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La enseñanza como política por Hoenir Sarthou

La enseñanza como política por Hoenir Sarthou
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Hace cincuenta años, la educadora uruguaya Reina Reyes publicó un libro que tuvo por título, precisamente, ese: ¿Para qué futuro educamos?
El medio siglo transcurrido ha cambiado las respuestas posibles, pero no ha alterado la vigencia e importancia radical de la pregunta. Porque nadie puede negar que la educación que imparta una sociedad determina el futuro de esa misma sociedad.
Eso apareja una consecuencia rotunda: no hay tema más absolutamente político que la educación. Por lo tanto, no es algo que ataña exclusivamente a los niños, a sus padres y a los educadores, sino que todos estamos involucrados en ella, nos guste o no, y, por acción o por omisión, todos somos responsables de lo que se haga en materia educativa.
La semana pasada publiqué un artículo en el que sostuve que los textos relativos a la «Transformación educativa», que publicó el CODICEN, son un verdadero fraude, con finalidad publicitaria, en el sentido de que por su contenido, extensión, estilo y carácter «preliminar», hacen imposible que cualquier uruguayo no especializado perciba los criterios rectores de la pretendida transformación educativa, y menos aun las formas prácticas de llevarlos a cabo.
También sostuve que eso no es por error ni por casualidad.
Partamos de algo que suele omitirse. Desde un punto de vista estrictamente antropológico, la educación es el mecanismo por el que una sociedad se reproduce a sí misma, transmitiendo a las nuevas generaciones los saberes y valores que considera vitales. Es algo básico y sencillo de entender. Una sociedad de cazadores, para subsistir como tal, está obligada a enseñar a sus niños a cazar, así como una de agricultores está obligada a enseñarles a cultivar. Eso apareja también la enseñanza de las virtudes morales inherentes a esas formas de vida. Virtudes que, supongo, serán el coraje y la paciencia entre los cazadores, y la laboriosidad metódica entre los agricultores.
Quizá precisamente por eso, la educación presenta una tentación irresistible para mucha gente. La de redefinir las prácticas y los valores sociales, pero no en la lucha política entre adultos, sino en la transmisión que de esas prácticas y valores se hace en la escuela. Es una apuesta a largo plazo. Si logra suficiente incidencia en la enseñanza, cualquier postura ideológica, por minoritaria que sea, puede determinar cambios sociales a través de su influencia sobre la percepción del mundo y los valores de las nuevas generaciones.
No hablo de una actitud intrínsecamente negativa. Nuestra historia registra muy fuertes ejemplos de uso de la enseñanza para ese fin.
Quizá el más claro y exitoso sea el del mismísimo José Pedro Varela, que propuso, se propuso y logró, hacer cumplir a la enseñanza un papel determinante en la transformación del Uruguay caudillesco de las guerras civiles en una república democrática. Ello requería la formación de la materia prima de las repúblicas: ciudadanos. Es decir futuros adultos que se consideraran iguales entre sí y que tuvieran una matriz educativa común, primero gratuita y obligatoria, luego también laica (como quería Varela) y mixta, tratando en igualdad de condiciones a niños y niñas.
Las circunstancias políticas favorecieron al proyecto de Varela. Primero, a fines del Siglo XIX, el dictador militar Lorenzo Latorre lo designó Inspector de Instrucción Pública y respaldó su reforma, hecho que nos habla de la falta de consenso político de la reforma vareliana. Pero luego, a principios del Siglo XX, cuando ya la reforma había formado alguna generación de ciudadanos, el batllismo de «Don Pepe» encontró en la escuela pública vareliana una excelente matriz para su proyecto de país, politicamente estatista, socialmente inclusivo y económicamente distribuidor. De modo que un modelo de enseñanza minoritario, que había nacido a impulsos dictatoriales, recibió luego el viento de un proyecto político democrático y se consolidó como el más exitoso, hegemónico y duradero que haya tenido la República.
Pese a su hegemonía, la escuela vareliana no careció de críticos. Más allá de la oposición religiosa, autores como Carlos Vaz Ferreira, Pedro Figari, Jesús Aldo Sosa (Jesualdo), Julio Castro, Clemente Estable, y la propia Reina Reyes, entre otros, en distintas épocas y con diversos fundamentos teóricos (Pierce, Dewey, Piaget, Freire, etc.), señalaron la despreocupación del modelo vareliano, tanto ante la individualidad personal de los niños como ante la realidad social, económica y laboral. Sin embargo, el modelo oficial se las arregló para seguir hegemónico hasta bien entrada la segunda mitad del Siglo XIX.
Terminado el auge económico exportador de la Segunda Guerra Mundial, el modelo económico empezó a hacer agua y ello habilitó a un intento de transformación educativa. En el marco de la Guerra Fría, en los años 60´ y 70´ del Siglo pasado, posturas políticas inspiradas en las revoluciones soviética y cubana, a menudo fundadas teóricamente en corrientes pedagógicas de corte revolucionario, como la «Pedagogía del oprimido», del brasileño Paulo Freire, intentaron asignar a la enseñanza una actitud de compromiso con la realidad social y política, despertando agitación estudiantil y fuertes reacciones del sistema político.
En el Uruguay, como en Argentina y en Chile, tales intentos fueron abortados por las dictaduras militares, tras las cuales el escenario educativo estaba ya bajo el influjo visible de un nuevo paradigma.
El nuevo paradigma, que en el Uruguay empieza a hacerse público en los años 80´ – 90´ del Siglo pasado, es el de la vinculación del mundo educativo con el mercado, que encubre mal la idea de que la educación debe tener como cometido la preparación de la mano de obra necesaria para las grandes corporaciones económicas.
Vinculado ideológicamente al neoliberalismo económico rampante en esos años, el modelo educativo de la educación para el mercado todavía aflora a cada rato en los discursos políticos, como el de José Mujica.
No obstante, hay razones para entender que ese modelo de sumisión de la educación al mercado está experimentando cambios. Quizá porque el mercado de trabajo ya no es lo que era.
En el rumbo de la robotización y la inteligencia artificial, en el que están hoy las grandes corporaciones, la formación para el trabajo no calificado es casi un sinsentido. La idea de grandes masas de gente aprendiendo a leer, escribir, las cuatro operaciones matemáticas básicas y tibios rudimentos humanísticos y de educación cívica carece de lógica para el mercado. Por lo que la enseñanza pública universal, como la concibió Varela y como subsiste en nuestro imaginario, no cuenta con el interés del mercado.
Eso puede explicar lo que experimentamos desde hace décadas: el decaecimiento de la educación pública (y de mucha de la privada) y el cada vez peor nivel de conocimientos de los chiquilines, que se acentúa con cada nueva reforma educativa, ante la completa pasividad o complicidad del sistema político y una insuficiente reacción de las organizacione sindicales docentes.
¿Hay alguna alternativa?
Creo que sí . A condición de redefinir los objetivos de la educación a la luz de la realidad y de nuestros intereses como país y como habitantes del país.
Veo una disyuntiva muy clara. Educar para ser paria, o educar para ser ciudadano, capaz de entender y defenderse del suicidio social que significa dejar que el mercado siga determinando las políticas educativas.
En otras palabras, dar a la educación una función cívica que ha perdido casi por completo.
¿Cómo?
Es algo sobre lo que me propongo compartir algunas ideas en un próximo artículo.

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