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La censura emotivista: el miedo a pensar. por Miguel Pastorino

La censura emotivista: el miedo a pensar. por Miguel Pastorino
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Cada vez más percibimos como en las redes sociales, o incluso fuera de ellas, se nos exige estar en algún lado de los extremos sobre cualquier tema o problema, y desde allí se deduce todo nuestro pensamiento y se juzga nuestra altura moral y nuestra inteligencia. La pregunta permanente es: ¿Estás a favor o en contra? No importa de qué se trate la cuestión, no se comprende que alguien pueda pensar con complejidad y libertad, que no todo es blanco o negro, buenos y malos. Y lo cierto es que esos reduccionismos simplistas le hacen mucho mal a la sociedad, a la cultura democrática y a la convivencia. Pero sobre todo le hace mal a todo ser humano que quiera pensar mejor, con mayor profundidad y rigor, a todo el que quiera entender a los demás y salir de la cómoda burbuja de la autoconfirmación permanente.
No importa cual sea el tema, si uno calla, no opina o dice que no tiene una posición clara, los demás ya creerán saber qué es lo que piensas y por qué no te atreves a decirlo. Todos creen ya saber qué piensas y por qué lo piensas.

FALTA DE LIBERTAD PARA PENSAR

Una de las tendencias más preocupantes de recortes de la libertad de pensamiento es la censura social en nombre de la tolerancia, donde en realidad no se censura la agresión o la violencia, sino simplemente las ideas que no gustan, las que incomodan, las que no se quieren escuchar en la pureza incontaminada de la propia burbuja. Se tiende a recortar la posibilidad de expresar ideas disonantes con la sinfonía de turno, tratando de convencer a quien se ha censurado de que sus ideas “no construyen”, o son “ofensivas”. Cuando simplemente son perspectivas distintas sobre el relato hegemónico en determinados temas.
Cualquier opinión es necesariamente ubicada dentro de una etiqueta ideológica por comodidad intelectual. Se fuerza a elegir determinadas posturas y a ubicarse dentro de un bloque de pensamiento y a no salirse de allí, porque sería pasarse a otro bloque opuesto. Se vuelve tan emocional la adhesión a las ideas, que muchos se sienten obligados a pensar igual que sus amigos y defender en bloque -por pertenencia- cosas con las que interiormente pueda discrepar. Y si discrepan, tendrán temor a expresarlo.
Incluso les atribuyen a las personas ideas o creencias que no tienen, simplemente porque si le gustan las milanesas entonces está en contra de los veganos, o si es vegano seguro odia a los que comen carne. O si es católico seguro quiere imponer su moral al mundo entero, o si es ateo seguro quiere destruir la religión. Caricaturas absurdas, pero reiteradas por pereza mental. Muchos suelen quedar descolocados cuando en una misma persona conviven ideas, creencias y valores que no pueden ubicar en el mismo mapa mental en el que ubican a amigos y enemigos.
Y si a alguien se le ocurre revisar sus ideas, ser autocrítico, corregirse, en lugar de valorarle su honradez intelectual y la inteligencia para matizar y cambiar, o cuestionar a su propio grupo de pertenencia, pasa a ser un enemigo público o alguien que deja de ser “creíble”. Cuando alguien no se deja atrapar en respuestas simplistas, se lo desprestigia por supuesta debilidad de “no jugarse” por determinados bloques monolíticos de pensamiento. A muchos políticos les ha pasado, que, por su honestidad para aceptar bondades en un partido adversario, o razones contrarias a los suyos, le han defenestrado públicamente los propios, por no tolerar matices o autocríticas. Incluso su silencio sobre determinados temas, porque ese día no usó twitter o estaba de vacaciones, le puede valer una condena social. ¿Por qué no dijo nada? ¿Y ahora habla de esto otro? Y las interpretaciones de intenciones e ideas pueden tornarse interminables y muy seguras de conocer realmente la mente de los otros. Es más, no importa cuanto aclares algo, no interesa, solo confirmar la propia opinión.

INTOLERANTE POR HIPERSENSIBILIDAD

Por otra parte, las discusiones se vuelven tan emotivas, que las personas confunden la discrepancia de ideas con enemistad o agresión. El nivel de las discusiones se vuelve una batalla sentimental donde pensar distinto es herir la “subjetividad” del otro. Y cuando quieren discutir, en lugar de presentar contraargumentos o razones, atacan a las personas tratándolas sin respeto, solo para manifestar discrepancia, pero una discrepancia vacía de ideas y llena de enojo.
El emotivismo predominante en cualquier discusión hace que las razones y argumentos sean sofocados y silenciados por el torbellino de sentimientos que eluden la confrontación crítica. La censura disfrazada de tolerancia impone que de ciertos temas no se puede discutir, debido a que alguien podría sentirse ofendido. Y no porque le ataquen personalmente, sino porque la idea expresada le molesta, le pone incómodo.
No son pocos los que intentan ocultar su propia incapacidad para tolerar discrepancias, caricaturizando a los que piensan distinto o estigmatizándolos con una etiqueta de “intolerante” o “fanático”, cuando en realidad el otro solo quiere presentar sus argumentos y entrar en debate. Así se evitan la incomodidad de tener que argumentar racionalmente. Al estigmatizar al otro, lo dejo fuera del debate y puedo imponer una visión única e incuestionable.
Pero lo cierto es que se puede admirar a personas con las que estamos en desacuerdo, sabiendo distinguir los diferentes aspectos de su vida y pensamiento. Podemos aprender de ellos, aunque no estemos en todo de acuerdo con sus ideas o con su estilo de vida. Cuando se cae en la tentación fundamentalista de cualquier signo ideológico o religioso, parecería que no se puede aceptar nada que venga de alguien con quien se discrepa en algo.
La libertad para pensar requiere el coraje de no dejarse atrapar por etiquetas, bloques de pensamiento o discusiones emocionales. Tener amigos que piensan distinto nos ayuda a pensar, a revisar nuestras ideas, a crecer, a expandir nuestro horizonte y a saber convivir con la diferencia.
A propósito de estos asuntos me pareció muy iluminadora una reciente columna de Arturo Pérez-Reverte, que comparto a continuación.

¡YA OFENDE HASTA EL SILENCIO!
El periodista y escritor español, a quien leo con gusto desde hace tiempo y disfruto tanto de su ironía, como de su implacable y certera crítica a problemas de las sociedades contemporáneas, publicó el pasado 12 de octubre una breve columna titulada “Ya ofende hasta el silencio”. Y como no podría decirlo mejor, ni quiero citarlo recortándolo injustificadamente, ni me atrevo a parafrasearlo, voy a permitirme compartir completa y textualmente su columna, que espero nos ayude a reaccionar a tiempo y a construir mejores diálogos en la saludable y necesaria diferencia de ideas.
“Permítanme, y me disculpo de antemano, que hoy sea grosero para ser más elocuente: estoy hasta los cojones. Hasta más arriba de la línea de Plimsoll, quiero decir, de tanta insistencia y tanta murga. No es ya que, desde hace tiempo, sobre todo a través de las redes sociales, la peña pida tu opinión sobre esto o aquello: eso es legítimo, y también a mí me interesa la opinión de mucha gente, sobre todo si es cualificada, e incluso —a veces más interesante aún— de la que no lo es. Pero una cosa es dar tu opinión sobre algo, y otra plegarse a la contumaz exigencia de todo cristo.
Defínase, te aprietan. Mójese en esto o lo otro, diga qué piensa de Fulano o Mengano, de la guerra de Ucrania o de la de Vietnam, de Sánchez, de Abascal, de Feijóo, de Yolanda Díaz, de Putin, de Trump o de la madre que los parió. Diga públicamente dónde se sitúa respecto a todo eso, o a lo que sea, para que yo, nosotros, quienes seamos, en grupo o a solas, podamos aplaudir, si coincide con nosotros, e insultar, si discrepa. Ofendernos como Dios manda.
Todo es una permanente y perversa trampa saducea: si elogias, se ofenderán quienes detestan; si criticas, se ofenderán quienes defienden. Y si elogias y criticas al mismo tiempo lo que estimas positivo y negativo de algo o alguien, se les funden los plomos a todos. No estar dogmáticamente alineado en uno u otro bando, sea el que sea, resulta inconcebible para unos y otros. Ajenos a la fértil incertidumbre de la inteligencia, sólo existen para ellos el blanco y el negro, nunca el matiz, el razonamiento, el debate, la compleja gama de grises: misógino, masón, rojo de mierda, fascista, vendepatrias, dinos quién te paga. Da igual la biografía, los libros, las opiniones —acertadas o no— fruto de una vida o un pensamiento. Lo que buscan es una frase, incluso fuera de contexto, que puedan aislar y explotar a favor de ellos mismos, de su mezquino, chato y fanático mundo.
Pero es que ya no sólo ocurre cuando opinas, sino cuando callas. Ahora también te insultan por tener la boca cerrada, como si abrirla fuese obligación ineludible de cualquiera que tenga voz pública. Son capaces de interpretar hasta lo que no dices. ¿Cómo no ha dicho usted, o no has dicho —el tuteo envalentona más— nada sobre el incendio forestal de Canarias, o de la violencia en México, o de la desaparición de la foca monje en las Chafarinas, o del festival de Eurovisión? Porque si callas, deducen los muy estúpidos, es que piensas esto o aquello.
¿A qué se debe tu silencio culpable sobre el más reciente crimen machista, las lluvias torrenciales de septiembre o la última película de Almodóvar?, inquieren con retintín. ¿Crees que vas a escapar de sumarte al caso Rubiales —ese grosero gañán, sin duda— con decir que te niegas a participar en linchamientos colectivos, que todo roza ya el disparate y que, además, el baloncesto te importa un carajo?
Las redes sociales, el paisaje de hoy, están en manos de innumerables cretinos, cuando no malvados –unos pueden convertirse en otros con facilidad– que no desean escuchar opiniones sino confirmación de sus amores y odios personales. No quieren debate, ni pensamiento; no buscan convencer, sino acusar. Anhelan sentirse parte de un grupo y enemigos de otro, en un mundo que ha sustituido humanismo por humanitarismo y razón por sentimientos. Para qué voy a pensar, si es más cómodo sentir. Tal es la ideología asquerosamente emocional de este siglo: un estúpido simplismo de buenos y malos, necesitado de claras líneas divisorias que hagan sentirse confortable a uno u otro lado, según cada cual. Y más si se trata de España, siempre enferma de su propia Historia, donde gracias a una clase política infame —elegida por los ciudadanos a quienes representa— y a cierto periodismo parásito que vive de ella, todo es más visceral, más enconado, más abyecto. Donde te exigen ser de los suyos, sean los que sean, o verte exterminado sin dejar rastro. Ahorcado, si es posible, con tus propias palabras.
No se dan cuenta, es lo terrible. No advierten, esos limitados e irresponsables analfabetos, a dónde conducen tan turbios caminos. Como no han leído historia, ni visto nada fuera de la pantalla del teléfono móvil —y ni siquiera en él—, ignoran que todo ocurrió antes. Imposibilitados para mirar con lucidez el mundo en que viven y escupen, son suicidas gozosos, incapaces de ver cómo acaba eso. De advertir a qué áspero campo de batalla sentencian a sus hijos y nietos. Pero, bueno. Es lo que hay, y lo que va a haber. A ustedes y a ellos tocará vivirlo y sufrirlo. Yo cumplo 72 este año y me bajo en la próxima —quizá por eso lo veo tan sombrío, no sé—. En cualquier caso, déjenme administrar mis silencios o mis palabras como crea conveniente. Como dije alguna vez, considérenme un inglés en Marruecos.

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