Ernesto Díaz nació en la ciudad de Artigas en 1973. A principios de los 90 se vino a vivir a Montevideo, detrás del llamado de ciertas músicas y artistas que lo alimentaban, cargando una mochila cultural que a “los del sur”, como dice él, nos resulta tan lejana como inaccesible. Hago canciones desde el año 1992, aunque hice alguna antes, intentaba. Las hago para mí o para homenajear gente que me parece homenajeable en una canción. Su universo sonoro es muy reconocible y definido: es del norte fronterizo. Pero más allá de etiquetas la música para Ernesto es el más inmediato de los artificios necesarios para comunicar. La musicalidad es inherente a las personas, desde siempre, por esa razón se genera la confusión y se dice que «la música es el lenguaje universal”, y justamente lo que me interesa es que no lo es. La musicalidad es una aptitud particular, y cada persona es la música de todas sus culturas atravesadas. Se crio en un hogar lleno de sonidos. Su madre cantaba y bailaba mientras hacía las tareas hogareñas y su padre es un melómano que le educó la oreja la música siempre tenía materialidad y movimiento. Es el propio tiempo pasando, pienso eso. Mi abuelo José me regaló un cuerno cortado con el que yo hacía música, la guampa, la música no era digital ni fría, lo comercial era Erasmo Carlos, era Roberto Carlos, era Rita Lee, era Ângela RoRo, era Bárbara y Dick. Ernesto tiene muy claro el papel que tiene el artista en un país culturizado y globalizado como el nuestro y donde los referentes y los paradigmas son cada vez más enajenantes. Es un tema político que pareciera que no se tuviera el ánimo de abordar el lugar más importante para la música, a mi entender, es este recodo, este puerto expandido con patio de estancias. Sólo aquí pudo darse que alguien le hiciese una canción a un arroyo, como «Al Yaguarí» del Yoni de Mello, si nos ponemos criollos, o «Andenes» de Estela Magnone si nos ponemos más cosmopolitas, o «Reto Sano» de Alessandro Podestá, o «Visitas» de Rubén Olivera, o «La Naranjera» de Leo Maslíah. Acaba de editar un magnífico segundo disco, “Calengo”, que no suena a pieza actual, es casi una rémora, un anacronismo bahiano. Una ensoñación tropical. Porque en lo que hace Ernesto resuena lo atemporal, cargado de gestos ancestrales, milenarios, y que poco tienen que ver con lo mainstream o con las nuevas tendencias, toda persona que busca su camino al margen del mercado y trata de trabajar su «qué decir» con honestidad artística es muy importante.
En el disco hay mucho del Veloso de “Cinema Trascendental” y del Gil de “Realce”, casi como un retorno a aquella tímbrica y “espiritualidad bailable”. Pero no se trata de una copia. Es asimilación, intertextualidad. Y hay otros elementos, como ámbitos que remiten al terreiro, a la cultura orishá. La música de Ernesto es eminentemente política; pero no de “partidos”. Ser simpatizante de una bandera partidaria significa poco si detrás no existe una reflexión, una toma de conciencia, la cultura no puede esperar ni lo hará, los estados acompañan campañas electorales y muchas veces confunden cultura con industria editorial, es más complejo que eso. La clase artística que dependa de las campañas electorales o de los gobiernos, o de gobernantes que generalmente saben de gestión pero nada de cultura, está frita. “Calengo” se editó en 2023 por el nuevo sello “Aceituna Brava” y contó con arreglos y producción general de Guilherme de Alencar Pinto y Fernando Ulivi. Son once canciones anudadas, algunas de diferentes tiempos compositivos, pero que encajan armoniosamente. La voz de Ernesto planea, suena con dulce melancolía (escuchar la desnuda belleza de “Peitanita). Los arreglos son excelentes, sobresaliendo, más allá de la región de percusiones (Ernesto, Álvaro Salas y Antonio de la Peña) el área de vientos (Pablo Somma, Johannes Stenger, Emiliano Pereira y Mauricio Sepúlveda) que le da el tono exacto a las canciones más rítmicas. El punto alto –si lo hubiere en un álbum tan parejo- es la sensible e íntima “Las dos abuelas”, donde los arreglos llegan a su clímax. Una canción de una belleza inesperada también creo que la gente que cultiva un folclore vivo, dialogando con el presente, y la poesía de la cuerda de tambores de Candombe, la conversa, que me maravilla, se desborda por los umbrales de la percepción y es la poesía sin palabras. Aracy de Almeida y Clementina de Jesús me dejan fuera de la música, vuelvo a disfrutar sin tener que hacerla, es una forma de inspiración, como Mateo o Maslíah. Una cosa que resalta en el discurso de Ernesto Díaz es su extraña capacidad para incluir en su universo de artistas a los que admira o comparte conceptos, a otros colegas no tan conocidos o nombrados. Habla de la musicalidad de una Sara Genta y al mismo tiempo cita a Jorge Ben. O nombra a otro artiguense, Antonio de la Peña (su amigo y aparcero) o al lacazino Fernando Cortizo, pero en el mismo carril donde aparece Mateo o Leo Maslíah. Es que no hay fronteras para este músico de frontera. “Calengo” puede tener coincidencias en varias lenguas, incluso en alguna es un nombre, pero en la frontera, en mi memoria, es algo «escaleno», enclenque, «changüeco», es, en otras palabras, una cita homenaje, al nombre del álbum de Fredy Pérez, «Me gusta lo desparejo», que también es una cita a la memoria de las canciones a través de la «Milonga del 900».
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