Mi amigo Alfredo me pide una memoria de mis sentimientos sobre Seregni. Y cuando me puse a pensar en esto, caí en la cuenta que era como repensar buena parte de mi vida. Porque Seregni estuvo presente en mis más fuertes emociones políticas: a los 21 años, acompañé con entusiasmo todo el proceso de conformación del Frente, estuve presente para escuchar su palabra en cada instancia decisiva del proceso que desembocó en la dictadura, y aún en el inolvidable 9 de julio del ’73; en el ’84, llevé a mi pequeño hijo a verlo en el balcón de su apartamento. Seregni acompañó mi maduración política allí donde mi padre ya no podía acompañarme, aunque quisiera. Sin embargo, exprimiendo más el corazón, aparecen aquí algunas marcas más precisas.
En el ’68 no todos los jóvenes entrábamos de igual manera a la política. Mientras algunos lo hacían encuadrados en una militancia partidaria orgánica o gremial intensa, o un compromiso ideológico fuerte con la izquierda, otros nos manteníamos distantes de esas opciones, porque desconfiábamos de esos paraísos, y además creíamos que todavía quedada mucha gente honesta en nuestros hombres tradicionales, como nuestros padres.
Aquellos confiaban en sus partidos o ideologías, y en última instancia, tenían referentes externos como la URSS, China, Cuba, o alguna Internacional política (trotzkista, demócrata cristiana, socialista etc.) que corroboraban sus convicciones o avalaban la viabilidad de sus proyectos de cambio.
Dentro de lo otros, habíamos muchos que proviniendo de una matriz tradicional, asomábamos tímidamente a nuevas visiones, que no teníamos ninguna experiencia partidaria, que en nuestra familia no había tradición política, pero que nos movilizaba un fuerte deseo de rescatar el país ideal que recordaban nuestros viejos, que anhelábamos gobernante honestos, que no entendíamos cómo podían existir tantas rencillas entre grupos y grupúsculos, un mal que aquejaba tanto a la derecha como a la izquierda, lo cual resultaba en una mayúscula incapacidad del País para encarar grandes proyectos colectivos.
En este contexto, la aparición providencial de Seregni aparecía como la respuesta para todo ello. En él armonizaba lo que en el resto de la sociedad aparecía enfrentado: lo militar y lo civil; lo tradicional y lo transformador; autoridad y humildad; combatividad y pacifismo; emoción patriótica y racionalidad universal. Sabíamos que su formación era batllista, como lo era el país ideal en su conjunto; sus referentes históricos eran bien nacionales: Artigas; su táctica política era la acumulación y no la rencilla estéril; su discurso sereno, equilibrado, confiable, viendo siempre mucho más lejos que nuestras urgencias; su imagen de militar proyectaba seguridad, orden y concepción estratégica; pero, sobre todo, trasuntaba una honestidad cabal.
En el fondo, creo que Seregni fue como un padre en lo político, ése que nos guía con el ejemplo, con el que podremos discrepar, pero en cuya honestidad confiamos tranquilos. Su partida nos recuerda que ya era hora de seguir
solos; él cumplió con creces; la tarea sigue pendiente; ahora nos toca demostrar que podemos hacer lo que él ensoñó, como él enseñó; es la forma de honrar a nuestros padres.
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