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La cultura de la cancelación por Miguel Pastorino

La cultura de la cancelación  por Miguel Pastorino
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El término Woke, en Estados Unidos y recientemente en Europa y América Latina ha dejado de ser un elogio de quienes se mantienen “despiertos” (alerta) ante las injusticias y la discriminación, para pasar a convertirse en un estigma o una etiqueta para descalificar a quienes se manifiestan de modo fanático e intolerante en defensa de sus políticas identitarias o pretenden silenciar la disidencia o el debate que cuestione sus ideas. Siendo realidades distintas y complejas se mete en una misma bolsa las políticas de identidad, el tribalismo, la cultura de la cancelación y el feminismo, como si se tratara de un mismo fenómeno. Si bien es imposible en un artículo desarrollar la complejidad de estas cuestiones, me limitaré a algunas clarificaciones que considero relevantes en los tiempos que corren.

Stay Woke
“Woke” es una conjugación del inglés del verbo “To wake” (despertar, estar alerta). Su primer uso data de 1938: “stay woke” (“mantente despierto”), en una canción. Nacerá con el tiempo un movimiento reivindicativo dentro de la comunidad afroamericana para crear conciencia de las injusticias cometidas en torno a la segregación por el color de la piel y para exaltar las obras y logros de la comunidad. En la década de 1960, fue creciendo en medio de la violencia y la lucha por los derechos civiles. Pero será recién en 2013 donde “stay woke” se convertirá en la etiqueta o eslogan del movimiento Black Lives Matter, luego de la muerte de Trayvon Martin en Florida y como denuncia de la violencia policial contra personas afroamericanas en Estados Unidos y en 2020 cobra una gran fuerza con la muerte de George Floyd a manos de un policía en Minneapolis, y #staywoke se volvió viral. En poco tiempo, otras minorías discriminadas se fueron uniendo al movimiento, cuya prueba más clara fue el #MeToo que puso en alerta y concretó denuncias de acoso y abuso sexual hacia mujeres, especialmente dentro de la industria del cine.
Pero lo que comenzó siendo un movimiento reivindicativo loable, se fue convirtiendo en otra cosa, hasta el punto de que muchos autores se refieren a lo Woke de forma peyorativa como sinónimo de intolerancia y censura fanática que polariza las sociedades: “o estás conmigo, o contra mí”, donde parece que no hay lugar para la complejidad, para los grises, sino que todos son o buenos o malos, amigos o enemigos. Las redes sociales y el efecto burbuja que crean los algoritmos parece haber amplificado la distorsión de las alertas y las diferentes formas de “cancelación” o “linchamientos” en redes.
Sectores conservadores en Estados Unidos comenzaron una guerra cultural contra lo “woke” despojándolo de su sentido original y acusándolos de que se creen moralmente superiores al resto de la sociedad y especialmente de sus métodos coercitivos para silenciar cualquier disenso. Muchos autores se manifiestan preocupados por el daño que hace la llamada “cultura de la cancelación” a la libertad de expresión, ya que es una especie de boicot social a través de las redes sociales, donde se “escracha” a las personas con las que se discrepa o que no se tolera porque se les tipifica como “discursos de odio” u “ofensivos”. Sin embargo, para quienes comenzaron con estas iniciativas en las redes lo consideraban una forma de protesta no violenta y de empoderamiento de víctimas marginadas en la sociedad que no tenían voz para denunciar las injusticias cometidas contra ellos.

La autocensura en las Universidades
Paralelamente comenzó a verse la creciente tendencia a reescribir cuentos y despojar de películas cualquier aspecto o contenido que pudiera ser ofensivo para cualquier minoría, o que pareciera consolidar prejuicios.
En 2015 el abogado Greg Lukianoff y el psicólogo Jonathan Haidt, publicaron un artículo en The Atlantic con el título: “The Coddling of the American Mind”, donde sostenían que “ muchos padres, maestros de primaria y secundaria, profesores y administradores de universidades habían enseñado inconscientemente a una generación de estudiantes a desarrollar hábitos mentales comúnmente presentes en personas que padecen ansiedad y depresión”. Decían que “los estudiantes estaban empezando a reaccionar con temor e ira a las palabras, los libros y los oradores invitados porque se les había enseñado a exagerar el peligro, a emplear el pensamiento dicotómico (o binario), a magnificar sus primeras reacciones emocionales y a desarrollar una serie de otras distorsiones cognitivas… En algunas escuelas parecía estar surgiendo una cultura de autocensura defensiva, en parte como respuesta a los estudiantes que se apresuraban a acusar públicamente o a avergonzar a los demás por cuestiones menores que ellos consideraban insensibles”.
Los autores sostenían que estas conductas hacían muy dificil a todos los estudiantes mantener debates abiertos donde pudieran practicar habilidades de pensamiento crítico y la discrepancia civilizada.
Lukianoff y Haidt entienden que hay tres grandes falsedades en las que se ha educado:
1. La falsedad de la fragilidad: que hay que evitar todo lo que cueste, ya que nos debilita y por ello hay que crear espacios seguros emocionalmente. Esto ha ido acompañado también de la patologización de cualquier sentimiento de tristeza, incomodidad o estrés por situaciones de exigencia.
2. La falsedad emotivista o de razonamiento emocional: “Confía siempre en tus sentimientos”. Como si lo que uno siente, es ya aceptado como verdad sobre lo que los otros son o piensan. El sentimiento se impone sobre la racionalidad y la evidencia.
3. La falsa idea de estar en una batalla “Nosotros contra ellos”: la vida percibida como una batalla entre los buenos (nosotros) y los malos (los otros).
En 2020, varios intelectuales y artistas norteamericanos, entre los que se incluían Steven Pinker, Margaret Atwood y Noam Chomsky, presentaron una carta abierta sobre el clima de censura que se vivía en las instituciones del país. En la misma afirmaron:
«El libre intercambio de información e ideas, elemento vital de una sociedad liberal, se restringe cada día más. Si bien ya esperábamos esto de la derecha radical, la censura también se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia hacia puntos de vista opuestos, una moda por la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una certidumbre moral cegadora… La manera de derrotar las malas ideas es exponiéndolas, argumentando y persuadiendo, no tratando de silenciarlas o deseando que desaparezcan ».
Izquierda no es woke
Desde el lado progresista han llegado las críticas también, con el reciente libro de la filósofa norteamericana Susan Neiman: “Izquierda no es woke” (2024), en el que describe cómo muchos grupos políticos progresistas abandonaron principios humanistas universales en defensa de los derechos humanos y las críticas a la pobreza estructural o a injusticias sociales, por abrazar reclamos identitarios que terminan siendo tribales y que erosionan los fundamentos de nuestra civilización.
En una reciente entrevista expresó: “Mucha gente que conozco, en mi generación y la de mis hijos, se opone mucho a estas tendencias woke. Pero tienen miedo de criticarlo porque piensan que los van a marginar y meter en el saco de la gente de derechas. Y este malestar es algo de lo que yo quería ocuparme. Hay mucha confusión. Por eso también escribí el libro, para diferenciar entre la izquierda y lo woke”.
En la introducción de su libro hace mención al atentado terrorista de Hamás del 7 de octubre y cómo la ceguera ideológica tribal no permite pensar en clave de derechos humanos universales:
“Para los woke poscoloniales Israel se ha situado durante mucho tiempo en el Norte Global, mientras que Palestina pertenece al Sur Global. La insensatez de esta geografía de mala fe se puso de manifiesto cuando muchos de los woke celebraron la brutal masacre de Hamás de más de mil doscientos ciudadanos israelíes como “resistencia a la ocupación” o incluso “justicia poética”. No era justicia; muchos de los supuestos ocupantes llevaban años trabajando por la paz de forma directa y útil, llevando a sus vecinos de Gaza a recibir atención médica, por ejemplo. Otros llevaban meses. Pero ni la rectitud ni la inocencia marcaron la diferencia. Las víctimas pertenecían a la tribu equivocada y eso bastaba para condenarlas. ¿Hace falta añadir que bombardear a miles de niños que pertenecen a otra tribu no es menos crimen de guerra? En el mal en el pensamiento moderno sostuve que dividir los males en mayores y menores, y tratar de sopesarlos, no solo es inútil, sino probablemente obsceno. Los males no deben cuantificarse, pero pueden distinguirse…”.
En una larga lista de ejemplos, la filósofa muestra la relevancia de recuperar una mirada que priorice lo universal, lo que une, la igual dignidad de todo ser humano, por encima de los particularismos tribales.

Odio a nuestra propia cultura
Algunas voces desde la filosofía advierten que se ha descontextualizado o estigmatizado este movimiento, pero reconocen que se ha desvirtuado en excesos que se usan para generalizar y desautorizar las reivindicaciones que no deberían olvidarse. El filósofo español José Antonio Marina escribe que “avivar la conciencia” es siempre un buen propósito, como es preocuparse por las víctimas y reivindicar su derecho a ser reconocidas, a no ser olvidadas, a ser indemnizadas. Sin embargo, advierte como una reivindicación legítima en lo woke, se ha convertido en una ideología irracional que sintetiza odios, deseos, “resentimientos y esperanzas dispersas”. Lo woke “une hoy las reivindicaciones de las víctimas con el interés por los temas identitarios, las ideas posmodernas sobre el poder y la verdad y el resentimiento como poderosa motivación del humillado.
Otros advierten como estas nuevas tendencias tienen en común una suerte de “auto-odio”, de crítica demoledora como si todos los males del mundo fueran producto de la cultura occidental, y una romantización de todo lo que no pertenezca a nuestra cultura. Un occidente cuestionado a sí mismo y avergonzado de su propia leyenda negra, autodemonizándose y autodemoliéndose culturalmente. Se despliegan así nuevas “policías del pensamiento” que inhiben el debate y la proliferación de diversidad de ideas.

¿De qué lado estás?
Un problema cada vez más recurrente es que en todas partes se quiere ubicar a la gente en algún lugar de la polarización, o se le obliga a que se pronuncie para poder ubicarla. Y si no lo hace, se interpreta por qué estaría ocultando su pertenencia a un extremo o al otro. Hay poco espacio para la reflexión crítica, para tender puentes, para el diálogo honesto y la atención a los argumentos. Una de las tendencias más preocupantes de recortes de la libertad de pensamiento es la censura social en nombre de la tolerancia, donde en realidad no se censura la agresión o la violencia, sino simplemente las ideas que no gustan, las que incomodan, las que no se quieren escuchar en la pureza incontaminada de la propia burbuja. Se tiende a recortar la posibilidad de expresar ideas disonantes con la sinfonía de turno, tratando de convencer a quien se ha censurado de que sus ideas “no construyen”, o son “ofensivas”.
El emotivismo predominante en cualquier discusión hace que las razones y argumentos sean sofocados y silenciados por el torbellino de sentimientos que eluden la confrontación crítica. La censura disfrazada de tolerancia impone que de ciertos temas no se puede discutir, debido a que alguien podría sentirse ofendido. Y no porque le ataquen personalmente, sino porque la idea expresada le molesta, le pone incómodo.
No son pocos los que intentan ocultar su propia incapacidad para tolerar discrepancias, caricaturizando a los que piensan distinto o estigmatizándolos con una etiqueta de “intolerante” o “fanático”, cuando en realidad el otro solo quiere presentar sus argumentos y entrar en debate. Así se evitan la incomodidad de tener que argumentar racionalmente. Al estigmatizar al otro, lo dejo fuera del debate y puedo imponer una visión única e incuestionable.

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