La edad de oro del matriarcado
Y, tenía que pasar.
Finalmente llegó el mal venido día en que mis neuronas perdieron cierta sincronización y yo no pude alcanzar mi habitual, elevado, elegante y sorprendentemente acertado nivel de resplandor intelectual.
Hay algo acerca de lo que me declaro incapaz de entender y, por tanto, lector, recurro a sus solidarios servicios a ver si me ayuda a salir de esta inesperada oscuridad.
Mire que es no cosa de haraganería. Intenté todo: releí a Lao Tsé (y me dormí como un bendito), a Bertrand Russell, incurrí en el pecado mortal de intentar hacer lo mismo con trastabillados textos de Mercedes Vigil y de Paulo Coelho, tomé una infusión de mate cocido con ruda –como hacía Edmundo Rivero, ya viejito, para seguir cantando “Sur” en “El viejo almacén-, mastiqué pastillas de “Mentoplus”, hice meditación tántrica babeante con el Pacha Sánchez y Mirandita, me confesé con Sturla y hasta prometí no reclamarle más achuras de fin de año a Alfredo García.
Nada surtió efecto.
¿Qué me pasa, preguntará usted, amigo, como es lógico?
No entiendo cuál fue el fin de la impresionante movilización de mujeres del jueves pasado –mujeres venerables, mujeres inteligentes, mujeres no tan inteligentes, mujeres jóvenes, de mediana edad, sencillamente viejas, lindas, feas, altas, petisas, mujeres con una suerte de tapabocas (supongo que habría circulado la versión de que masculinos muy repudiables tirarían gases lacrimógenos), mujeres con los senos al aire sin niños que amamantar, al menos a la vista, mujeres elegantes, mujeres pintarrajeadas, en fin, mujeres del tipo que se le ocurra imaginar. Quizás no estaban todas porque algunas habrán perdido el 121 o un rápido interdepartamental, pero eran un montón.
Alguien me dijo que reclamaban igualdad de derechos.
Pero… ¿estamos todos locos?
¡Si vivimos la edad de oro del matriarcado! ¿O el único que advierte la realidad vengo a ser yo?
¿Acaso alguien ha osado intentar escamotearles el poder, la primacía, la potestad de determinar hacia dónde debe ir la sociedad? ¿Acaso alguien puede decirles, carente de autorización, un piropo? ¿Acaso mirarlas y que en esa mirada pueda siquiera sospecharse una pizca de lascivia, aunque sea imaginaria?
¡No, no! Después usted, lector, me explicará. Pero primero déjeme expresar el porqué de esta irritada reacción mía: es que hace tiempo me considero un súbdito obediente de ese matriarcado. ¡Yo me declaro a la orden del matriarcado¡
¿Subió la fiebre habitual de mi imaginación?
No, no. A ver, a ver. Nada mejor que los ejemplos reconocibles. ¿Quién tiene la última palabra en la casona del Prado que habita el pastor masón que funge nada menos que como Presidente de la República? María Auxiliadora.
¿Quién le marca el paso, le cuenta los vasos de vino y las botellas de cerveza que consume y le pone límites gastronómicos y verbales y políticos al gaucho verseador? Lucía.
¿Quién le corrige por las noches, susurrándole todas las macanas que durante el día dice el soberbio canoso amarillento sobre el déficit fiscal, la inversión extranjera, la inflación y el desempleo? Claudia.
¿Quién tiene agarrados por el cogote, asegurando un espacio privilegiado en las internas del partido político de Saravia, al Cuzquito y al Guapo, hasta hace poco los machos alfa de la cuadra? Verónica.
¿Quién le está organizando una complicadísima operación de marketing al obeso presidente del Banco Central como (hasta hace poco disparatado) aspirante a una candidatura presidencial en el Frente Amplio? Blanquita.
¿Quiénes son capaces, por su sola presencia y con discursos de talante drástico, de cortar de raíz cualquier maniobra deshilachada del machismo agonizante? Constanza, María Julia, Lilián, Mónica y la multiempleada Glenda.
¿Quién es capaz de tener más de una vida, y resucitar reluciente, fresca como lechuga, del deceso administrativo en un organismo público donde se produjo el mayor amontonamiento de acomodos familiares, designaciones irregulares y sumarios variopintos? Susanita.
¿Quién maneja entes autónomos, iniciativas de inversión y proyectos faraónicos de los que está lleno el país, como Ancap, Antel, la desmedidamente criticada regasificadora y la suerte de pirámide egipcia que se levantará donde antes había un modesto, más bien pobretón Cilindro Municipal? Carolina, la emperatriz.
¿A quién contrataría usted, ciudadano, como abogado que defienda, a dentelladas si es necesario, sino a una profesional que haya sorteado indemne la falsificación de firmas y otras sospechas infames? Michelle (bueno, en este caso quizá haya que hacer un simposio para la definición de género).
Entonces, querido y paciente lector… ¿por qué carajo reclaman lo que ya tienen sin necesidad de tetas aireadas, explosión de bombas de pinturas sobre las fachadas de los templos, griterío guerrero y tatuajes indescifrables?
Le pido, le ruego, amigo, que llame al semanario, consiga mi mail y –si usted también necesita reflexionar, hágalo sin pudor nomás, pero lo más rápido que pueda- me explica la situación.
Ahora que lo pienso… ¿usted también se siente súbdito del matriarcado, no?
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