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¿Y si Expulsamos a los Corruptos? por Nicolas Martínez

¿Y si Expulsamos a los Corruptos? por Nicolas Martínez
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La corrupción en la política es uno de los mayores desafíos éticos y sociales que enfrentan las democracias contemporáneas. En los últimos meses, nuestro país ha sido prueba de ello. Los escándalos de corrupción que han sacudido a nuestras instituciones han revelado las grietas en la estructura democrática y han puesto en evidencia la urgencia de abordar este flagelo con seriedad. Los casos recientes no solo han expuesto la fragilidad de nuestros sistemas de control y transparencia, sino que también han mostrado cómo la corrupción puede minar la confianza de la ciudadanía en sus líderes y en la capacidad del Estado para actuar con justicia y equidad.

Desde una mirada profunda, el problema de la corrupción no solo implica una transgresión legal, sino un ataque directo a los principios fundamentales de justicia, equidad y bien común. Platón, en su obra “La República”, ya advertía sobre los peligros de que aquellos con poder se dejen seducir por intereses personales, desvirtuando su deber de servir al colectivo. Esta traición a la confianza pública no es solo una falta individual, sino un veneno que corroe las instituciones y debilita la cohesión social. La corrupción representa una ruptura del contrato moral que sostiene la convivencia democrática. El filósofo francés Jean-Jacques Rousseau en “El contrato social”, afirmaba que la legitimidad del poder político emana del consentimiento de los gobernados y que cualquier desvío de este principio representa una usurpación del poder. La corrupción, entonces, se convierte en una forma de tiranía, donde los líderes dejan de ser servidores públicos para convertirse en opresores que utilizan el poder en beneficio propio.

Aristóteles, en “La Política”, también exploró la idea de la virtud como un elemento central del liderazgo político. Para él, la corrupción es una desviación de la virtud cívica, un desmoronamiento de la ética pública que debe guiar a los gobernantes. La ética aristotélica subraya la importancia del carácter y la integridad de los líderes, sugiriendo que solo aquellos que practican la virtud están capacitados para gobernar. La corrupción, en este sentido, es una manifestación de la falta de virtud y una señal de que los líderes han abandonado su deber de buscar el bien común.

En la ética kantiana, la corrupción es particularmente problemática porque viola el imperativo categórico de tratar a las personas como fines en sí mismas y no como medios para un fin. Los políticos corruptos, al aprovecharse de su posición para un beneficio personal, instrumentalizan a los ciudadanos, convirtiéndolos en meros medios para alcanzar sus objetivos egoístas. Esta instrumentalización es una forma de deshumanización, un rechazo de la dignidad inherente de cada individuo.

La corrupción, además, erosiona la confianza pública, un elemento esencial para la estabilidad de cualquier democracia. Cuando los ciudadanos perciben que los líderes políticos están comprometidos con prácticas corruptas, se genera un cinismo generalizado y una desilusión con las instituciones democráticas. Este deterioro de la confianza puede llevar al desinterés en la participación política, a la fragmentación social y, en casos extremos, al ascenso de movimientos autoritarios que prometen restablecer la “honestidad” mediante medios no democráticos.

Para combatir la corrupción, no basta con implementar medidas legales y políticas. Es necesario un cambio cultural que promueva la integridad, la transparencia y la responsabilidad en todos los niveles de la sociedad. La educación en valores éticos, el fortalecimiento de las instituciones democráticas y la participación activa de la ciudadanía en la vigilancia del poder son esenciales para construir una cultura de la legalidad que rechace la corrupción en todas sus formas. En última instancia, la corrupción no es solo un problema de quienes ocupan cargos de poder, sino un desafío colectivo que requiere la implicación de toda la sociedad.

Por ello, el tiempo de la impunidad debe llegar a su fin. La corrupción no puede ser vista como un simple desliz administrativo o una mancha pasajera en la carrera de un político; es una traición a la sociedad, al bien común y a los valores fundamentales que sostienen nuestra convivencia democrática. Aquellos que, habiendo sido elegidos para servir, eligen traicionar esa confianza, deben enfrentar las consecuencias más severas. Es momento de expulsar a los corruptos de la política, de condenarlos sin atenuantes, y de asegurarnos de que nunca más puedan ocupar un cargo público. No podemos permitir que quienes han roto el contrato ético con la sociedad sigan beneficiándose de su poder o tengan la oportunidad de hacerlo de nuevo. La corrupción es un cáncer que amenaza la salud de nuestras instituciones, y solo mediante su extirpación radical podremos sanar las heridas que ha dejado en nuestro cuerpo social.

La propuesta es clara: aquellos que sean señalados y comprobados como corruptos deben ser expulsados de inmediato de la vida pública. Sus acciones son una afrenta directa a la justicia y una violación de la confianza que les fue otorgada. Es hora de que las leyes reflejen la gravedad de este delito y actúen con la contundencia necesaria para proteger a nuestra democracia de aquellos que buscan destruirla desde dentro. Solo así podremos empezar a reconstruir la confianza y la integridad que nuestras instituciones y nuestra sociedad merecen.

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