La quietud, Argentina 2018. Dirección y libreto: Pablo Trapero. Con Martina Gusmán, Bérénice Bejo, Graciela Borges, Edgar Ramírez, Joaquín Furriel. Estreno: 15.11.2018. Calificación: Regular.
El título de esta crítica lo dice todo, pero para justificarlo convendría recordar quién fue y quién es Pablo Trapero. El cineasta resultó valiente, novedoso e independiente al debutar con Mundo grúa (1999) Esos rasgos de espontaneidad, realismo y ternura mezclados a cierta austeridad continuaron vigentes en El bonaerense, Familia rodante y Nacido y criado, donde continuó abordando historias de gente gris que intentaba sobreponerse a diversos infortunios. Fue a partir de Leonera que Trapero fue pasando sutilmente al mainstream, apelando a mayor despliegue de producción y la utilización de figuras reconocibles del cine comercial: su esposa Martina Gusmán, Ricardo Darín, Guillermo Francella y hasta Jérémie Renier, el icónico actor belga de los hermanos Dardenne. La decisión de Trapero no era mala en sí misma, porque aún comercializado su cine continuó abordando sus temáticas, personajes y estilo habituales. En ese período hubo aciertos (Leonera, Carancho, El clan) y un éxito de taquilla (Elefante blanco). En ese film, que artísticamente no parece demasiado logrado, Trapero siguió retratando al mundo desde los márgenes sociales, igual que en El clan, donde la familia pertenece a una clase media privilegiada que al ingresar en un universo delictivo quedaba ubicada en el espacio social habitual del director.
Debido a eso La quietud parece un salto al vacío, sin paracaídas ni red: el mundo que retrata y sus personajes nada tienen que ver con Trapero. Esta es una historia de gente adinerada que se pasa la vida entre dos limbos (el casco de estancia en el campo y el extranjero), sin mantener conexión alguna con la realidad y vegetando en una burbuja circunscrita al ámbito familiar. Así aparecen la copetuda matriarca Graciela Borges), el marido que de golpe entra en coma, y dos hijas (Martina Gusmán que vive con papá y mamá, y Bérénice Bejo que retorna de Francia). A partir de ese momento el libreto comienza a disparar una andanada de hechos articulados de manera deficiente: edipos e incestos caprichosos e innecesarios, viejos secretos familiares, accidentes, histerias, fortunas mal habidas, infidelidades y venganzas, mientras todo ese menjunje naufraga entre el oportunismo políticamente correcto y el disparate.
La intención es la del melodrama, pero Trapero nunca emociona con su material, y eso es un serio problema. En cambio, si intentó bucear en una visión crítica de la oligarquía argentina, hay quienes lo han hecho mejor: por ejemplo, las adaptaciones de Leopoldo Torre Nilsson sobre la literatura de su esposa Beatriz Guido (La casa del ángel, La caída, El secuestrador, Fin de fiesta, La mano en la trampa), con turbios enigmas familiares afincados en viejas estancias y casonas. Es respetable que un director intente correrse de su camino habitual y explorar otras vías para acceder a nuevos horizontes, pero para eso hay que estar capacitado y tener feeling con el nuevo material. A Trapero no le falta talento, pero ni su cabeza ni su corazón tienen que ver con el modelo que eligió para La quietud, aquel del cine europeo de los años 60. En esa loca intención la película se le va de las manos, porque lo que el espectador puede percibir aquí es una burguesía de teleteatro de las cinco de la tarde, y ya se sabe que ni Nené Cascallar ni Alberto Migré fueron Bergman o Antonioni, artistas a los que Trapero quiso parecerse en esta ocasión.
Al director le resulta imposible mezclar las ascéticas obsesiones del sueco o el gélido cerebralismo del italiano con la puerilidad del culebrón porteño, y entonces La quietud navega entre la pulida artificialidad de las formas y el descontrol interpretativo. A priori parecía un claro acierto de casting elegir a Martina Gusmán y Bérénice Bejo para componer a las dos hermanas: tienen la misma edad y son muy parecidas físicamente. Pero nunca funcionan en la película, aunque no por su culpa, sino por la marcación que les impone el director, llevándolas caprichosamente de los gritos y los llantos a las risas y los gemidos de placer. Por su parte Graciela Borges se limita a imponer su presencia y su cavernosa voz, aunque tampoco resulta convincente, al igual que el sector masculino del elenco, que casi es un adorno. Una sola escena de La quietud vale la pena, y es la de la cena que comparten Borges, Gusmán, Edgar Ramírez y Joaquín Furriel: allí los diálogos irónicos y la situación misma en que se hallan los personajes delatan lo que pudo haber sido este material en manos más humildes y profundas que las de Trapero.
El resultado entonces es la ridiculez lisa y llana, la provocación petulante y el caprichito intelectual. Y aún quedaría por hablar del sinsentido de incluir en este tipo de historia a los torturados y desaparecidos de la ESMA. Esa decisión parece el deseo de subirse al carro de un tema doloroso y siempre candente, más que una verdadera necesidad de libreto: al fin y al cabo, la fortuna mal habida perfectamente podía haberse adquirido mediante el vaciamiento de una gran empresa sin que nada de lo que se expone en La quietud cambiara sustancialmente. Con su nueva película Trapero quiso elevarse a las alturas máximas del intelecto y sólo logró hundirse en un pozo del que habrá que ver cómo hará para salir.
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