Es una vergüenza que La Viaccia, la obra cumbre de Mauro Bolognini que el próximo domingo cumple 60 años, haya quedado sepultada en el olvido. La película se desarrolla a finales del siglo 19 en una hacienda ubicada en una zona rural cercana a Florencia. Se inicia con la reunión de los integrantes de la familia Casamenti. El patriarca se halla a punto de expirar, con todos pendientes de la manera en que distribuirá la herencia familiar, concedida finalmente al responsable Stefano (Pietro Germi), ante la sorpresa del resto de los parientes. De entre ellos desde el inicio descubriremos el desapego del joven Américo (Jean-Paul Belmondo), que prefiere estar junto al moribundo, aunque reconoce ante él que no le gusta la cercanía de la muerte. Una vez fallecido el anciano, Stefano acepta la oferta de su hermano Ferdinando (Paul Frankeur), quien a cambio del usufructo de la propiedad se lleva a Américo a su bodega en Florencia. El joven descubrirá allí la relación extramarital que el tío mantiene con la poco recomendable Beppa (Marcella Valeri), sintiendo en carne propia la mediocridad de la vida provinciana en la que se ha introducido. Esa situación lo decepciona al punto de renegar de su origen campesino, mientras intenta encontrar un modo de vida que supere al vivido hasta entonces. Una noche sustrae una pequeña suma de dinero al tío y se acerca a un burdel, donde conoce a la joven y bella Bianca (Claudia Cardinale). Será para ambos el inicio de una espiral de dependencia mutua, una relación en la que nunca quedará claro si se centra en el deseo carnal y el placer, o si se introduce en ella un atisbo de amor. A partir de ese momento, el joven entra en un terreno autodestructivo, siendo descubierto por su tío y retornando a casa, donde será sometido a una paliza por parte del padre. Sin embargo, una circunstancia modificará el poco estimulante panorama del muchacho, al ser contratado por la madame del burdel como matón del lugar. Allí ejerce con propiedad su cometido, pero en todo momento se encontrará presente la pasión que le une a Bianca, lo cual conducirá la historia hacia un final trágico.
A la hora de hablar de La Viaccia se suele citar el lujo del vestuario y el esteticismo habitual de Bolognini (Il Bell’Antonio, Senilità, Metello, El caso Murri, La herencia de los Ferramonti), comparándolo con el esgrimido por su modelo, el genial Luchino Visconti. Y eso es una forma de la injusticia, porque Bolognini deja clara aquí la impronta de un director con personalidad, gracias a la sequedad de su escritura, lo opresivo de todo su trazado argumental, los modos utilizados a la hora de describir una atmósfera que casi nunca deja resquicios al optimismo, dominada por los tonos oscuros y sombríos de la extraordinaria fotografía de Leonida Barboni. En todo momento Bolognini articula el contraste entre los ambientes rurales y urbanos en los que desarrolla la acción, pero no por ello registra oscilación alguna en la ruindad de su fauna humana, caracterizada por seres insatisfechos, dominados por la alienación inherente a su tiempo: los campesinos que emplea Stefano dan la vida sin dejar de trabajar, pero al mismo tiempo los florentinos son descritos como seres fantasmales en su diario deambular, exceptuando esa fiesta de carnaval que desencadenará la tragedia.
El film tiene instantes memorables: la dolorosa sinceridad de la conversación postrera del patriarca de los Casamenti con Américo antes de morir; la estremecedora conversación que Bianca mantiene con éste en la habitación del prostíbulo, en la que se dilucidará la ausencia de amor entre ambos, culminada con un acto de agresión; o la manera en que Beppa logra a última hora casarse con Ferdinando, decidido a recibir el consuelo de la religión al verse morir, describiendo su ruindad al recoger debajo de la baldosa de la cama el dinero que tiene guardado, mientras la bajeza moral de su recién convertida esposa se manifiesta al guardarse ese dinero, no sin dejar de señalar las veces que había fregado esas baldosas sin saber la pequeña fortuna que ocultaban. Hay una enorme capacidad para dar al relato una densidad que inunda cada fotograma, mediante la sensación opresiva que de él se desprende, al enfocar el sufrimiento interior que quema a Américo (al que Jean-Paul Belmondo proporciona extraordinarios matices), la feroz carnalidad de Claudia Cardinale, el acierto del resto del elenco -que no parecen personajes sino seres con entidad propia- o la extraordinaria fuerza que adquiere el fragmento final, a partir de la pelea que el protagonista mantiene con el joven aspirante a los servicios de Bianca. En ese momento de estremecedora decepción moral, cuando va al prostíbulo y la madame le cuenta que se cerró por la pelea producida, mientras le recomienda que deje de pensar en su amada, sin darle ningún dato de dónde se encuentra (aunque la ve a trasluz de una ventana), el joven entenderá que ya no le queda ningún asidero vital, regresando con la herida abierta al entorno familiar al que renunció, consumándose allí la trágica culminación de su ciclo vital, expuesto con una fuerza dramática pocas veces igualada en el cine de su tiempo.
La Viaccia puede situarse a la altura de lo mejor de la cinematografía italiana en aquellos años tan febriles, mientras Bolognini prolongaría en esencia ese planteamiento del poder destructor de la pasión amorosa en varios títulos posteriores valiosos, aunque sin llegar a la magnificencia de este film que se erige como un vigoroso melodrama. La Viaccia es una cumbre del cine italiano de los 60, dotada de personalidad propia, y revestida en su interior de un profundo desgarro emocional. Es una película que merece urgente rescate del olvido al que ha sido condenada.
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