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La patria de todes

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Las comunicaciones acerca de la obra Nadie es la patria, escrita y dirigida por Gustavo Kreiman, nos llegaron acompañadas de algunas interrogantes que surgen del propio nombre de la obra. “Si nadie es la Patria – se preguntan en los comunicados de prensa-, ¿es que todos lo somos? ¿Qué nos iguala y qué nos diferencia? ¿Tenemos una identidad colectiva? Ser uruguayo, ¿es una razón de ser?”

El espectáculo, estrenado el pasado 10 de julio en el Teatro Victoria, se propone indagar en algunas características de la “identidad uruguaya”, si es que esta existe. Pero ya desde el título niega la posibilidad de hacer corresponder la categoría “Patria” con algún ejemplar singular de “uruguayo”. Y aquí aparece otra pregunta. ¿Existe la “Patria”? Antes de preguntarnos por el “ser uruguayo” podríamos preguntarnos por el Uruguay en sí.

Lejos estamos de estar ante interrogantes nuevas o “posmodernas”, en los años sesenta Alberto Methol Ferré publicaba el ensayo “El Uruguay como problema” y poco después el filósofo Mario Sambarino escribía “La cultura nacional como problema”. Y la verdad es que estamos ante interrogantes que continúan buscando respuestas. Así que lo primero interesante del espectáculo de Kreiman es introducirse en esa discusión aportando reflexiones ya no desde el ámbito ensayístico sino desde la práctica teatral. El Uruguay y la identidad uruguaya se problematizan desde el escenario.

No deja de ser paradójico que el 18 de julio, fecha en que se juró nuestra primera constitución en 1830, aparezca en el calendario apenas dos días después que se consumó el célebre maracanazo (16 de julio, pero de 1950). Porque si desde 1830 es seguro que podemos hablar de Uruguay como entidad nacional diferenciada, lo cierto es que el mito del Maracaná, el mito de la garra charrúa que se impone en las peores dificultades, es uno de los ejes centrales de la “identidad uruguaya”. Y Kreiman, que hace pocos años vive en nuestro país, da cuenta de ese mito desde el comienzo del espectáculo. Micaela Larrocca recibe al público vestida de celeste, y cuando habla del “uruguayo” hace referencia justamente a como es capaz de superar la propia insignificancia explicando, ante el desconocimiento foráneo, que el Uruguay: “Es un país chiquito en Sudamérica, entre Brasil y Argentina”.

El espectáculo comienza a contramano del título, ya que la actriz presenta al público un ejemplar singular de “uruguayo” que de alguna forma se corresponde con el típico representante de nuestra “patria”. Este uruguayo, encarnado por Iván Solarich, toma mate y en su vestuario predomina el color gris. El uruguayo es alguien “medido” para todo. Y el uruguayo toca el tambor. La ironía es la gran protagonista en esta presentación. El “uruguayo” típico es un hombre caucásico que apela a la garra charrúa y toca el tambor. Ya sabemos que apelar a lo charrúa como rasgo identitario es una ironía amarga, ya que la charrúa fue una etnia que se intentó exterminar con el nacimiento mismo del Uruguay. La forma en que este “uruguayo” blanco (¿heterosexual? ¿de clase media?) intenta apropiarse de una práctica cultural forjada por descendientes de africanos traídos como esclavos es tratada de forma muy divertida por Kreiman. Solarich toma el tambor y de forma bastante torpe le pega a la madera intentando reproducir la clave del candombe. La acción misma deja en evidencia la superficialidad con que este “uruguayo” se acerca al candombe, lo exterior que en realidad es a esa manifestación artística.

Decía Mario Sambarino “No somos “nacionales” por dedicarnos a la guitarra o a la poesía gauchesca, ni por intentos de pintoresquismo localista o cultivar un costumbrismo anecdótico; sí lo somos por partir de lo que en el presente es problema no-accesorio (…) El culto del pasado como pasado y bajo formas pasadas de realización no puede constituir el asentamiento de una creación cultural verdadera”. Algunas de las ideas de Sambarino parecen traducirse en las acciones que Larroca y Solarich plasman en el escenario. Ese “uruguayo típico” que aparece como arquetipo es fácilmente descartado. Luego en la obra se suceden escenas, a modo de sketches, que irán perforando otros mitos respecto a la identidad uruguaya. Una escena que muestra una pareja que se refugia en el alcohol como forma de superar su miseria económica parece no cuadrar con la idea de país de clase media. Otra escena, con momentos divertidamente bizarros, en que dos pescadores en la escollera capturan un pez algo singular, parece señalar, aquí sí directamente, lo incapaces que somos como país para hacernos cargo de ciertos mitos vinculados a la figura de Artigas. Incapaces o temerosos de hacernos cargo. Otra escena, en que dos personas en un laboratorio investigan sobre el ADN que nos definiría, no deja pasar la oportunidad de señalar la escasez presupuestal con la que lidian quienes se dedican a la ciencia en nuestro país, aún en épocas del GACH.

Entre el naturalismo y la parodia las escenas transcurren perforando mitos y atacando lugares comunes que definirían nuestra identidad. Pero al final el espectáculo parece dar un vuelco conceptual. Como afirma Sambarino “el culto del pasado como pasado y bajo formas pasadas” no puede determinar una forma identitaria, sería una práctica reaccionaria. Pero algunos conceptos de nuestro pasado, o algunos mitos, pueden resignificarse en nuestro presente para hablar de nuestra realidad hoy. En ese caso sí están vivos. La garra charrúa como gesto concreto de alguien de nombre Obdulio que agarra una pelota de fútbol y se la coloca debajo del brazo seguramente no sirva para mucho, para el fútbol mismo ha sido más un ancla en el pasado que un norte hacia el futuro. Pero si se entiende por garra charrúa un gesto de rebeldía que asume contenidos de nuestro presente, ese mito se carga de otros sentidos. La garra charrúa al principio de la obra es un gesto museístico vacío, que refiere a un arquetipo que nunca existió. La garra charrúa al final de la obra aparece como gesto desde el que se afirma una identidad, a pesar del rechazo que esto genera. Para quien escribe este es uno de los ejes centrales del espectáculo, no el negar la “identidad”, sino el proponerla como algo vivo, que se resignifica según las circunstancias, las sociedades y las personas concretas.

 

 

Nadie es la patria. Texto y dirección: Gustavo Kreiman. Elenco: Micaela Larrocca, Iván Solarich.

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.