Hoy jueves se estrena El último encuentro, espectáculo escrito y dirigido por María Dodera, quien está celebrando treinta años de producción teatral.
En 1991, en el Teatro Alianza Francesa se estrenó El segundo pecado original, espectáculo que marcó el debut de María Dodera como directora y productora teatral independiente. Si bien ya había trabajado como actriz, en espectáculos de temporada, callejeros y en el under rockero, es El segundo pecado original el puntapié de inicio de lo que hoy es MaDo producciones. Los aniversarios sirven para celebrar, como viene haciendo Dodera desde el reestreno de El accidente en la Sala Vaz Ferreira hace pocas semanas, a lo que se suma hoy el estreno de El último encuentro. Pero los aniversarios también suelen servir de balance, y la serie de entrevistas que viene realizando Dodera ha posibilitado que pensara de nuevo en aquel primer espectáculo del año 91. El jueves pasado en entrevista con Javier Alfonso (Búsqueda del 12/8/21) la teatrista afirmaba sobre El segundo pecado original: “Estaba llena de seres gobernados por la digitalización, que eran paridos desde un útero a una zona muy árida. Todo estaba transformado por las computadoras, y los estados de ánimo iban entrando en nuevos pecados (…) Sus voces estaban distorsionadas e iban transitando el sino de la vida a través de códigos computacionales (…) era más que el hombre y la máquina, era el hombre y la digitalización (…) No había pensado hasta esta entrevista que fue una obra bien interesante”. Retomando la conversación con Alfonso, Dodera agrega que es una pena que no haya registro de aquel espectáculo inicial, y vuelve sobre sus características “la digitalización no había pisado fuerte, y nosotros hablábamos de eso, y de la fragmentación de lo humano, y cómo el ser humano devenía en algo como apocalíptico y en un desierto. Fue muy reveladora la entrevista con Javier en eso porque me hizo recordar. Y estaba todo pautado por voces deformadas y una música de Daniel Machado (guitarrista de Zero) que la rompió. Para mí Zero sigue siendo vanguardia, todavía a veces me despierto escuchando Ahuyentando el miedo, y Daniel hizo un proyecto audiovisual sobre El segundo pecado, hicimos filmaciones que nunca se editaron, y me encantaría porque él también tiene una cabeza de imagen impresionante”
Y con algunas de esas temáticas seguís trabajando años después, por ejemplo la fragmentación de la subjetividad en algunos espectáculos con Gabriel Peveroni.
Sí, es increíble porque con Gabriel ese es uno de los temas, lo fractal, los no lugares, el hombre fragmentado y disociado, el hombre contemporáneo. Y es Mark Fischer al palo. Con Gabriel en El accidente nuestra biblia era Mark Fisher. Y hay una génesis de eso también en El pecado. Porque aparte fue muy alquímico todo el proceso, los cuerpos aparecían en un útero, los cuerpos eran como de androides, que después se iban transformando en los seres contemporáneos. A raíz de esa entrevista me fui a lo único que tengo que son las crónicas, y me acuerdo que Aldecosea escribió algo muy interesante y ahí dije «qué bueno» porque a veces te olvidás de las cosas, de algunas producciones.
Hace algunos años hicimos un recorrido por tu carrera (ver Voces del 9/2/17) y hablabas de una buhardilla en París, a donde fuiste becada luego de ganar el Florencio revelación ¿Cómo recordás a aquella María de hace treinta que fue a buscar a Ariane Mnouchkine y que tuvo una respuesta que no era la esperada?
Te conté que le mandé muchas cartas y nunca tenía respuesta, hasta que en una llega, y fui y me hizo hacer una receta típica de mi país, y quedé con mucha bronca. Desde que llegué a París había estado estudiando su poética, su historia, del Teatro del Sol… y cuando fui y me hizo hacer una comida… Me acuerdo de sus palabras, cuando me dijo “¿No lloraste París? ¿No viviste París?» Tiempo después entiendo al teatro como cocina, el teatro a fuego lento, con ingredientes, con las manos en la masa, el teatro material como decía el maestro Restuccia. Pero en ese momento el teatro de grandes máximas no lo sabía entender. Me acuerdo que volví llorando de la prueba. Y bueno, fue una prestage de actuación, había gente preseleccionada de todo el mundo, y te hacía pasar con ciertas consignas de improvisación, con una cierta música al mango. Cuando la improvisación fallaba te la cortaba, a mí a los cinco minutos me la cortó, fue espantoso, imaginate qué desnudez en el medio del escenario… Igual fueron clases magistrales, por el ritmo, por ver cómo manejaba el actor, el tiempo teatral, por cómo indagaba en la cotidianeidad. Porque no eran improvisaciones intelectuales, eran muy cotidianas todas. De eso me quedó muy claro cómo desde lo concreto se edifica. El edificio escénico sale de lo concreto, no del mundo de las ideas. Desde lo concreto vos podés proyectarte hasta el espectador para que eleve la mirada al cielo, pero tenés que edificar desde lo muy concreto. Y claro, cada vez que me bajaba la música era que me quería bajar a tierra, me pedía más concreción. Me marcaron a fuego esas mañanas y tardes en la Cartoucherie. Y París para mí también fue Jorge Lavelli, Georges Aperghis, que estaba en Nanterre y trabajaba mucho con Patrice Chereau, fue Philippe Adrien… Ahí conocí el teatro de Peter Brook. Y yo era muy joven, era una esponja.
Y de París vas a Atenas, trabajaste haciendo Agamenón en el Partenón ¿Cómo fue esa experiencia?
Giorgos Mikailiris era el director, y había puesto un coro cantando a capella. Y pensá, el atardecer, mirando Atenas desde el Partenón, a mí se me caían las lágrimas. Es como que hubiera estado en otra situación, como fuera del tiempo y el espacio. Las voces, los ecos, y la geografía, no te puedo explicar, hay que vivenciarlo, es algo muy imponente. Y fue tan imponente que cuando vuelvo de París, y todos esperaban que hiciera una obra francesa, hice Elektra (1993). Quería ser Mikailiris y para esa obra, que se estrenó en el Cabildo, había colas desde la puerta de la Ciudadela. Y participaba el coro Upsala. Fue de las cosas que nunca más me voy a olvidar. Como nunca me voy a olvidar de los botes que cruzaron la bahía para ver Una cita con Calígula (1999) en el Florencio Sánchez. Como tampoco me voy a olvidar de las tormentas en el Piso 26 de la Torre de Antel en Groenlandia (2005), que parecía que Montevideo se incendiaba. Como tampoco me voy a olvidar del apagón que hubo cuando Zaratustra (1994) dijo «el estado debe ser destruido en el propio estado» en el Palacio Legislativo. Hay momentos de la carrera que me marcaron a fuego. Como el tatuaje de Nike que el cabeza (personaje de El último encuentro) va a tener en el pecho (risas)
Empezaste estudiando con Cerminara y Restuccia en Teatro Uno, y luego pasaste por La gaviota. Esa tensión entre la pulsión dionisíaca y la forma apolínea como diría Nietzsche está en la génesis de tu trayectoria. Y hoy en la EMAD estás ocupando el lugar de ponerle un marco y ayudar a encauzar esa energía más dionisíaca de muchos jóvenes.
Es algo que me propuso Santiago Sanguinetti y descubrí que es mi vocación máxima, porque tiene lo más interesante de la docencia, y también otra pata en la investigación. Son encuentros en donde el artista plantea sus motivación, sus tormentas de ideas, y ahí hay una dialéctica entre lo apolíneo y lo dionisíaco, porque lo que puede ser enmarcador para ellos es revolucionario para mí. Porque ellos están con toda la fiebre de esas edad donde está la creación como un manantial. Y evidentemente los años y la experiencia, que te da muchas más posibilidades de acceder a ciertas bibliotecas, te pone en el lugar de brindar eso y a la vez ellos te brindan esa hambre de comerse el mundo. Y yo le doy en un marco de mucha libertad, me encanta que se coman el mundo. Tampoco me preocupa que se revienten y que sangren, porque así se crece, pero trato de darles un salvavidas para que lleguen a un puerto. Porque cuando la obra llega al convivio, sea en la calle, en una muestra o algo realizable y concreto es cuando realmente se da la celebración y logran sacarlo de su cabeza. Lo que ellos crean es muy enriquecedor para mí. Es algo que creo no voy a dejar jamás. No me gusta la palabra tutoría, pero es el nombre, son encuentros de creación donde damos diferentes ingredientes y hay diferentes cruces generacionales.
Cuando hablamos la última vez Alberto Restuccia estaba vivo. Lo pudiste homenajear en vida con El gimnasio (2013) ¿Cómo recordás ese homenaje hoy?
Mirá, lo nombraste y me ericé. Si tengo que decir cuales son mis padres en el arte escénico son Nelly Goitiño y Restuccia. Bien diferentes los dos, son dos troncos, la rebeldía y eso callejero que siempre tuve de Restuccia y cierta búsqueda intelectual y de investigación que mamé de Nelly. Y El gimnasio para mí es un obrón. Gabriel (Peveroni) estuvo muy acertado al escribir un guión económico con derivaciones, porque Restuccia era indirigible. Trataba de dirigirlo en la propia escena mandándole mensajes a (Adrián) Prego a través del celular. Prego era como un jugador de fútbol que lo iba marcando, porque una vez duró 2 horas 45 la obra. Y era todo interesante, todo lo que él hablaba tenía su interés, y podía llenar tres horas con una cierta espectacularidad y una performance muy fuerte. El tipo metía el cuerpo, la palabra, los agujeros y todo lo que tenía por exceso y por defecto. Las fortalezas y las fragilidades. Y yo quería hacer un homenaje a Teatro Uno, creo que nunca se le dio el valor que tenía, para mí fue la gran escuela, más allá de París, Atenas, Berlín o lo que sea. No había herramientas, pero ahí fue donde vi el núcleo del manantial. Y ahora, como en el eterno retorno de Nietzsche, ese manantial lo busco en esta juventud. Lo de Restuccia fue impresionante, y me siento muy feliz de poder haber echo ese homenaje en vida, porque después cuando muere… Mi mayor despedida fue ese espectáculo.
Luego de un parate en el trabajo con Gabriel aparece El accidente como uno de los mojones de estos festejos. ¿Cómo fue el proceso? ¿Trabajaron en conjunto el texto?
No, fue un proceso de taller, pero el que escribió fue él. En tiempo de pandemia nos juntamos como un año, él iba a casa, yo ponía música, le decía ciertas consignas, arrancamos de una versión de El combate de la tapera de Eduardo Acevedo Díaz, después leíamos mucho a Mark Fischer, mucha filosofía. Nos dejamos atravesar por todo lo que pasaba en Chile, los movimientos de la juventud. Y El accidente tiene eso, está accidentado lo nodal, si bien hay tres historias lo que se da como secreto, o como paratexto o como hipertexto es el efecto o el shock del accidente, en la escena y en la escritura. En la escritura el centro nodal es un centro accidentado, fractal, y llevar a escena eso fue una tarea de acrobacia. Le tuvimos que pedir a los actores un exceso de actuación, una acrobacia de actuación porque es la energía actoral, de los personajes y de los centros narrativos, la que logra entrelazar las texturas de las diferentes historias dramáticas. Creo que fue un trabajo de experimentación del que quedé muy contenta en todo aspecto.
El último encuentro es otro proceso determinado por la pandemia, no es común que estrenes un texto tuyo escrito antes de empezar a ensayar, es algo que rompe los esquemas previos.
¡Y está bueno romper! (risas) Mirá, empecé a hacer un curso de dramaturgia con personas que admiro como Santiago Sanguinetti, a quien además de admirar amo, Gabriel Calderón, Laura Pouso y Anthony Fletcher. Me enriqueció muchísimo y en el módulo de Sanguinetti me mandó hacer una obra corta. A algunos personajes los tenía hace tiempo, y en tres noches esos personajes aparecen en las historias de un joven infractor y su ex profesor. En esas tres noches tomé mi cuerpo como escenario, porque transpiraba, me venían voces, fue algo performático y me encantó. Cuando terminé de escribirla vi que había algo apolíneo. Sucede en tres momentos, justo antes del amanecer, justo antes del mediodía y justo antes del anochecer, un día de domingo, y hay como una evolución. Es bastante concreta, si bien después la rompo en escena gracias a esos dos enormes actores, Franco Rilla y Horacio Camandulle, que hacen un trabajo escénico performático fuertísimo. Es un encuentro después de no haberse visto por diez años. El joven ya con 27 años en libertad, salido del pabellón, y su ex profesor habiendo dejado el ruido urbano. Se encuentran en las afueras, está muy atravesada por la campaña, y en tiempo presente. Ambos están rotos, uno por haber sido siempre outsider del sistema, y otro por haber sido pisado por el sistema, que es otra forma de castigo muy cruel también, de la cual no nos salvamos. Estamos rotos porque nos aplasta el sistema. Y se encuentran y en ese momento son como tres rounds en donde el arma es la palabra y hay un debate a duelo de sus emociones, recuerdos, sensaciones, preguntas que se abren. No hay una visión moralista. Hay una intención de mostrar como esta sociedad invisibiliza a muchos seres.
El último encuentro. Texto y dirección: María Dodera. Elenco: Horacio Camandulle y Franco Rilla. Diseño de iluminación: Ivana Domínguez. Diseño de vestuario: Johanna Bresque. Diseño de visuales: Francesca Crossa. Diseño de escenografía: Mateo Ponte. Caracterización y maquillaje: Noelia Rodríguez. Bajista invitado: Adrián Gonzalez. Comunicación: Valeria Piana. Gráfica y fotografía: Alejandro Persichetti
Funciones: 19, 20, 21 y 22 de agosto a las 20:00. Sala Vaz Ferreira.
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