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La judicialización de la política por Ruben Montedónico

La judicialización de la política por Ruben Montedónico
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Una táctica de guerra no convencional es aplicada con sistematicidad en América (aunque ahora sólo me referiré a tres países) y notorios sus efectos: la judicialización. En un trabajo publicado por Celag -de Camila Vollenweider y Silvina Romano- la definen como la combinación de “acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno (incluidos familiares cercanos), de forma tal que éste sea más vulnerable a las acusaciones sin prueba. El objetivo: lograr que pierda apoyo popular para que no disponga de capacidad de reacción”. Ayudan en este proceso algunos “niños cantores” (léase “arrepentidos”) que convalidan la existencia -verdadera o ficticia- de delitos.

Además de las acusaciones a dirigentes populares por supuesto involucramiento de éstos en casos de deshonestidad, se intenta instalar en la ciudadanía la idea de que los políticos son intrínsecamente corruptos y que extirpar los males que producen es posible si se criminalizan algunos de sus actos. Con Cristina Fernández se aplicó con la especie de haber ordenado la muerte de un fiscal -informante del gobierno estadunidense-, Alberto Nisman, y por su política cambiaria (bautizada “cepo cambiario”): ambos temas fueron destacados por la prensa y ocasionaron efectos electorales (2015).

Brasil -inmerso en la versión local de la siciliana Mani Pulite- llevó a la cárcel a destacados empresarios cuando las denuncias iniciaron en 2009, en el conocido caso LavaJato; como objetivo político fijaron el de la presidenta Dilma Rousseff y tras su deposición -mediante un “golpe blando” legislativo- siguieron en procura de “cazar” a Lula, acusándolo de recibir -por interpósita persona- el “beneficio” de un departamento, que nunca fue suyo y no ocupó. Pese a cumplir condena en prisión, Lula es el candidato (que desean descarrilar) con mayor intención de voto para el año entrante (31%), mientras los sectores oligárquicos no acuerdan quién será su candidato: el ultraderechista Jair Bolsonaro o el derechista Geraldo Alckmin.

Sostengo la intención de mostrar que la judicialización tienen dos vertientes: por un lado, apunta a desacreditar judicialmente a conductores populares y, junto con ello, acarrea la condena de parte de los programas gubernamentales, procurando que las acciones de gestoría del Estado aparezcan en la consideración de las personas como perjudiciales para el interés de la sociedad y que las autoridades que hacen parte de ellos obtienen dineros mediante enriquecimiento ilícito. Es así que se concierta una política de medios de comunicación propios de la derecha y el Poder Judicial -que no proviene de ninguna voluntad popular directa- actuando como institución al servicio de los primeros, sustituyendo y dando los resultados deslegitimadores que en el pasado se asignaban a las fuerzas armadas.

En el fondo, de lo que se trata es de cumplir con principios fundamentales dispuestos desde el capitalismo central que sostiene que los Estados son entes ineficientes en materia de dirección económico-social. La intervención de los estamentos judiciales nacionales se acentúa cuando el perfil político de los países muda y es dirigido por gobiernos progresistas, donde el Estado es determinante en cuestiones económico-sociales y lo público pasa a primeros planos. Con dichos cambios llegan los controles y se hacen más evidentes ciertos casos de corrupción -generalmente en número y cuantías menores al pasado, donde estaban ocultos o no eran investigados-, y la sobrevaloración de esos extremos (usado en las dos vertientes reseñadas) se arraigan como distractores en la consideración de la población, llegando a desplazar temas preeminentes como peripecias económicas, empleo, vivienda, salud, educación o seguridad.

Recurro aquí a Página 12 del domingo 12 de agosto que recuerda que en 30 meses Macri cumplió con más de un objetivo: con la judicialización de eventuales casos de corrupción (reales o no) se encubrieron o relativizaron la quita de retenciones a la exportación, la reducción del Impuesto a los Bienes Personales, sus intentos de flexibilización laboral, la eliminación de los controles a la circulación de capitales, los despidos de empleados públicos, el recorte al gasto social y a las obras oficiales, el dejar sin controles al mercado cambiario y los tarifazos de los servicios públicos. Además de la aplicación descarnada de políticas neoliberales, de pedirle prestado al FMI a cambio de que dirija la parte principal de la política económica del país, no sólo elude hablar de que no llegan los esperados inversores, que Argentina y sus trabajadores sufren la sangría de los capitalistas que sacan el dinero hacia el extranjero: se enmascara, para que queden en el olvido, los Panama Papers y que como integrante del corporativo familiar tiene depósitos de 50 empresas en paraísos fiscales.

En el caso de Uruguay, para citar un ejemplo, la Suprema Corte “acondicionó” el cumplimiento de penas de los violadores de derechos humanos, marginando la normatividad internacional a la que la República se obligó. La mafiosa omertà vigente en las fuerzas armadas sobre dichos delitos sigue estando amparada por las mayorías del pasado y del actual Poder Judicial. Muchos de los crímenes de la pasada dictadura -tortura, desaparición de personas, robo de bienes a las ví­ctimas, centros de detención secretos e inhumaciones clandestinas- siguen estando, mayormente, tan impunes hoy como hace más de 33 años. El espionaje de represores sobre personalidades públicas tras la reinstitucionalización de 1985 sigue sin ser judicialmente investigado. Debe admitirse, además, que no fueron pocos los poderes ejecutivos que se adhirieron -dictando medidas o guardando silencio- a que estas prácticas se aplicaran.

La conclusión desemboca en que la judicialización se endereza a burlar la democracia y la voluntad popular desde una concepción fundamentada en el neoliberalismo vigente o que se intenta reimplantar.

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