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Los restos de Ana

Los restos de Ana
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A raíz de un trabajo documental sobre Alberto Restuccia tuve que volver sobre algunos registros de su trabajo, en particular sobre un monólogo grabado en Espacio Guambia en el año 2005, durante la presentación del libro El alma del mundo, de Felipe Polleri. Aquella noche Restuccia recitó el poema El tiempo donde el hombre era un árbol, de Antonin Artaud, poema que comienza con los versos: “El tiempo donde el hombre era un árbol sin órganos ni función,/ Pero de voluntad./ Y árbol de voluntad que avanza/ Volverá./ Ha sido y volverá./ Pues la gran mentira ha sido hacer del hombre un organismo/ Ingestión, asimilación,/ Incubación, excreción/ Lo que existía creó todo un orden de funciones latentes/ y que escapan/ Al dominio de la voluntad”.

Artaud plantea en ese poema una oposición entre la producción mágica y la producción automática, entre la producción que depende de la voluntad y que nos diferencia de la naturaleza y la producción de un cuerpo que no necesita de la voluntad para funcionar, que es puro organismo, que es una “nada que nos reviste”. Esa dualidad casi cartesiana que propone Artaud recibe unos cuantos puñetazos frontales cuando leemos Ana contra la muerte, de Gabriel Calderón. Porque si Artaud, en el poema mencionado, parece intentar trascender las funciones orgánicas para alcanzar lo esencialmente humano, Calderón por el contrario arranca del dolor mismo del cuerpo esa producción mágica que invoca Artaud.

Ana es una madre con un hijo enfermo, una madre humilde y desesperada dispuesta a cualquier cosa para enfrentar a la muerte. Y desde allí, desde el dolor de un cuerpo mutilado, desde el dolor que produce ver cómo el tiempo consume y carcome la vida es que surge la producción mágica. Pero esa producción mágica no siempre se sublima en los “cuarenta o cincuenta poemas” de Artaud, en Ana contra la muerte, como reza un personaje de la obra, esa producción mágica puede ser una furia descontrolada que “contamina la sangre, rompe los músculos, quiebra los huesos y nos deshace todo por dentro, y entonces esta compleja maquinaria de tendones y vísceras se licuará con nuestros dientes y cráneos y no seremos más que una bolsa de piel rellena de nuestro propio licuado”. Hacia el final la protagonista deseará haber sido pura naturaleza, como una hormiga, para que la mutilación corporal no le afecte, para que la experiencia consciente de la muerte no sea parte de la existencia.

La conciencia de la finitud de la vida, del tiempo como una entidad que devora y descompone los cuerpos es experimentada por Ana desde las vísceras. Y más allá de la anécdota puntual, que Calderón haya decidido que esta mujer desesperada por salvar a su hijo sea humilde potencia la sensación de injusticia ante el horizonte del dolor de un hijo que se consume. La necesidad de superar las limitaciones económicas pulveriza cualquier idea de moral o de “justicia” que se ponga enfrente, aunque la fatalidad no logre modificarse. Hay muchos pasajes de Ana contra la muerte que parecen ilustraciones del dasein heideggeriano, del ser para la muerte que aún conciente de su propia finitud intenta trascenderla.

Si bien Ana contra la muerte puede verse como un nuevo punto de inflexión en la obra de Calderón, es difícil no pensar que algunas reflexiones que aquí subyacen acompañan a este creador desde el comienzo de su carrera. La muerte como disparador de reflexiones sobre el “sentido” de la experiencia vital fue protagonista en varias de sus reflexiones escénicas. En particular es imposible no recordar Los restos de Ana (2006) creada junto a Martín Inthamoussú, un espectáculo que a partir del lenguaje audiovisual y performático reconstruía fragmentos de una vida que había decidido autosegarse. En este caso estamos hablando de un texto  mucho más tradicional, pero que de todas formas aparece como una suerte de puzzle en que diversos personajes van dando cuenta de una vida que se apaga, y de los efectos que esto genera en terceros, sin que ese ser agonizante sea nunca el que tome la palabra.

Por otro lado, Calderón juega con un esquema que también resulta conocido, es su capacidad poética lo que da originalidad a Ana contra la muerte, su particular reflexión existencial ante un hecho que perfectamente podría ser el argumento de un amargo thriller policial. Así como en Algo de Ricardo (2014) el dramaturgo tomaba un surco argumental shakesperiano para recrearlo en la lógica de un proceso de ensayo teatral, y reflexionar sobre el teatro en sí, en Ana contra la muerte un argumento policial más o menos recurrente sirve para una reflexión sobre la muerte. Los límites que la muerte impone a la existencia, y algunas de las construcciones, morales, religiosas o judiciales que intentan regular nuestro vínculo con la certeza de la muerte parecen ser lo central de este último trabajo de Calderón. Siempre desde la experiencia individual, y de allí el carácter casi existencial de la propuesta.

Hasta ahora hemos hablado de Ana contra la muerte en el formato de libro, y la experiencia de la lectura de este texto tiene un valor en sí misma. Pero es muy difícil no pensar que a la brevedad tendremos la posibilidad de ver a Gabriela Iribarren, María Mendive y Marisa Bentancur interpretar al puñado de personajes que aparecen en este texto. Si desde el dolor corporal parece surgir la voluntad de superar la muerte, es difícil no pensar en la potencia de esas tres actrices apropiándose de ese dolor para volverlo carne en el escenario. Seguro va a ser duro ser espectador de Ana contra la muerte, pero no se puede dejar de desear tener esa experiencia.

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Leonardo Flamia Periodista, ejerce la crítica teatral en el semanario Voces y la docencia en educación media. Cursa Economía y Filosofía en la UDELAR y Matemáticas en el IPA. Ha realizado cursos y talleres de crítica cinematográfica y teatral con Manuel Martínez Carril, Miguel Lagorio, Guillermo Zapiola, Javier Porta Fouz y Jorge Dubatti. También ha participado en seminarios y conferencias sobre teatro, música y artes visuales coordinados por gente como Hans-Thies Lehmann, Coriún Aharonián, Gabriel Peluffo, Luis Ferreira y Lucía Pittaluga. Entre 1998 y 2005 forma parte del colectivo que gestiona la radio comunitaria Alternativa FM y es colaborador del suplemento Puro Rock del diario La República y de la revista Bonus Track. Entre 2006 y 2010 se desempeña como editor de la revista Guía del Ocio. Desde el 2010 hasta la actualidad es colaborador del semanario Voces. En 2016 y 2017 ha dado participado dando charlas sobre crítica teatral y dramaturgia uruguaya contemporánea en la Especialización en Historia del Arte y Patrimonio realizado en el Instituto Universitario CLAEH.