Mano dura por Hoenir Sarthou
Hasta donde sabemos, dos mujeres muertas, un hombre (el guardia de seguridad) gravemente herido, y el responsable de los hechos suicidándose tal vez demasiado oportunamente cuando se supone que iba a ser capturado por la policía, que ahora sí, en medio del escándalo público por el asalto en La Blanqueada, muestra que puede ser eficaz cuando quiere.
Si eso fuera todo, sería horrible. Pero está lejos de serlo. En el mismo fin de semana, en otro barrio más pobre, fueron muertas otras dos personas, dos muchachos jóvenes, cuyas muertes causaron, al parecer, una nueva asonada con robos y daños a vehículos en plena Avenida Italia.
A eso tenemos que sumarle el goteo constante de muertos y heridos en asaltos o rapiñas y el centenar largo de muchachos jóvenes asesinados cada año en hechos que se rotulan como “ajustes de cuentas”, las periódicas asonadas en barrios pobres, las familias humildes expulsadas de sus casas por bandas de narcotraficantes, familias a las que el Estado, en lugar de hacerles justicia, les ofrece reubicarlas en otro barrio. Y, sobre todo, el hecho asumido de que en ciertos barrios el poder lo ejercen bandas de delincuentes.
Se equivoca doblemente quien suspire de alivio por la muerte de “el Kiki”. Por un lado, porque murió en un episodio poco claro que, en lugar de aportar garantías, deja dudas sobre las circunstancias de su larga “profuguez”, desde noviembre del año pasado, y sobre la celeridad de su ubicación y muerte en febrero. Pero sobre todo se equivoca porque –ojalá esté yo en un error- para muchos gurises de zonas económica y culturalmente marginadas, la vida del Kiki, en lugar de una advertencia, puede ser un modelo a seguir: vida rápida, dinero fácil, no agachar la cabeza, el temor o el respeto de pares y vecinos, fama mediática y un final de película.
Lo que acabo de decir puede molestar o resultar incomprensible para muchos lectores. ¿Cómo creer que una muerte violenta a los 22 años, tras dejar un tendal de víctimas y delitos, puede ser un destino envidiable?
La incomprensión o el rechazo de esa afirmación son una de las aristas de este problema. Justamente porque la marginación social viene siendo tratada –desde que es tratada- con cabeza de clase media. Las políticas sociales son pensadas desde la postura vital de quien cree que la única consecuencia de varias generaciones sin dinero, sin educación y sin inserción laboral, es la pobreza.
La pobreza es el inicio, pero muchos años de pobreza, de privación educativa y de ausencia de hábitos de trabajo producen otra cosa: marginalidad cultural, una subcultura que tiene muy poco contacto con la escala de valores y los propósitos vitales de las clases medias integradas y relativamente educadas.
Por eso, dar dinero y recursos materiales, o incluso el mero abrir posibilidades de educación y trabajo precario no produce los resultados esperados. Es lógico. Hay sociedades en que las cabras y los huesos incrustados en las orejas son signos de prosperidad y poder. Pero a nosotros, habitantes del Uruguay urbano, un regalo de cabras o de huesos para las orejas nos resultaría absurdo, inútil y probablemente incómodo. ¿Por qué pensar que la física o la literatura francesa le parecerán útiles a un chiquilín cuyos padres y hermanos mayores son casi analfabetos y en cuyo barrio manda una banda de narcos que, sin educación ni trabajo, visten ropa de marca, usan celulares de última generación y disponen de autos lujosos? ¿Cuántas de esas cosas podría comprar con el sueldo de empleado o de guardia de seguridad de un supermercado, que son los trabajos más a su alcance?
Dos de cada tres gurises uruguayos no completan ningún tipo de enseñanza secundaria. Cada vez que se ajustan las clavijas con las asignaciones familiares, “salta” que diez u once mil gurises desertaron de la escuela o el liceo. ¿Qué clase de sociedad nos auguran esas cifras?
Vivimos una fractura social de la que no tenemos antecedentes. Este país fue hecho por inmigrantes pobres y poco educados que llegaban con dos objetivos muy claros: trabajar y que sus hijos estudiaran. Justo lo que no se plantean hoy quienes revistan entre los sectores más pobres de nuestra sociedad.
Lo que estamos empezando a recibir es el resultado de un modelo económico que sólo mira a la inversión extranjera, desentendiéndose de los efectos sociales y culturales del trabajo, y de unas políticas sociales engañosas, pensadas para mantener calmados a los sectores excluidos por el modelo. Aunque, claro, esa calma es aparente. Tarde o temprano, la multiplicación de situaciones que requieren ayuda social hace imposible atender a todos, en especial cuando la prosperidad económica general, prometida y asegurada, falta a la cita.
Muchas voces –no sólo políticas y mediáticas, sino también anónimas, en la calle- claman por “mano dura” ante cada crimen de los que escandalizan a la opinión pública. La otra reacción típica es reclamar nuevas leyes pensadas para la situación que nos conmueve en ese momento. Si hay un asesinato durante un partido de fútbol, una ley contra la violencia en el deporte; si una mujer fue asesinada por su ex pareja, una ley contra la violencia de género; si se cometió un crimen múltiple en un supermercado, una ley especial contra los asaltantes de supermercados. Se olvida que, implícitamente, la condena de un tipo de violencia en particular conlleva un mensaje de permisividad para otros tipos de violencia.
En realidad no precisamos nuevas leyes (se han aprobado en cantidad y las cosas no cambian). Precisaríamos un cambio de modelo económico. Y sin duda precisamos un cambio radical en las políticas sociales.
Hasta hace poco tiempo, uno podía confiar a largo plazo en políticas que apostaran a la educación y al trabajo como vías de inclusión social. Pero el trabajo, sobre todo el no calificado, tal vez no sea una vía disponible por mucho tiempo más. Las nuevas tecnologías la reducen día a día. En suma, queda la educación, la enseñanza, como la principal y casi única estrategia para frenar y empezar a reparar la fractura social.
¿No se necesita mano dura, entonces?
Creo que sí. Pero no en el sentido en que se suele hablar de “mano dura”. Sin duda que los delitos deben ser prevenidos y castigados. Pero, ¿qué policía, que sistema de justicia, qué cárceles podrían contener a las decenas de miles de niños que se están criando al margen de los códigos legales y culturales sobre los que está edificada nuestra convivencia?
La “mano dura” policial o judicial actúa cuando ya se ha cometido delito. Cuando el robo o la muerte ya causaron daños irreparables. En cambio, nuestra sociedad actúa con mano enormemente blanda respecto a conductas que son la verdadera causa del problema.
Los padres que permiten o promueven que sus hijos deserten de la enseñanza, los que agreden a los docentes, los que observan impávidos o cómplices como sus hijos adolescentes ingresan una y otra vez a la justicia de menores, los que someten a sus hijos a regímenes de privación de cosas indispensables para su desarrollo físico y mental, son los verdaderos responsables de la situación de desintegración social en que vivimos. Ahí es donde el Estado (docentes, INAU, justicia, policía), sin necesidad de “operativos de saturación”, debería hacer sentir su poder de coerción.
Dos tercios de los chiquilines no completan el ciclo obligatorio de enseñanza. Eso es lo que debería causarnos escándalo y alarma pública. Pero no nos alarmamos. Ni los gobiernos ni nosotros. Nadie parece percibir que allí está el verdadero origen de la violencia. Sólo nos despertamos cuando aparece un “Kiki”.
Ahora, muerto “el Kiki”, se acabó la rabia. Ya podemos volver tranquilos a nuestras cosas.
¿Podemos?
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