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¿Qué democracia, qué partidos? Por Luis Nieto

¿Qué democracia, qué partidos?  Por Luis Nieto
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Si los partidos políticos, y no sólo los uruguayos, por supuesto, estuviesen impregnados de prácticas democráticas (seminarios, formación de líderes juveniles y sindicales, publicaciones regulares sobre temas inherentes a la vida política del país y del mundo, buenas prácticas de convivencia con partidos de distinta orientación) es posible que la calidad de la democracia fuese otra. Si en un partido político predomina la intención de salir a pescar votos para ganar una elección, el sistema de partidos se resquebraja frente a la tentación de conseguirlos a cualquier precio. Y si el sistema está basado en esa práctica, ¿en qué consiste la democracia en un país? Pocos países en el mundo cuidan de su sistema de gobierno, conscientes de los beneficios y amenazas que implican. Claro que hablar de calidad democrática es hablar de varias cosas al mismo tiempo.

The Economist es una publicación semanal, con base en Londres, fundada en 1843. En 1946 funda la Unidad de Inteligencia, con el fin de recabar datos económicos, tanto para la propia publicación, como para sus clientes. El Índice de Democracia que publica The Economist, está basado en el análisis de 165 países independientes. Según el último informe, de 2020, Uruguay ocupa el segundo lugar en las Américas, detrás de Canadá, y el lugar quince entre las Democracias Plenas, de entre los 165 países integrados a la ONU, que incluye el informe. Uruguay encabeza la lista de países con democracia plena en los países latinoamericanos, y forma parte de los veinte países del mundo que ostentan esa condición. No es sólo una ubicación en una lista cualquiera. Nuestro país goza de derechos y garantías que son una rareza en una región del mundo que posee riquezas y capacidades como para dejar atrás las desigualdades que opacan el horizonte de un continente que fue pionero en sacudirse el yugo colonial, avanzar institucionalmente, y ser el granero del mundo mientras en otras partes del mundo, ciudadanos impregnados de nacionalismo se mataban entre sí.

Pero lo de Uruguay es sólo un ejemplo de lo que pudiera ser este continente. Es un país chico, sin grandes riquezas naturales. La mayor parte de su patrimonio lo produce su gente, en base a lo que la tierra le ofrece casi desde sus primeras actividades de supervivencia. A mediados del siglo XX, la actividad agropecuaria era excluyente. Con la imperfecta redistribución que se le ha atribuido fue capaz de construir una sociedad con educación laica, gratuita y obligatoria; un sistema político estable, capaz de permitir que el hijo natural de una lavandera fuese el Presidente del gobierno colegiado del país, y representando a todos, incluso a quienes estaban en las antípodas dentro de su partido, el presidente de Uruguay tuvo el inmenso gesto soberano de matear y hablar, seguramente, de diferencias, con el mítico Che Guevara.

En ese crisol, a fuego lento, se forjó la orientalidad, la uruguayés, o lo que sería más justo decir: el espíritu democrático de un pequeño país latinoamericano que sigue, tal vez, porque su alma se lo pide, aferrado a su propia manera de mirarse a sí mismo, sin la vanidad del nacionalismo. No por chica, su fuerza es despreciable. Frente a los poderes de quienes se empecinan en marcar el rumbo del mundo, en una mirada larga, su sociedad ha permanecido respirando de la libertad posible, a veces poca, o ninguna. Aire enrarecido, muchas veces, pero la búsqueda de la libertad, para nuestro país, ha sido persistente, indeclinable. Para Uruguay, aferrarse al Derecho ha sido vital.

Libertad y democracia van juntas, y eso es lo que muestra el índice de la publicación británica. Países poderosos, que hasta podrían haber comprado parte de esa verdad, para estar en los primeros lugares, habla bien del semanario The Economist. Por detrás de Uruguay aparecen países como Estados Unidos, en el puesto 25, Francia, en el 29, Italia, en el 33, o Grecia, en el puesto 39, países considerados como “democracias imperfectas”. No hay ninguna duda razonable que pueda poner en tela de juicio la ubicación de Uruguay en la lista de The Economist.

La ya larga historia de la democracia uruguaya, con una constante alternancia en el gobierno, incluyendo los quince años del Frente Amplio, aceptando las reglas del juego, hasta cuando entre las organizaciones que lo integran hay partidos y sectores que han formado parte de la lucha armada, incluso apoyando, hasta el día de hoy, a regímenes autoritarios.

Todo esto que, para los uruguayos, es una perogrullada, es una rareza en el mundo. Estados Unidos es, también, un país democrático, pero no un país plenamente democrático. El asalto al Congreso, el 6 de enero de este año pone en duda el real apoyo a un sistema democrático integral. Un hecho gravísimo, que se suma a la facilidad para la compra de armas de guerra, que está basado en el derecho del ciudadano a comprar y portar armas, de acuerdo a la Segunda Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos.  Declárase de interés nacional para el afianzamiento del sistema democrático republicano la existencia de partidos políticos y su libre funcionamiento.

Si bien la Ley 18485 sobre Partidos Políticos, Lo expresa claramente en su Artículo 1°: la vida interna de los mismos, y la calidad de las actividades que la misma ley enumera, redundará en partidos más atentos a la realidad, y a la formación de sus futuros dirigentes. Un dirigente político, aún en sus etapas juveniles, es deseable que incorpore la historia de su partido a una visión siempre actualizada de lo que la sociedad espera del sistema político. Como lo indica el primer artículo de la ley citada, el afianzamiento del sistema democrático implica el respeto al libre funcionamiento de sus partidos. No depende del Estado la metodología que empleen para desarrollar sus actividades. El Estado sí debe velar que todos los pasos que se den en la elección de autoridades esté protegida por el voto libre y secreto de sus militantes, y que la expresión de las ideas cuente con las debidas garantías. Lo demás, lo esperable, es que los partidos políticos cumplan el servicio público implícito en la democracia, que, en definitiva, será quien emita su veredicto a través del voto de sus ciudadanos.

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