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La carroña de un gobierno alienado y predador Por Hugo Acevedo

La carroña de un gobierno alienado y predador  Por Hugo Acevedo
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Al presidente de la República Luis Lacalle Pou se le soltó la cadena durante su visita al departamento de Artigas, agraviando –sin filtro- no sólo a la oposición frenteamplista, sino también a la comunidad científica que critica el deficiente manejo de la pandemia de su gobierno.

Exhibiendo la soberbia que le caracteriza, el primer mandatario acusó a quienes cuestionan su gestión de “caranchear”, con referencias a las muertes evitables.

Naturalmente, Lacalle Pou comparó, a quienes disienten con su visión acotada de la realidad, con caranchos, una conocida ave de rapiña que habita en estos lares.

Lo que parece ignorar el presidente, que de zoología y de etología animal sabe poco es nada, es que el carancho no sólo se alimenta de carroña. En efecto, este alado predador es también reconocido como un controlador de plagas en las áreas urbanas, ya que uno de sus manjares predilectos son las ratas, sin que ello deba interpretarse como una alusión.

Fiel a su conocida bipolaridad emocional y a sus caprichos de reyezuelo malcriado, Lacalle Pou se proclama como un gobernante dialogador, aunque sólo dialoga consigo mismo, porque no escucha ni le hace caso a nadie.

Al ser consultado sobre las muertes provocadas por la pandemia en un escenario complejo en el cual se requiere reducir más la movilidad, respondió que prefería hablar de “casos evitables”, afirmando que había un nivel de debate en el que “el presidente de no debe ingresar”.

Al respecto, añadió: “soy presidente de todos los uruguayos, aún de los uruguayos que se dedican a ‘caranchear”, sin mencionar explícitamente a quienes iba dirigida esa invectiva.

La primera conclusión es que le falta valentía para personalizar esos agravios. Empero, igualmente se sabe y se siente impune para actuar y para denostar a quien quiera a su antojo.

Por supuesto, si alguien perpetrara un improperio verbal similar contra su persona, podría ser acusado penalmente de agraviar la investidura presidencial.

Lacalle Pou descendió hasta un nivel de zócalo, coadyuvando, como si se tratara de un mero usuario de las tóxicas redes sociales, a profundizar la cada vez más acentuada grieta existente entre el oficialismo y todos quienes disienten con las decisiones gubernamentales.

Su grueso lenguaje de tono radicalmente confrontativo, que naturalmente originó airadas reacciones en los sectores que se sintieron aludidos, tampoco se condice con el espíritu de sana convivencia democrática que dice profesar.

Cuando la derecha que ahora conduce los destinos del país era oposición, atacaba permanentemente a los gobiernos del Frente Amplio, con denuncias, interpelaciones y vituperaciones, algunas de ellas totalmente fuera de tono.

Incluso, ahora, que detentan el poder luego de quince años, está auditando todas las unidades ejecutoras del Estado y algunos de los informes han sido remitidos la Justicia, para establecer eventuales responsabilidades penales de los jerarcas salientes.

¿Qué hubiera sucedido si la izquierda incendiaba la pradera durante la demoledora crisis del 2002 provocada por el gobierno de coalición blanqui-colorado? Si no se hubiera actuado con ponderación, el país se transformaba en un auténtico polvorín.

¿Qué hubiera sucedido si el Frente Amplio al asumir el gobierno en 2005, lanzaba una caza de brujas destinada a castigar a quienes perpetraron toda suerte de desaguisados que condujeron al peor desastre económico y social de nuestra historia reciente? Nada pasó, por la madurez de la fuerza política.

Por supuesto, el FA se dedicó a gobernar y a reconstruir lo que los blancos y colorados dejaron literalmente en ruinas, sin apelar al pretexto oportunista de la herencia maldita, como sí hace este gobierno para justificar un presupuesto de salvajes recortes en áreas estratégicas del Estado.

La exacerbada reacción de Lacalle Pou es típica de alguien que no acepta críticas porque se cree infalible, desconociendo que los cuestionamientos son la esencia misma del juego democrático.

En su limbo –que está a años luz de la realidad cotidiana de la inmensa mayoría de la población- todas las decisiones del gobierno serían correctas y no habría margen para el disenso o la discrepancia, como si Uruguay fuera gobernado por una autocracia.

Sus expresiones son consecuentes, por ejemplo, con las de la inefable senadora nacionalista Graciela Bianchi, quien afirmó que el “90% de los integrantes del Gach son frenteamplistas”.

El único recurso de la derecha para justificar su irresponsabilidad por no adoptar medidas tendientes a contener el imparable avance de la pandemia, es demonizar el disenso y contraatacar, con el propósito de desactivar el argumento del adversario.

Evidentemente, padecen una compulsiva manía de persecución, que lo induce a reaccionar destempladamente cada vez que alguien osa cuestionar alguna decisión, como si fueran perfectos.

Por lo visto, los integrantes de este engendro multicolor padecen una de las peores patologías que en un gobernante siempre deviene tóxica: la soberbia.

Esa conducta alienada se traduce en una exacerbación permanente, que arremete contra una oposición demasiado civilizada, un movimiento sindical maduro y moderado y la actitud prudente pero firme de científicos que asesoran pero no se callan verdades que realmente rompen los ojos.

Contrariamente a lo que anunciaron durante la campaña electoral y reiteran cotidianamente, no se están haciendo cargo de atender adecuadamente la emergencia sanitaria, económica y social.

Si no quieren caranchos que dejen de sembrar carroña.

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