Hannah Arendt (1906-1975) fue una destacada filósofa y teórica política alemana de origen judío, cuya obra explora temas fundamentales sobre la naturaleza del poder, la libertad y la ética. Tras exiliarse en Estados Unidos debido a la persecución nazi, desarrolló un influyente cuerpo de trabajo que abarca desde el análisis de los regímenes totalitarios hasta la reflexión sobre la condición humana. Entre sus obras más relevantes se encuentran “Los orígenes del totalitarismo” (1951), un análisis exhaustivo del totalitarismo en el siglo XX; “La condición humana” (1958), donde explora las dimensiones del trabajo, la obra y la acción en la vida política; y “Eichmann en Jerusalén” (1963).
Arendt, al analizar los crímenes de Adolf Eichmann durante los juicios de Jerusalén, acuñó el término “la banalidad del mal” para describir cómo la maldad puede surgir de personas comunes cuando actúan sin un marco ético personal. En el contexto de nuestra discusión a propósito de la corrupción, la banalidad del mal es un concepto clave en el sentido de que aquellos que participan en actos corruptos a menudo lo hacen sin cuestionar los valores o principios que sus actos violan. Para Arendt, el problema radica en el vaciamiento de principios éticos y la obediencia a normas o autoridades sin sentido crítico. La corrupción, en muchos casos, no se percibe como un acto abiertamente inmoral, sino como parte de la rutina burocrática o un mal necesario. Las personas justifican sus actos corruptos por motivos pragmáticos, una situación que en la interpretación del pensamiento de Arendt, podría verse como la normalización del mal debido a una falta de reflexión ética.
En “La crisis de la república” (1972), Arendt examina los efectos corrosivos del poder ilimitado y la manipulación de la verdad. En este contexto, la corrupción florece en sistemas donde el poder no se somete a ninguna clase de límites, y donde la verdad puede ser manipulada para beneficio personal o grupal. En sociedades democráticas, la corrupción socava la confianza en las instituciones y daña la percepción de legitimidad, factores que, para Arendt, son la base de una república funcional. Este deterioro institucional crea las condiciones para la llegada de formas de gobierno autoritarias o totalitarias. Arendt argumentaba que, cuando las instituciones democráticas se debilitan y la corrupción se convierte en el modus operandi, la sociedad queda vulnerable a líderes carismáticos que prometen un regreso a la “decencia” y al “orden” mientras destruyen los principios democráticos fundamentales.
Arendt también desarrolló una importante teoría de la verdad política, dedicando una profunda reflexión a la naturaleza de la verdad en el ámbito político, con una teoría en la que la veracidad además de ser un valor ético, es también un pilar esencial de la vida pública y de la democracia. En este marco, la verdad en la política se encuentra siempre en una posición frágil y vulnerable, ya que los gobernantes pueden manipularla para conservar o extender su poder. Este riesgo se magnifica en los sistemas corruptos, donde la distinción entre lo verdadero y lo falso se diluye, y la mentira se convierte en una herramienta legítima para el éxito individual y la protección de intereses privados. Por lo tanto, la mentira no solo implica distorsionar un hecho específico, sino que se convierte en una práctica normalizada, de uso cotidiano. La manipulación de la realidad y la falsificación de hechos no solo protegen a quienes detentan el poder, sino que también sirven para modelar una narrativa en la que las instituciones, y hasta la sociedad misma, operan bajo una “realidad alternativa”. En una sociedad que tolera o incluso premia este uso de la mentira, las personas se ven tentadas a adoptar la misma estrategia: quienes desean ascender, proteger sus intereses o simplemente “jugar el juego”, encuentran en la mentira un medio eficaz y aceptado socialmente.
La autora considera esta “corrupción de la verdad” particularmente dañina porque socava el marco mismo que hace posible la política como actividad genuinamente pública y orientada al bien común. La corrupción en el lenguaje y en la verdad es tan peligrosa como la corrupción en el ámbito político, ya que se refuerzan mutuamente: una sociedad que ya no puede confiar en la veracidad de la palabra pública tiende a volverse cínica y desconfiada, lo que debilita su compromiso con la política y abre la puerta a abusos de poder cada vez mayores. A medida que la mentira se hace omnipresente, la verdad se vuelve inservible en la esfera pública, y la política se convierte en un juego de estrategias y manipulaciones, vaciándola de sentido ético.
La corrupción destruye lo que Arendt considera “el mundo común”, es decir, el espacio de confianza mutua y acción conjunta donde los individuos pueden debatir y actuar en libertad. Una sociedad corrupta elimina esta esfera compartida y la reemplaza por el individualismo y la desconfianza. La corrupción, por lo tanto, distorsiona la estructura política y rompe los lazos sociales y empuja a los ciudadanos al aislamiento y la apatía, disminuyendo su participación en la vida pública.
A modo de reflexión final, podríamos sentenciar que en nuestra era, marcada por escándalos de corrupción, abuso de poder y manipulación mediática, el análisis de Arendt es sumamente relevante. Entender la corrupción como una “banalización” de la ética y la verdad, así como un atentado contra el mundo común, nos invita a considerar cómo cada acto corrupto debilita los cimientos de la sociedad. ¿Será, en medio de la crisis actual, que el camino arendtiano hacia una sociedad menos corrupta pase por revitalizar los principios éticos y la transparencia en nuestras instituciones, poner límites al poder y asumir la responsabilidad colectiva de defender la verdad?
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