Conocí a Amilcar Nochetti personalmente en diciembre del 2009. Como integrante del jurado del premio Florencio de ese año asumí algunas tareas, entre ellas la de acreditar a medios de prensa, y Nochetti asistió a la ceremonia de entrega de premios en el Solís acreditado por el semanario Voces. Sin embargo hablaba con él regularmente, ya que Nochetti era uno de los críticos de cine a quien debía llamar semanalmente (yo trabajaba como editor de la Guía del Ocio) para elaborar las “estrellas de la Guía”, una suerte de ranking en que críticos como Yamandú Marichal, Ronald Melzer, Jorge Jellinek, Jackie Rodríguez Stratta o Guillermo Zapiola puntuaban a las películas en cartel. En general las voces al otro lado del teléfono eran entusiastas, pero la de Nochetti resultaba particularmente obsesiva ante la necesidad de justificar los detalles por los que adjudicaba tres estrellas a una película o dos y media a otra.
En realidad no era desconocida para mí esa necesidad de fundamentar con exactitud sus afirmaciones, leía hacía tiempo algunas de sus extensas notas en El País Cultural, notas en las que podía historiar: “El cine llegó pronto a Persia, porque el sha Mozafereddin lo trajo al país en 1900, después de acceder al nuevo invento al visitar la Exposición Universal de París” (El cine iraní y sus creadores, en El País Cultural N° 845, 13/1/2006), o “Ya en 1896 se conocieron en Tokio el vitascopio de Edison y el cinematógrafo de Lumiere, y comenzaron a registrarse escenas callejeras. En una fecha tan temprana como 1900 se filmaron fragmentos de representaciones de teatro clásico (Kabuki), y durante la guerra ruso-japonesa (1905) se exhibieron los primeros noticiarios” (Los maestros de Japón, en El País Cultural N° 809, 6/5/2005). En Nochetti se combinaban la rigurosidad del historiador e investigador, con la subjetividad de quien vivía el cine como una experiencia personal, y si bien podía admirar a creadores experimentales como Jan Svankmajer, su predilección por las formas de narración cinematográficas tradicionales quedaron patentes en la serie de efemérides que fue acumulando en el año y medio de pandemia en las páginas de este semanario. Era difícil coincidir siempre con él, pero más difícil era no aprender de sus notas, más allá de coincidir o no con sus valoraciones.
Fue Amilcar quien me contactó con Alfredo para empezar a escribir en Voces, a comienzos del 2010. Y fue él quien, luego de leer un primer artículo dedicado a una pieza teatral de su amado Ingmar Bergman, terminó de darle el visto bueno a mi permanencia en este semanario. Sumamente celoso de su trabajo y respetuoso del ajeno, podía fastidiarse si alguien escribía un artículo que abarcara su área, pero a la vez pedía permiso anticipadamente si sentía la necesidad de escribir algún artículo que él considerara iba más allá de su espacio. Una de las últimas veces que me escribió para solicitarme poder escribir una nota vinculada al teatro fue hace cuatro años, para escribir unas líneas a partir del fallecimiento de Berto Fontana.
Hace años que lo veía poco, paradojalmente lo cruzaba mucho más en la Sala 18 de Julio de Cinemateca, o en la vieja sala Lorenzo Carnelli, que en el nuevo complejo, mucho más abocado a estrenos que las viejas salas. Antes de ayer recibí un mensaje lacónico de Alfredo, fiel a su estilo, en el que me comunicaba que Nochetti había muerto. Tantas películas para ver todavía Amilcar, qué necesidad…
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