Las ciudades han sido el locus de las pestes. Hoy la pandemia global del coronavirus nos golpea como un ataque brutal, no previsto ni siquiera imaginado. Pensamos poco en los paralelos entre la situación actual y las de la peste bubónica en Florencia en el SXIV que describe Bocaccio y, saltando muchas, la fiebre amarilla en Montevideo. Las grandes pestes hicieron presa de ciudades desde hace mucho tiempo.
La naturaleza creó vida y ésta se adaptó para mejor vivir en los ecosistemas en los que se desarrollaba. Así hay plantas y animales adaptados a los trópicos, a los hielos, a la altura, a los mares. En una de esas cadenas de vida surgió el homo sapiens y ocupó progresivamente la mayor parte de la superficie del planeta, marchando a pie y aprendiendo a consumir los alimentos disponibles en los sitios que iba ocupando. Ha sido una especie omnívora y capaz de adecuarse a los distintos climas y ecosistemas. La densidad de población fue siempre muy baja, función de los alimentos que la naturaleza producía. Si la población aumentaba se escindía el grupo y parte de sus miembros partían hacia nuevos horizontes.
La especie humana no se adaptó físicamente más que en algunos aspectos como el color de la piel, el tipo de cabello o en su capacidad de marcha. Sus individuos crearon el vestido y la vivienda para generar condiciones artificiales de confort, adecuadas a sus condiciones de supervivencia. Pudo así vivir en la inmensa mayoría de los ecosistemas del planeta.
En un paso siguiente, las civilizaciones adaptaron el entorno, artificializándolo, para satisfacer sus necesidades Para asegurarse la provisión de alimentos, seleccionó las plantas y animales más adecuados y se encargó de su reproducción artificial, a escala tal que le asegurara el flujo continuo e ininterrumpido de comida. Esa garantía alimentaria habilitó el crecimiento demográfico de la especie mucho más allá de lo que le hubiera permitido la recolección original de comida producida por la naturaleza. Se desarrollaron técnicas específicas para llevar a cabo la producción desconcentradamente en cada ámbito.
Por milenios primó la dispersión del género humano en la superficie del planeta y la autonomía de cada grupo para la provisión de alimentos en todos los climas y ecosistemas. Se desarrollaron técnicas específicas para llevarla a cabo en cada ámbito, en función de los condicionamientos ambientales.
La manera dispersa de instalarse en el territorio se modificó progresivamente, dando lugar a sitios en los que la humanidad pudo vivir concentrada: las ciudades. Son lugares de densidad de población mucho mayor y donde no se producen alimentos, sino que tienen que ser traídos, desde el entorno inmediato inicialmente y desde áreas lejanas a posteriori. No se puede tampoco disponer de deshechos: deben ser alejados.
En el mundo de las ciudades, el comercio pasó a ser una actividad imprescindible. La mejora de las condiciones de movilidad, permitió el intercambio regional de mercaderías, compensado las carencias locales.
En la época recolectora, el suelo era un bien libre, como lo son hoy los mares y océanos o el aire. Cualquiera puede hacer uso de los bienes libres o de sus productos. A efectos de producir alimentos se subdividió y apropió el suelo. Consiguientemente se crearon, estructuras jerárquicas de poder, que dieron lugar a jerarquías sociales. Aparecieron gobernantes y gobernados, administradores, comerciantes propietarios y otros trabajadores especializados. La apropiación del suelo generó también la necesidad de defender la posesión: entre las especificidades creadas estuvo la condición militar.
El proceso de concentración de la población en altísimas densidades en las ciudades llega a máximos nunca antes alcanzados en nuestros días. La humanidad ha creado mega urbes con más de 40 millones de habitantes, concentrados en áreas relativamente pequeñas. Las ciudades son ambientes totalmente artificiales, en las que lo necesario para la vida (salvo el aire) debe ser llevado desde cerca y desde lejos, en un planeta globalmente vinculado.
No hay espacio para producir alimento y se generan deshechos: el agua y el aire se contaminan, el suelo desaparece bajo capas de pavimento, se elimina la vegetación natural y se construyen nuevas montañas de basura material. Los contactos entre personas son múltiples y se acentúan en determinadas actividades como el uso de transportes colectivos locales e internacionales, espectáculos públicos, lugares de enseñanza y de trabajo. También son múltiples los contactos con zonas lejanas del planeta, vía el movimiento de personas y de mercaderías.
Si bien las ciudades ofrecen un alto nivel de calidad de vida, otorgadas por la posibilidad de goce de todas los productos de la inteligencia de la especie, son espacios altamente vulnerables, en los que la misma vida resulta estar en situación de riesgo ante todo tipo de ataques: son blancos efectivos en las guerras, el lugar por excelencia de expansión de una pandemia y donde todo tipo de desastres es sufrido por mucha gente.
Hoy atribuimos la rapidísima expansión del coronavirus a su alta capacidad de contagio, sin razonar acerca de cuanto depende éste de los procesos de concentración urbana. Tenemos conciencia de la concentración contemporánea de la riqueza, pero no solemos reflexionar – y menos gestionar – los riesgos de la sumatoria de la artificializaciòn del ambiente, de la concentración de las personas y de la interdependencia planetaria.
De nosotros depende que el frenazo que vivimos sea una oportunidad para comprender que no todo crecimiento es sano y generar nuevas formas de relacionamiento eficaz del hombre con el mundo que ha ocupado.
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