La productora de cine independiente A24, con tan sólo doce años de existencia, ha logrado hacerse un lugar en el mercado cinematográfico. Si bien su perfil se orienta claramente hacia la comunidad LGBT, la empresa ha sabido moverse eficazmente en diversos géneros, entre los cuales destacan el terror, la ciencia ficción, la comedia, la acción y el drama. “Amor, mentiras y sangre”, su nuevo largometraje, dirigido por la joven cineasta británica Rose Glass, es un violento thriller de trepidante acción destinado a convertirse en una obra de culto.
El cine de acción de los años ochenta del siglo pasado, estuvo influido, inevitablemente, por la visión norteamericana del mundo, particularmente por los ideales de una sociedad marcada por el nacimiento de una nueva cultura de masas, hija de los primeros canales de cable, de las videocassetteras y de un paradigma de cultura popular creado para una generación que necesitaba sacudirse el fantasma de la derrota en la Guerra de Vietnam con el que habían crecido sus padres.
También, y quizá más importante, fue una década marcada por el presidente neoliberal Ronald Reagan, quien gobernó durante dos periodos consecutivos imponiendo una política patriotera, fuertemente belicista, de desregulación financiera y salvajes recortes presupuestales, que sumió a los Estados Unidos en una aguda crisis económica, dejando un importante déficit.
Esta sociedad imbuida en el ideal del héroe rudo, patriota, que se impone mediante la fuerza de sus músculos y la potencia de sus armas, tuvo su más pulido paradigma en un personaje como Rambo, un atribulado veterano de guerra que tenía una oportunidad de redimirse de su fracaso, rescatando soldados “perdidos en acción” y peleando contra el comunismo soviético y sus aliados, en un morboso regodeo de una Guerra Fría ya moribunda. En este contexto, surgieron también heroínas como la Alex de “Flashdance” o la Sarah Connor de “Terminator”, deudoras ambas, en mayor o menor medida, de la Teniente Ellen Ripley de “Alien”, todas ellas mujeres que lograban sobrevivir en un mundo de hombres a base de ingenio, habilidad o mera fuerza bruta.
De todo ese cóctel ochentero, aunque con un enfoque políticamente correcto muy actual, abreva “Amor, mentiras y sangre” un psicodélico thriller de acción, drama y sexo, una fábula lésbica con épica de tragedia griega, heredera de los hipermusculados años ochenta cinematográficos, pero también del cine furiosamente sucio y psicodélico de Tarantino, de la comedia negra de los Hermanos Cohen, y hasta del melodrama “queer” de Almodóvar.
La historia central es el romance entre dos perdedoras, la empleada de un caricaturesco gimnasio y una fisicoculturista, ambas lesbianas y socialmente rechazadas por un mundo donde los hombres suelen ser perversos y abusadores y las mujeres deben abrirse camino usando su mismo lenguaje: la violencia. De hecho, una de las protagonistas va pasando por una transformación tanto física como mental y se va masculinizando, aun sin realizar un formal cambio de sexo, como estrategia para lograr el éxito en una sociedad grotescamente machista, que idolatra la brutalidad, las armas de fuego y la hipertrofia muscular como símbolo de status.
La directora de la película plantea un mundo del “sálvese quien pueda”, retratando a una enferma sociedad norteamericana que carece de consciencia colectiva y encarna el más puro ideal capitalista de la meritocracia y la superación individual. No en vano, el modelo social de la época eran los “yuppies”, una generación de jóvenes de clase media enfocados en obtener éxito económico a toda costa, groseramente caricaturizada en el filme y la novela “American psycho”.
En esta jungla urbana donde prevalece la ley del más fuerte, el dúo protagónico aprende a pegar primero y pegar fuerte, sin piedad, como rezaba el lema de la escuela de Karate “ Cobra kai”, del también ochentero filme “Karate kid”.
Si bien “Amor, mentiras y sangre” bien podría calificarse de “neo- noir”, navega, con desigual eficacia, entre variopintos géneros como la comedia negra, el thriller psicológico, la acción, el drama, o la nada sutil reivindicación LGBT, ya un subgénero en sí mismo. Incluso, se permite algunos toques de “horror corporal”, esa temática que tan bien transita, entre otros, el realizador canadiense David Cronenberg.
Planteando temas como el exitismo, típico de la sociedad estadounidense, la violencia intrafamiliar, la violencia de género y hasta las prácticas mafiosas, la narración cumple con su doble propósito de entretener y cuestionar. Dotada, por momentos, de giros impensados pero siempre interesantes, la película está teñida de una estética sucia y truculenta, que enfatiza en el sudor, la mugre y la decadencia.
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