La muestra del festival Temporada Alta que se realiza hace casi una década en Sala Verdi (y salas asociadas) es uno de los momentos más estimulantes de las artes escénicas en nuestra ciudad. Y estimula por la calidad de los espectáculos, pero también porque estos espectáculos problematizan y tensan el concepto mismo de representación teatral. Tres de las obras que integraron la muestra en este 2023 (360 gramos, Moria y Yo soy Fedra) ilustran diversas formas de articular lenguajes escénicos para dar cuenta de una “realidad” más o menos cercana a la “representación” de la misma.
Sin intención de extendernos en discusiones teóricas (y de traer categorías que en realidad se modifican con el paso del tiempo) vale señalar en esta página una de las formas de entender “representación teatral” que se recoge en el Diccionario del teatro de Patrice Pavis. Dice Pavis que en la mayoría de las lenguas románicas se insiste “en la idea de representación de algo que ya existe (sobre todo bajo una forma textual, y como objeto de los ensayos) antes de encarnarse en un escenario. Pero representar también es hacer presente en el instante de la presentación escénica aquello que antes existió en un texto o en una tradición teatral. Ambos criterios (repetición de un dato anterior y creación temporal del “evento” escénico) constituyen, en efecto, la base de toda puesta en escena”. Las formas textuales mencionadas como “dato anterior” son a su vez, muchas veces, intentos de dar cuenta de una “realidad” que preexiste a la escritura. Ahora pensemos los tres espectáculos indicados a la luz de esa definición de Pavis.
Moria, espectáculo español con dramaturgia de Luis O’Malley, dirección de Mario Vega y actuación de Saray Castro y Marta Viera, se presentaba como una “experiencia inmersiva de teatro documento”. El espectador era invitado a descalzarse, a subir al escenario de la Verdi y a ubicarse dentro de una tienda que “representa” las tiendas de campos refugiados como el que da título a la obra, en donde se amontonan miles de refugiados provenientes de Medio Oriente y Asia Central. Más allá de que el espectador está “inmerso” en la representación y no “frente” a la misma como lo estaría en una butaca de la platea, también está en medio de dos tipos distintos de “representaciones”. Por un lado la “realidad” del campo de refugiados se proyecta en las paredes interiores de la tienda mediante el registro documental de entrevistas a las refugiadas afganas Saleha Ahmadzai y Zohra Amiryar y a la iraquí Douaa Alhavatem. Los “documentos fílmicos” dan cuenta de una realidad terrible de guerras, bombardeos y exilio. Y también del comercio de personas y de la violación de los más elementales derechos humanos por parte de los países europeos. Pero algunas de las mujeres que aparecen en las pantallas a su vez son “representadas” por las dos actrices que en la tienda comparten el espacio con el público. Complementan así lo que se proyecta articulando un discurso que da cuenta de una realidad que vacía de contenido todas las declaraciones sobre derechos humanos y protección a refugiados que tanto se proclaman en occidente. Más allá de la denuncia, el público está frente al registro documental de una “realidad” y a la “representación” de esa misma realidad que se alternan durante esta experiencia. El “dato anterior” que se “repite” al decir de Pavis, está también delante a partir del registro documental de ese dato que inmediatamente se “representa”. Y el público está “inmerso” en el “evento” que “representa” al “dato”. ¿Donde está el texto? ¿Cómo pensar esta nueva situación?
En 360 gramos el “dato” parte de la historia individual de la propia intérprete Ada Vilaró. Parte de su biografía envuelve una reflexión sobre un objeto concreto que protagoniza al espectáculo y que, metafóricamente, tiene el mismo peso que una naranja. O mejor, el protagonista es ese cuerpo de mujer que sufre la amputación de “360 gramos”. Ahora, ese cuerpo, en el espectáculo de Vilaró, deja de estar escindido, y vuelve a ser un componente orgánico de la unidad físico-emocional de Ada. Es desde la comprensión de esa unidad que se interpela a la ciencia que habla del cuerpo como un objeto ajeno a quien lo habita. Y ese cuerpo como “dato” primario no es “representado” en el escenario mediado por un “texto”. Simplemente está desnudo allí, frente a la platea, envuelto en diversas estrategias que lo “preanuncian” y que “representan” la ausencia que dispara la poderosa y emotiva reflexión.
En Yo soy Fedra hay un “dato” más tradicional: el mito de Fedra y diversas formas de representarlo, desde los textos de Eurípides al de Sarah Kane. Pero lo que se modifica claramente es el lugar del espectador ante la “representación”. Es verdad que Marianella Morena hace dialogar al mito con el contexto contemporáneo, incluso parodiando la “castidad” y “pureza” de Hipólito haciéndolo confluir con un autoproclamado joven “deconstruido” de nuestros tiempos. Pero lo más interesante es que al hacer que el espectador comparta el espacio íntimo de Fedra para convertirlo casi en confidente de sus cuitas, termina, a la vez, “integrándolo” a la “representación”. Y esto último desde un lugar que remite a la propia forma de la antigüedad clásica. El público ocupa el lugar del coro clásico, y es desde ese coro que en algunos momentos se desprenden un Hipólito o un Teseo que serán tan parte de la “representación” como espectadores de la misma. La “platea” colaborará con Fedra y se integrará a la “representación” en un momento virtual en que el público entendido como mero espectador desaparece (al menos si nadie nos está espiando desde algún espacio alterno).
Lejos de pretender agotar la reflexión aquí simplemente traemos algunas ideas que muestran como el modo tradicional de entender una representación escénica es cuestionado sistemáticamente. Estas investigaciones provienen de distintas tradiciones teatrales, pero muestran una búsqueda plural para intentar expresar escénicamente una realidad múltiple, contradictoria y en constante tensión.
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