de indeseables. Unas, para bien de sus pecados, quedaban apenas con algunos estigmas del dolor padecido para todo el resto de su existencia. Otras, en juicios públicos ejemplarizantes, eran torturados hasta la muerte. Desde el origen de la humanidad y hasta hoy, el hombre concibió métodos e instrumentos para torturar. El policiamiento social, vigilar y castigar a los díscolos, los diferentes, los violadores, los asesinos, los delincuentes, los que no aceptan las normas establecidas, los que no escuchan la voz del amo.

La Santa Inquisición fue creada con el objetivo de mantener el orden impuesto por las jerarquías gobernantes —monárquicas o religiosas— y ante el menor asomo (o denuncia anónima) de desvío terrenal o espiritual, se encargó de llevar hasta más allá de todos los límites las maneras de penalizar a los subversivos. El verdadero iniciador de los castigos inquisitoriales fue el papa Inocencio IV en el siglo xiii. Los dominicos dieron una ayudita. Se comenzó de a poco y no se paró jamás. Se montaron espectáculos al aire libre, en plazas y mercados, acompañados de desfiles, autos de fe, danzas donde eran quemados, serruchados, ahorcados y descuartizados los infieles. Como sucede en la televisión durante la transmisión de guerras y catástrofes, el espectador contempla con una mezcla de euforia, resistencia y temor que, en el acostumbramiento, produce un efecto anestesiante.

Esta exposición, aterradora y deslumbrante a la vez, pone en evidencia con claridad meridiana el lado oscuro del hombre. La guillotina, destinada a hacer cumplir las penas capitales, preside, en tamaño natural y a la entrada de cada espacio de exhibición, los objetos de tortura. Los gobiernos militares y despóticos debieron conocer muy bien estos antecedentes, adecuándolos a las tecnologías actuales, que dejan menos rastros materiales y evitan el espectáculo. Es precisamente lo que se propone la muestra que asombra al mundo: provocar la atracción y el rechazo, el conocimiento y la denuncia, la seducción y la repugnancia, la condena moral e intelectual de estos instrumentos de barbarie. Máscaras de hierro que aprietan lentamente hasta romper los huesos; sillas de interrogatorios revestidas con púas de hierro o la «dama de hierro», una enorme estructura que se abre como un armario y donde se encierra al supliciado; una rueda donde se estira el cuerpo amarrado y con pedazos de madera ubicados estratégicamente en ciertas partes, como los tobillos y los codos, parten las articulaciones.

Pero más asombrosa aún es la capacidad para el detalle y la tortura localizada para dedos, manos, narices, mamas y penes, utilizando pinzas y tenazas orientadas a castigar a mujeres adúlteras o que practicaron el aborto, hechos de brujería, hombres libidinosos, participantes en magia blanca erótica o actos heréticos. Y ahí está el garrote vil, que produce la muerte por asfixia y perforación del cerebro, utilizado por Franco en pleno siglo xx, los gulags comunistas, los campos de concentración nazis, el apartheid africano, entre otras aberraciones modernas. Esta antología de la insensatez, presentada con extremo rigor histórico y un montaje escenográfico, es necesaria y oportuna, porque todavía siguen actuando los torturadores, son reivindicados o se pasean con impunidad, mientras los torturados muestran sus marcas muy visibles y la comunidad reclama por los desaparecidos. Muchos artistas contemporáneos, entre ellos el estadounidense Bruce Nauman, han utilizado relatos escalofriantes de víctimas de los regímenes autoritarios y así, el Triángulo sudamericano, basado en el libro de Jacobo Timerman, es una evocación minimalista de una oprobiosa realidad vivida.

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