América Latina -en particular Sudamérica- se ha convertido en terreno de contienda entre dos imperialismos: el de Estados Unidos -que pretende seguir siendo dominante- y China Popular que procura ocupar ese lugar; mientras, la UE aspira a terciar y los BRICS se arriman y esperan su deriva. Los descuidos estadunidenses al salir de regímenes impuestos por ellos en las décadas del 60 al 90 -en tiempos de la “Guerra Fría”- y las debilidades conservadoras, fueron sustituidos a inicios de siglo XXI en algunas naciones por gobiernos progresistas, no ortodoxamente neoliberales (sin cuestionar el sistema capitalista), que se alternaron con centroderechas y derechas.
De los ejemplos tenidos por éxitos socioeconómicos se ubica el del neoliberalismo de Chile, (con una “democracia protegida”, como la caracterizan sectores de la academia) puesto como ejemplar sobre como cumplir los consejos del Consenso de Washington, de la mano política de autoridades concertacionistas -sucesoras de los gobiernos de la dictadura- que ahondó y logró instalar en su sociedad una concepción totalmente mercadológica, financierista y consumista.
Pese a suponerse que rompería esa situación, el gobierno de Santiago, presidido por Boric, sigue los pasos del modelo político neoliberal, aceptado por aquellos que ven en el derecho de propiedad (de lo que sea) el primero y mayor que hay que preservar. En un momento difícil para Sebastián Piñera, Boric estuvo atento al debate, a su evolución política, en tanto estampó su firma junto a la de los partidos políticos para darle un funeral de lujo, electoral, el 15 de noviembre de 2019, a las revueltas urbanas del mes de octubre (con la represión de policías y militarizados Carabineros) que asediaban la continuidad presidencial.
En lo que al principio pareció la autoinmolación de partidos políticos junto con un escape a la situación de desgobierno, se acordó convocar una Convención Constituyente (no una Asamblea) para mayo de 2021, con voto voluntario y candidatos autonómicos, no representativos de partidos políticos. Estos independientes y (por entonces) los opositores fueron mayoría con casi 5 millones de sufragios (más que Boric en el balotaje).
Tal cual lo determinaba el acuerdo, tras ser presentado el texto al Ejecutivo, haber sido remitido al Congreso y al cuerpo electoral, en una elección con voto preceptivo, el proyecto de Carta Magna fue rechazado el 4 de septiembre de 2022. Las mayorías deseaban solamente una reforma y no un cambio constitucional, por lo que ante un texto de cierta avanzada que se les propuso, toda la derecha, los medios hegemónicos de comunicación y hasta sectores de la izquierda prefirieron esperar por una oferta que preservara pautas de continuidad previas a 2019 y prepandémicas portadoras de “paz, tranquilidad y seguridad” que aquellas enunciadas, que pudieran derivar en mudanzas sociales impremeditadas e indeseadas.
Como acto sustituto acordado aprobaron una segunda Constituyente (pomposamente llamada Acuerdo por Chile) y 12 lineamientos de frontera -puntos tutelares- a los cuales atenerse. De manera no casual los mismos reproducen el espíritu que realmente los anima: el de la negación del proyecto no aprobado. Por ejemplo, entre los artículos descartados se indicaba que Chile era una “nación pluricultural”, mientras los lineamientos dictados para la segunda versión están referidos solo a un país concebido como unitario, lo cual significa -entre otras cosas- legalizar los delitos continuados de despojo de los territorios ancestrales ocupados por un pueblo original.
Encima de esas consecuencias que mantienen el racista pillaje y expoliación a los mapuches, se plantó el argumento “así lo decidió la ciudadanía”, con lo que la sociedad neoliberal intenta desaparecer y poner fin a todo reclamo. Hay en esto la decisión de únicamente considerar como opinión un concepto restringido, meramente jurídico, del significado de ciudadano.
Si consideramos la labor machacona de las empresas de medios de comunicación -a toda hora del día o la noche-, la publicidad que hacen sus “jilguero-observadores”, la falta de discusión de la redacción constitucional, el propio valor de los aparatos de comunicación partidarios y el que los votantes adjudiquen a sus indicaciones acerca de cómo sufragar, debe pensarse que cuando la segunda redacción salga de instancias filo-partidista -acotadas por los 12 principios conductores aprobados- concluiremos para fines de 2023 -con voto obligatorio- que quizá sea posible la sanción de una nueva Carta favorable a la clase dominante, la partidocracia y el neoliberalismo, más conservadora -tal vez- que la actual.
Aquí conviene que establezcamos los ingredientes que compusieron el voto negativo para la primera opción: por supuesto, hubo un elemento que atravesó toda la sociedad que fue el ideológicamente ganado por la impregnación -a través de los medios publicitarios- de la idealidad de las derechas y el centro, abarcando amplios grupos etarios. Un segundo nivel -en parte acompañado por el anterior, cruzando diversas capas sociales- que deseó el regreso a la “estabilidad y seguridad” anteriores a 2019, creyente ferviente en la existencia democrática en Chile tras el gobierno dictatorial. Súmese un grupo de izquierda que adversaba lo propuesto porque no incluía sus enmiendas o iniciativas. Sin embargo, creo que fue definitivo en los comicios el contingente que se había declarado apolítico el último cuarto de siglo -integrado por expresiones sociales de variada procedencia, con el centro en las capas medias- que entendió que el contrato ofrecido imponía conductas que pudieran alterar un bien inamovible -el mercado- y con ello modificar lo que para el ser de las mayorías es primordial.
Esa extraña composición, deriva en un fundamentalismo neoliberal mayoritario que encubre una eventual decisión electoral, considerada democrática, que en el fondo se expedirá sobre una única opción -tan o más represiva como la sustituida-, el 26 de noviembre de este 2023.
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