“Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. Entonces, qué grato resulta arrebatar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene vello sobre el labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer como si se le pasara suavemente la mano por la frente, llevando hacia atrás sus hermosos cabellos. Inmediatamente después, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, pero evitando que muera, pues si muriera no contaríamos más adelante con el aspecto de sus miserias.”
El anterior seguramente sea uno de los fragmentos más conocidos de Los cantos de Maldoror, escritos por Isidore Ducasse y publicados bajo el seudónimo de Conde de Lautréamont. El pasaje citado forma parte del primero de los seis cantos que fueron publicados en Francia en 1869. Allí se detecta un hedonismo sádico, una experiencia de placer emanada del sufrimiento ejercido hacia otros humanos. Afirma Luis Gregorich que Los cantos se constituyen en “un encarnizado elogio del mal y de la irracionalidad, en el que se hace muestra de un soberano desprecio y asco hacia la raza humana, cuya pretendida degradación el protagonista quiere superar con una vuelta a la animalidad o, mejor, con un situarse más allá de la razón” y agrega que hay una “contundente crítica a la moral burguesa y un ataque blasfemo a la supuesta omnipotencia de la ciencia”.
La propuesta, escandalosa para la época, debió esperar décadas para ser valorada. Los primeros acercamientos a la obra de Ducasse-Lautréamont fueron intentos, de parte de médicos y psiquiatras, de desentrañar la “enfermedad” que estaría detrás del autor. Fueron los surrealistas quienes eligieron a Lautréamont como uno de sus referentes, justamente artistas que emergían a comienzos del siglo XX para cuestionar el orden burgués y la dictadura de la “razón”. No es extraño que la figura “negra” del surrealismo, Antonin Artaud, haya pasado por un enjuiciamiento similar al de Ducasse (más grave, ya que padeció manicomios y electroshocks). Quizá podamos extender a Ducasse la defensa que el mismo Gregorich hace de Artaud: “la locura no es sino una intensificación o un desfallecimiento del estado ‘normal’ y este último cada vez se identifica más con el conformismo burgués y se muestra incapaz de aprehender las experiencias espirituales más profundas”.
Sustancialidad del mal
Lautréamont o su última carta es el nombre del espectáculo de Angélica González con actuación de Julio Persa que va los fines de semana en Tractatus. Y el planteo escénico justamente parece ser un debate entre Ducasse-Lautréamont, presentado como una unidad en tenso equilibrio, y un “investigador del pensamiento” que le envía cartas e intenta entender los móviles detrás de su obra. La razón positiva debate con el esteta del mal, y en esa interacción epistolar el espectador accede a algunas situaciones biográficas de Ducasse y a algunas interpretaciones que González y Persa realizan de esa biografía. El novedoso planteo de la obra necesita entonces proponer posibles respuestas de Ducasse a esta intención de la razón de encasillarlo en algún marco patológico que explique su “inmoralidad”. En ese juego aparecen posibles respuestas que evidentemente son anacrónicas, como la defensa casi feminista que Ducasse hace del recuerdo de su madre. Pero más allá de las respuestas que aparecen en la obra, que surgen de la reflexión escénica de los creadores, es interesante la apuesta porque permite al espectador imaginarse ese debate entre un creador “maldito” y la racionalidad que pretende juzgarlo.
Ducasse nació en Montevideo en 1846, en un momento en que la capital de nuestro país permanecía sitiada en el marco de la Guerra Grande. Hijo de un diplomático francés, Isidore pasó los primeros años de su vida en nuestra ciudad, y marchó a Francia a los 14 años de edad. Poco sabemos de su vida más allá de estos datos, recogidos con detalles en el espectáculo. Un aspecto interesante de la parábola vital de Ducasse es que muere en Paris cuando a ciudad también se encontraba sitiada, en este caso por cañones prusianos. La obra toma el dato y ubica al protagonista en su buhardilla brumosa con estruendo de bombas haciendo de cortina sonora al debate entre Ducasse y su antagonista epistolar. La guerra como fondo parece un argumento en favor de Lautréamont y Maldoror respecto a la “razón” como guía efectiva hacia el “progreso”.
Setenta años después de la muerte de Ducasse el nazismo estableció, con gran racionalidad, una cadena de “fábricas” de exterminio en que el mal se ejercía sin pasión alguna, como mero trámite burocrático. Hanna Arendt acuñó la expresión “banalidad del mal” a esa forma en que se organizó el exterminio en la Alemania Nazi. Y ante esos sucesos el debate entre la razón y el mal, tal como lo plantean Persa y González, cobra nuevas dimensiones. El “mal” al que le canta Lautréamont, un mal que aparece como una sublimación de impulsos que rechazan el absolutismo de la razón, puede ser una forma de combatir el otro mal, el que se ejerce burocráticamente y sin pasión, el mal del orden social que aniquila sin necesidad, solo porque hay que hacerlo.
Muchas son las razones para recomendar este espectáculo, pero la que más nos interesa destacar aquí es la capacidad de rescatar a Lautréamont para generar otras lecturas sobre el rol de la razón “clasificando” y “organizando” la experiencia, sea ética o estética.
Lautréamont o su última carta. Dramaturgia y dirección: Angélica González. Actor: Julio Persa.
Funciones: sábados 21:00, domingos 20:00. Centro Cultural Tractatus (Ituzaingó 1583).
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