La creación por Hoenir Sarthou
Empiezo por pedirles disculpas, por dos cosas.
La primera es que hoy no tengo ganas de hablar de proyectos políticos globales, ni de chusmeríos políticos locales, ni de pandemias, ni de guerras. Ustedes ya saben lo que pienso. Ténganlo por dicho una vez más.
La segunda es que voy a ser muy inmodesto.
Porque yo presencié, bueno, casi presencié, o fui testigo, de la creación de la vida.
Ante todo, rectifico un error: no insumió siete dias, sino unos diez u once meses.
La cosa es así. Tuve por muchos años una casa de playa, alejada de Montevideo, que, como muchas casas de playa, permanecía cerrada la mayor parte del año.
La casa no tenía propiamente fondo, sino un pequeño patio enladrillado, cerrado por los cuatro costados por paredes y muros de ladrillo. Una especie de celda de unos quince metros cuadrados, más ancha que profunda, sólo que a cielo abierto.
Cuando compré la casa, a fines de un verano, estaba recién construída y el patio estaba escrupulosamente limpio, con los ladrillos del piso a la vista, las juntas de color gris-portland y los muros blancos de cal. La usamos durante unos días y nos fuimos para Montevideo.
Casi un año después, al volver para las vacaciones de enero, encontramos al patio convertido en una jungla, con yuyos y plantas que llegaban a la cintura, hormigueros, arañas con sus respectivas telas, lombrices, bichos de humedad y hasta sapos que se colaban a la casa por debajo de la puerta y dejaban recuerdos negros y alargados en todas las habitaciones.
Ese año limpié el patio más o menos. Arranqué los yuyos a tirones, deshice las telas de araña y los hormigueros, removí la tierra reciente que cubría los ladrillos y lo dejé relativamente transitable. Confieso que no le presté mucha atención ni puse mucho esfuerzo.
El verano siguiente, el patio parecía un pedazo de la selva amazónica. Casi no se podía caminar por él y parecía que, en cualquier momento, aparecería una boa constrictor entre los yuyales.
Como soy más bien vago para esas cosas, volví a hacer la operación “lavado de cara”. Arranqué y barrí lo más grueso. Revisé los desagües y la cámara de agua para eliminar bichos. Ese año empezaron las protestas familiares. “No se puede vivir así, es una mugre, se cae la ropa lavada y se encucia toda, hay que enjuagar cada vaso por los sapos, pensá en los chiquilines, en cualquier momento nos entra una víbora por abajo de la puerta…”.
Resistí heroicamente ese verano. Pero el siguiente volví decidido a la batalla. Conseguí una azada, pala y escobillón, insecticida y un producto para matar los yuyos. Trabajé a conciencia. Y entonces ocurrió el milagro.
¿Se imaginan a un ángel exterminador destruyendo minuciosamente la obra del Creador?
Bueno, así me sentí. Porque, desahaciéndolo, percibí el entramado prodigioso de esa vida que se reproducía a sí misma brotando de ladrillos cocidos, por sobre muros cerrados de varios metros de altura.
El milagro empezaba en las paredes, en los desagües y en la cámara de agua. En los muros, se ve que, aprovechando la humedad de la lluvia, crecía musgo, y en los desagües y la cámara unos filamentos pálidos que salían por las juntas de las tapas y, al llegar al aire libre, se volvían verdes y más voluminosos. No sé cómo, supe que esas formas precarias de vida morían y generaban tierra, en la que crecía vegetación más grande y compleja. De las hormigas, fácil es suponer que vivían bajo la casa y formaban hormigueros en el patio, entre los ladrillos, cuando todo estaba deshabitado. También puedo suponer que las arañas treparan por los muros o llegaran por el aire, arrastradas por el viento. Pero, ¿y las lombrices, los sapos y los bichos de humedad? Les aseguro que ya no creo del todo en Lavoisier. Sospecho que en esa casa existía la generación espontánea.
Con admiración por el prodigio, y con profundo remordimiento –hablo muy en serio-, destruí y fumigué toda la vida vegetal y animal nacida en ese Edén cerrado y enladrillado de escasos quince metros cuadrados. Para mis adentros, me dije que lo hacía por única vez. Que mi exterminio, insecticidio y sellado de juntas era tan total que no volvería a crecer vida sobre los dichosos ladrillos.
¿Adivinan el final de la historia?
Si, claro. El verano siguiente llegamos a la casa de madrugada. Estacioné el auto, me bajé yo solo para abrir, entré por el frente, prendí la luz y fui derecho a la puerta del fondo. La abrí y vi lo que imaginan. Yuyos que me llegaban hasta las rodillas se mecían suavemente en el aire de la noche. Sin necesidad de revisar, adiviné que debajo estaban las hormigas, las arañas, las lombrices, los bichos de humedad y los sapos. Sabiendo lo que me esperaba, cerré la puerta y pensé: “Mañana será otro día”.
Se preguntarán por qué cuento esta historia hoy. Bueno, yo tampoco lo sé. Pero hace meses o años que me ronda la cabeza.
Quizá me la haya inspirado cierta gente que anda queriendo reducir, controlar y reordenar la vida en el mundo.
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