Ahora que no hay salas activas es bueno ver el cine que importa en casa. En este mes se recuerda el estreno de tres películas muy valiosas que pueden hallarse en internet.
SECRETOS Y MENTIRAS. Mike Leigh dirigió en 1996 un título clásico y sosegado que conquista con diálogos cortantes y eleva la trama a la categoría de tragedia moderna, en torno a una familia blanca de clase pobre que recibe la visita de una profesional negra que dice pertenecer a esa familia. El film da a entender que el progreso no existe: los instintos, la tendencia a mentir y esconder las espinas que atormentan al ser humano son constantes que se repiten desde la antigüedad. De aquí que la estructura sea cerrada, con pocos personajes y decorados, un ejercicio arriesgado y concienzudo protagonizado por seres humanos que hablan de su condición. Para Leigh la familia determina nuestra vida, y esa afirmación entraña un mensaje pesimista: todos somos esclavos de un ambiente, de una condición social y de unos padres. La familia como símbolo de lo cotidiano, parte básica de nuestra especie y entidad abstracta que todo el mundo conoce. Leigh dispone sus personajes rotos y los conecta al alma del espectador, sube la tensión del relato poco a poco y, al final la bomba explota en forma catártica. Hay un tono casi religioso, un juego de tensiones impecable que el director urde con pasión y tino. Sorprende que, pese a sus 141 minutos, el film discurra de manera apasionante sin recurrir a efectos especiales ni dibujar giros de guion forzados, y sin quitar un ápice de veracidad al discurso. Si el libreto es brillante, la dirección de actores también: Brenda Blethyn se luce en su absurdo papel de madre, Marianne Jean-Baptiste no desentona, Timothy Spall tiene el mejor personaje masculino, y el resto del elenco se maneja a idéntico nivel de solidez. Con todo eso, la sensación del espectador es la de estar ante lo mejor del cine europeo de los años 90.
RAPSODIA EN AGOSTO. La apariencia es sencilla: la familia japonesa averigua en 1991 la existencia de un pariente que emigró a Hawaii décadas atrás, hizo fortuna, se convirtió en ciudadano estadounidense y se casó con una mujer blanca que le dio un hijo (Richard Gere). La inminencia de la visita de Gere a Japón genera expectativas y tensión. Para la abuela, descubrir que tiene un hermano vivo al que nunca conoció constituye el inicio de un doloroso retorno al pasado, la evocación de familiares muertos, y el dolor del día crucial que terminó con la vida de varios de ellos, al estallar la bomba atómica sobre Nagasaki. Para los nietos el descubrimiento es otro: la supervivencia de los recuerdos del espanto mayor. Un gran acierto es que ese horror nunca es físico: no hay imágenes de la destrucción, ni flashbacks que visualicen la agonía de una ciudad condenada. Los temas aquí son la memoria real y el olvido aparente: basta un detonante exterior (la presencia de Gere) para que el recuerdo resurja con un trazo estremecedor e indeleble. Kurosawa deja atrás los empujes épicos para optar por una tranquila contemplación, donde la cámara permanece quieta a distancia de los personajes, como en Mizoguchi y Ozu. Que es una deliberada opción estética lo prueba el hecho que, cuando lo necesita, Kurosawa rompe con esa impasibilidad. Su film crece desde un anecdotario menudo y una hábil selección de detalles al inolvidable ramalazo de poesía final. Allí, una tormenta de hoy parafrasea la explosión atómica de ayer, y nubes amenazadoras se arremolinan en imágenes de exquisita composición plástica. Entonces la cámara se desembaraza de toda parálisis y la patética figura de la anciana enfrentando a una naturaleza desencadenada mientras enarbola un frágil paraguas se convierte en el símbolo de una humanidad doliente.
THELMA Y LOUISE. En 1991 Ridley Scott ambientó la aventura en inmensos espacios abiertos, donde Susan Sarandon y Geena Davis resuelven pasar el fin de semana en una cabaña. El inicio es una crónica con abundante sagacidad para el apunte de mentalidades y costumbres. Ambas mujeres son vulgares: Sarandon soporta la rutina de su trabajo de camarera en un café y Davis tolera la estupidez de un marido sobrador. Cuando salen a la ruta el paseo luce como una momentánea liberación de esas tristezas y mediocridades. Pero el viaje se convertirá en otra cosa, porque hay un incidente nocturno en un bar, un intento de violación y una reacción violenta enlazada al recuerdo de violencias pasadas que las abruman. Las viajeras irán bajando por una pendiente de agresividad y delito, se convertirán en prófugas de la policía, asumirán un desesperado coraje y seguirán adelante, a través de una pradera interminable, rumbo a México, emblema de una salvación siempre remota. Esta road movie tiene crudeza para aplicar un naturalismo que no embellece sentimientos ni la conducta de los seres marginales que retrata. Hay un sugerente empleo del paisaje como entorno desolado, cuya enormidad y vacío desdoblan el estado de ánimo de las mujeres, su condición afectiva y su ubicación social. Tiene idéntico realismo para sacar un par de conclusiones mayores a una peripecia exteriormente menor, que consigue alzarse como índice del desvalimiento de individuos a quienes un sistema de vida condena a la caída, la soledad, y quizá la muerte. Scott maneja su film con lucidez, por eso cuando la historia llega a un memorable final, con un vuelo imposible que clausura toda ilusión de libertad, no necesita aclarar nada: el espectador ya ha comprendido quiénes son los condenados en esta aventura, y sabe cómo la injusticia arrincona a los desprevenidos. Lo que seduce no es tanto la vitalidad externa, sino las insinuaciones que corren por dentro. Es cine inteligente, coronado por las memorables labores de sus protagonistas femeninas.
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