La consideración de la muerte es decisiva para interpretar la vida humana, porque ante la muerte de los otros, nos convertimos en interrogantes para nosotros mismos. La muerte puede considerarse como un simple hecho biológico o como un enigma vital que trasciende la pura materialidad. Podemos observar la muerte de otras personas, pero nadie tiene experiencia del propio morir.
En las sociedades occidentales la hospitalización ha dejado a los moribundos alejados de sus seres queridos y rodeados de aparatos. La pérdida cultural de la familiaridad con la muerte la ha vuelto cada vez más una realidad incómoda de la que no se sabe hablar ni cómo hacerle frente. Las personas hoy no cuentan con un horizonte de reflexión para prepararse para la muerte, porque la muerte no parece formar parte de la vida; se vive como si la muerte no existiera y cuando sucede ha de ser rápida y sin demasiada reflexión. A diferencia de otros tiempos o de otras culturas, ya no sabemos qué hacer frente a ella, seguimos sin saber cómo hablar de la muerte, como pensar en ella.
En el ámbito religioso o en mayor contacto con la naturaleza, en todas las culturas la muerte siempre ha sido vivida con mayor naturalidad con una perspectiva de esperanza y apertura a una vida que supera la muerte, o aceptada como parte de un ciclo natural, dentro de un relato que daba significado a la vida y a la muerte. Sin embargo, el drama del mundo contemporáneo es no saber qué hacer con la muerte, cómo esconderla, cómo evitarla. En una sociedad sin más horizonte que el éxito material, la muerte no tiene lugar ni sentido, por eso se la banaliza.
Breve historia de la muerte
El historiador francés Philippe Ariès sistematizó cinco formas de aproximarse a la muerte en la historia de la sensibilidad occidental, como si fueran cinco etapas.
La primera es la muerte domesticada: Hasta el siglo XIV la muerte se vivía sin miedo ni desesperación, porque era vivida con familiaridad y se la ritualizaba como destino colectivo de todos, según el historiador había una aceptación realista de la muerte. El moribundo aceptaba su destino y se hablaba y escribía sobre la muerte de modo más explícito y natural.
En una segunda mentalidad, que la ubica desde el siglo XV al XVIII, tiempo de descubrimiento de la individualidad, se mira la muerte como aquel acontecimiento que revela lo que “he hecho”, quien “he sido”. La muerte es la ocasión decisiva y suprema de decisión, de conversión, la ocasión de libertad suprema también para salvarse.
Una tercera mentalidad es a partir del siglo XVIII, manifiesta con claridad en el romanticismo, donde la muerte es el drama atroz porque implica la muerte del otro, del amado, del tu que desaparece. La muerte es exaltada y dramatizada, ritualizada con angustia y con ambiente trágico.
Una cuarta mentalidad es la muerte como acontecimiento solitario, donde el enfermo está pendiente de las medicinas que puedan curarlo, idolatrando la ciencia y poniendo en ella la esperanza de la curación y la prolongación de la vida. Coincide con el desarrollo de la ciencia en el siglo XIX y comienzos del siglo XX.
La quinta etapa es la muerte como tabú, la muerte como “innombrable”. Sabemos que somos mortales, pero en el fondo no lo creemos, no lo queremos ver, no queremos hablar de la muerte. Se considera de “mal gusto” hablar de la muerte propia o ajena. De aquí surge la mentalidad de no hablarle al enfermo del tema para no “hacerle sufrir”. Esta última mentalidad que predomina hoy, aunque no sea la única, es la que expulsa la muerte del horizonte existencial, se la esconde, incluso haciendo de los lugares vinculados a la muerte espacios artificiales.
El enigma y el misterio
La muerte aparece siempre en el horizonte de toda vida como el límite y la amenaza más radical. ¿No sería más sensato prepararse y pensar en ella? La muerte contradice los anhelos más profundos de la vida y asoma la angustia cuando pensamos en ella. La incertidumbre ante lo que nos puede traer el porvenir y no podamos evitarlo, hace que tratemos de evitar pensar en ello.
Gabriel Marcel escribe que lo que importa de verdad no es ni mi muerte, ni la suya, sino la muerte de los que amamos. Es decir, el problema, el único problema esencial es el conflicto entre el amor y la muerte. Y es que el sentido de la vida de las personas tiene que ver con lo que aman y siempre hay personas que hacen de nuestra vida una vida con sentido, por ello su desaparición física es una violencia radical contra el sentido de la existencia: “un problema, si es que hay uno, que me plantea la muerte del ser amado; y pretendo, contrariamente a lo que parecen haber pensado casi todos los filósofos, que este problema es más esencial y más trágico que el de mi muerte. Pues este puede en rigor ser, si no resuelto, al menos eliminado gracias a una cierta anestesia moral. Puedo esforzarme por considerar mi propia muerte como un reposo al cual aspiraré después de la ardua tarea de la vida. Pero esta anestesia pierde toda eficacia allí donde estoy en presencia de la muerte del otro, si este ha sido verdaderamente para mí un tú. Un lazo es intolerablemente roto; roto además sin serlo, pues en el desgarramiento mismo, y más aún que antes, yo sigo estando indisolublemente ligado al ser mismo que me falta. Lo que resulta intolerable es justamente esta contradicción” (Homo viator, pp. 311).
Martin Heidegger en Ser y Tiempo (1927) caracteriza al hombre como un ser-para-la-muerte, porque la muerte no es una realidad meramente extrínseca que sobreviene a una existencia ya realizada y establecida, sino que su carácter inevitable se manifiesta desde el comienzo en la realidad de cada existencia humana. Y es que determina toda la vida como un futuro posible que siempre se hace presente, siempre está delante, como realidad inevitable. La angustia ante la muerte es la angustia ante el ocaso de mi ser, ante la conciencia de que un día no seré más. Sin embargo, para muchos no hay síntomas de angustia existencial ante la muerte. El mismo filósofo entiende que una vida auténtica es aquella que hace frente a la muerte pensándola y asumiéndola, en cambio una vida inauténtica y superficial es aquella que vive sin la conciencia del límite, sin la conciencia de que vamos a morir, es una conciencia que huye hacia la mentalidad de la masa, hacia el trabajo o hacia la diversión, tratando a la muerte como un hecho superficial. Heidegger insiste en que hay que anticiparse a la muerte y comprender a la luz de ella, toda la existencia. Para Sartre en cambio la muerte manifiesta el carácter completamente absurdo de la existencia humana porque hace añicos cualquier proyecto. De hecho, algunos filósofos del siglo XX entienden que todo el esfuerzo cultural de la humanidad ha sido una forma de luchar contra la muerte, de perdurar más allá de existencias concretas.
La sociedad contemporánea, cerrada a la trascendencia y con poco espacio para las grandes preguntas por el sentido de la vida, trata de invisibilizar la muerte todo lo que pueda. A pesar de ser lo único seguro para lo que hay que prepararse, ocultamos todo lo que tenga que ver con ella. Cada vez menos las personas mueren en sus propias casas rodeadas de sus seres queridos, sino que más bien morimos en Sanatorios, Casas de Salud o en la calle y una vez que ha llegado la hora, hay que borrarla lo más pronto posible, con lo cual los velatorios se han reducido al mínimo. Cada vez menos se sabe decir algo en esos momentos o qué palabras emplear en un sepelio, porque se usan eufemismos para no decir nada: “estará en tu corazón”, “se fue y ahora hay que seguir viviendo” y frases sin contenido por el estilo. Ni siquiera la muerte de los otros se vuelve oportunidad para reflexionar sobre la propia. Cuánto más rápido termina el trámite, mejor, porque la vida sigue. ¿Dar vuelta la página?
Como hemos perdido casi por completo las prácticas tradicionales de cada cultura que daban estabilidad a la vida, resulta muy difícil prepararse para morir, porque no se le encuentra sentido, sino que se lo vive como una injusta violencia sobre la vida que desea seguir. Por eso lo mejor es para muchos no pensar en la muerte. Una forma de pasarla al olvido es la banalización de la muerte en números a través de los noticieros o en la ficción y el entretenimiento, donde nada nos obliga a pensar en serio en nuestra condición mortal. La muerte sigue allí, y es el horizonte radical ante el cual surge inevitablemente la pregunta por el sentido de la vida.
La muerte como pregunta
La muerte también puede ser una oportunidad para abrirnos a preguntas que nos hacen trascender una vida cerrada en la inmanencia. La muerte es el abismo de la nada que nos anuncia una realidad que nos trasciende y que se hunde en el misterio, para llenarnos de angustia o de esperanza. En todas las religiones, desde los orígenes de la humanidad, hay registros de creencias de una vida de ultratumba. Nadie sabe a ciencia cierta si hay vida después de la muerte. Para los ateos, agnósticos o para quienes tienen su fe y su esperanza puesta en un Dios que les da vida más allá de la muerte, sin lugar a duda la vida tiene un sentido distinto, pero tampoco eso significa un desprecio por esta vida, como muchos suponen, sino todo lo contrario, implica un compromiso radical por hacer que esta vida valga la pena. Porque no es absurda la vida, vale la pena llegar hasta el final con esperanza. A todos, la muerte nos iguala, la muerte no distingue, simplemente acontece.
A su vez el sufrimiento y la muerte han ido quedando atrapados al ámbito médico, reducidos a un hecho biológico, olvidando otras dimensiones de la existencia humana que dan sentido a la vida, al sufrimiento y a la muerte. A ciencia cierta no hay cosa más difícil que determinar científicamente la muerte, porque es una cuestión bastante difícil en el proceso del final de la vida. Cuando no existían los actuales recursos de respiración artificial y otros medios de cuidados intensivos, la interrupción de los latidos del corazón era el sinónimo de la muerte. Con el tiempo y el avance científico-técnico, los criterios neurológicos se volvieron decisivos en la determinación de la muerte, cada vez más precisos, pero aun así sigue siendo una cuestión discutida en el campo de la bioética. Se necesita volver a mirar la vida y la muerte con otra hondura, ensanchando el horizonte existencial, para poder ver más allá de hechos biológicos a los que no se reduce una vida biográfica y su entramado de historias, valores intangibles y relaciones tan únicas e irrepetibles como cada ser humano.
Las vivencias de la muerte
El filósofo español Xavier Zubiri, reflexionando sobre la muerte escribe que desde la niñez uno va aprendiendo que va a morir, pero no contamos con ello, porque no hay vivencia previa de la muerte: “A medida que la vida discurre, el hombre puede afrontar positivamente la muerte, contar con que va viniendo. Puede también olvidarla. Se aguarda pasivamente la hora de la muerte, pero sin preocuparse de ella”. En este sentido recuerda la tradición filosófica de meditar sobre la muerte: “Por mucho que el hombre piense en la muerte, tiene también que olvidarla; por mucho que la aguarde, cuenta también con que no venga. Cuando al ve venir, la aguarda con esa singular mezcla de miedo, repugnancia, aceptación, alegría, deseo y posiblemente entrega. Pero nada de esto nos aclara qué es morir real y físicamente” (Zubiri, Sobre el hombre, p. 669).
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