Hegel entendía que al filósofo le compete la noble tarea “de poner la propia época en conceptos” y por ello reflexionar sobre política no es algo superficial para quien quiera comprender mejor el mundo en el que vive. El ámbito político se ha vuelto cada vez más un espectáculo, donde los políticos buscan captar la atención del votante y los medios de comunicación se esfuerzan por mantener las audiencias. Las contiendas electorales a las que asistimos a través de los medios y las redes sociales están dentro de la lógica mediática del “impacto” y la superficialidad, incluso cuando se mezcla con religión. No se atiende demasiado a los contenidos, ni mucho menos a los programas o ideas de fondo, sino que lo que interesan son los personajes y su “actuación”. Cada discusión, cada frase en contra de otro, cada anécdota conflictiva, cada problema de imagen de unos y otros, es lo que interesa. Lo que importa es mantener el personaje como centro de atención y no perder la audiencia, pero los problemas reales y lo que se deba hacer para mejorar un país, importa menos o casi nada, porque se considera aburrido hablar en serio de cualquier tema, además de que las verdaderas soluciones son a largo plazo y no interesan en las campañas. De hecho, cuando algún excepcional candidato quiere profundizar en serio sobre alguna propuesta o sobre la importancia de acuerdos políticos a largo plazo, le cambian de tema con alguna anécdota o dichos polémicos de otro candidato. Las campañas no muestran las ideas, sino que buscan empatizar con el votante mostrando a los candidatos en su intimidad, en situaciones cotidianas, hablando de comida, de música, de fútbol, o de su familia, con relatos emotivos de su infancia, como un “Gran Hermano” que contempla a una persona que es “como tú y como yo”. Así se vuelven personajes “cercanos” donde lo que se comunica son sentimientos positivos, pero un gran vacío de ideas.
Las redes sociales se han vuelto su principal campo de juego, especialmente en twitter, donde con la excusa de estar disponible para todos y sin mediaciones, se crea la ilusión de una especie de “democracia directa” a través de redes, que también crea frustraciones y un gran nivel de agresividad. Sin contar con la cantidad de estrategias e inversiones en trolls, bots y fake news para aplastar a los oponentes en ese nuevo espacio “de discusión”.
Esta situación se complejiza más cuando crece una política sectaria e irracional, donde las discusiones son hiper-emocionales y refuerzan una visión maniquea de la realidad: buenos-malos, amigos-enemigos, y donde el fundamentalismo ideológico anula el pensamiento crítico y olvida el valor del pluralismo en la discusión pública.
Parecería también que no se pretende gobernar para todos, sino para el “partido”, como si en lugar de buscar acceder al gobierno de todos, se buscara siempre agradar a las propias filas y si se llega al poder, castigar a “los otros” y beneficiar a los propios, con lo cual se desvirtúa uno de los fines de la política: el bien común.
En algunos contextos actuales la política deja de ser una actividad pensada para el gobierno de los asuntos públicos a pretender ser una fuerza salvadora como sucedáneo de la religión, como si la política pudiera solucionarlo todo. Esto genera también frustración por expectativas demasiado altas y menos realismo para comprender la sociedad y realidades que están más allá de lo político.
Recuperar la vocación política: el bien común.
La política es el espacio de lo público, que se constituye en un espacio de todos, que interesa a todos y que afecta a todos. En la plaza pública se habla de lo que concierne a todos y se apela a la razón de todos. Este espacio es participable por todos y transparente a todos. En este espacio hay normas, leyes, reglas de juego que hay que respetar para el buen funcionamiento de la vida en común. El espacio público a su vez es acotado, distinto del territorio privado. Lo “público” y lo “privado” no deben enfrentarse, aunque en cada época y cultura varíen sus límites. Un peligro constante en la vida política es la oposición o la confusión entre ambos ámbitos. En la tradición democrática occidental un elemento central es la igualdad de cada ciudadano, donde cada uno tiene los mismos derechos. Todos pueden hablar, proponer, contradecir, en igualdad de condiciones con todos y cada uno de los demás ciudadanos. A su vez, las personas designadas por todos para funciones públicas son responsables ante todos y deben dar cuentas de su gestión.
La actividad política es capital para la construcción de una sociedad verdaderamente humana. Responde a la dimensión social del ser humano y a su carácter abierto, en construcción de su mundo, porque la realización humana y la responsabilidad están profundamente implicadas en la política. Si se quiere humanizar la sociedad no se puede eludir la actividad política. Si bien es un quehacer complejo que exige conocimientos técnicos, que apela a la responsabilidad moral y que exige la información necesaria para un prudente discernimiento en la toma de decisiones, es una actividad profundamente humana y de una gran responsabilidad.
La idea que tengamos de la política estará siempre relacionada a las concepciones que tenemos del ser humano y de la sociedad. Si percibimos la sociedad como un espacio naturalmente conflictivo y tenso (Heráclito, Maquiavelo, Hobbes, Marx, Schmitt, Weber) o como un orden que hay que descubrir y realizar (Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Rousseau, Kant), marcará una comprensión distinta de lo que entendemos por política y por ello existen grandes diferencias a la hora de pensar soluciones para los problemas de cada tiempo. A cada concepción política le corresponde una idea de ser humano y por ello esta división -un tanto simplificada- nos muestra que, aunque apelemos al bien común como fin de la política, no todos lo entienden del mismo modo. De ahí la necesidad del debate de ideas.
La importancia del debate para la democracia.
En tiempos de fundamentalismo religioso y político, de ausencia de ideas y de pensamiento rápido y superficial, los debates están en desuso, salvo que se conviertan en un divertimento mediático. Como estrategia de desgaste unos se oponen sistemáticamente a todo lo que venga del otro lado, sin importar el tema, aunque en otro contexto estarían de acuerdo. Muchos no se toman la molestia de tratar de entender las razones de sus oponentes, simplemente porque no les importa. Pero la democracia vive de la fe en la posibilidad de un entendimiento racional (R. Spaemann), y el debate político tiene sentido porque los seres humanos somos capaces de entendernos racionalmente entre nosotros, de entender que una opinión es más razonable que otra. Cuando reconocemos que no somos dueños de la verdad, sino que podemos, en la búsqueda de la verdad y del bien común, discutir razonablemente y hasta cambiar de parecer en el camino, se hace un gran bien a la democracia. Si el fin de la política es el bien común, si de verdad interesa el bien de la sociedad no debería existir miedo de explorar todas las razones que puedan ser pensadas, aunque no fueran las propias. En cuestiones políticas, donde no hay verdades eternas y donde los problemas son cambiantes y complejos, resulta fundamental el discernimiento político gracias a un sano debate.
En asuntos fundamentales para el bien social y político es preciso que existan acuerdos a largo plazo, producto de una reflexión seria y responsable, y no que cada partido trate de refundar la nación cada vez que comienza el nuevo gobierno.
El debate constituye la esencia misma de la vida política (H. Arendt). Y es que el miedo a la racionalidad, a la discusión abierta, sincera y crítica, es una de las fuentes del fanatismo irracional, del fundamentalismo y del abuso del poder político. Donde no hay debate público no hay comprensión racional y la vida política se degrada. Quienes no son capaces de poner sus ideas en confrontación democrática con las de los demás y solo quieren escucharse a sí mismos. Es fácil darse cuenta cuando alguien no quiere pensar, porque al escuchar un argumento, en lugar de pensar y responder con otro, se limita a insultar o a cambiar falazmente de tema.
Entender la democracia como una comunidad ética y no como un artificial equilibrio de intereses y poderes que se relevan cada tanto, nos puede ensanchar el horizonte para pensar el bien de todos y el respeto por cada uno. Rebajar el respeto o limitarlo solo a los que piensan como uno, es poner en peligro la democracia y olvidar los fundamentos de una auténtica vocación política.
El factor religioso en la actual coyuntura política.
En este año electoral, las novedades no son solamente la variedad de partidos nuevos, candidatos y posturas, la reconfiguración que ha dado a la política el mundo digital y las redes sociales, sino especialmente la incidencia del factor religioso, tradicionalmente invisibilizado en Uruguay y que ha ganado la atención de actores políticos, analistas y medios de comunicación. Esto ha sido evidente a todos por el nuevo compromiso de los grupos neopentecostales en el debate público y su militancia política, no solo en Uruguay y Brasil, sino en toda América Latina. Para quienes están acostumbrados a ubicar a los actores políticos en esquemas de izquierda-derecha, les complica el análisis de la conducta electoral de los ciudadanos que van cambiando de opción política no por razones ideológicas tradicionalmente ubicadas en los partidos, sino por razones éticas, emocionales, de afinidad religiosa o de defensa de sus propios intereses que los ven reflejados en candidatos afines a su sentir y no por cuestiones de ideología política.
Pero hablar de lo religioso en Uruguay es siempre complejo y muchos lo ven como algo marginal o accesorio, debido al desconocimiento general que existe del fenómeno. Cada vez que el tema aparece en los medios o en discusiones entre actores políticos, se repiten los prejuicios de siempre, simplificaciones y estereotipos que no dan cuenta de la realidad y que la mayoría de las veces no permiten una comprensión más profunda del tema. Y es que también los modos de comprender la laicidad han ido cambiando (Caetano, El Uruguay laico, 2012) y la aparición pública de signos y discursos religiosos ha ido aumentando de formas muy distintas a lo que estábamos acostumbrados.
Líderes religiosos de antiguas y nuevas formas de religión aparecen en listas de diferentes partidos y pueden ir cambiando de color partidario según se les ofrezca un lugar de relevancia e influencia, o se les prometa la futura defensa de sus intereses, ya sea su agenda moral o sus preocupaciones más urgentes. Además, con la pérdida de convocatoria en las bases que han tenido los partidos en los últimos años, los nuevos movimientos religiosos ofrecen la militancia de sus iglesias que convocan más personas que un acto partidario. De hecho, en toda América Latina se percibe con claridad, como es cada vez más frecuente en tiempo electoral, la visita de candidatos a las iglesias y centros de culto a orar o dar discursos políticos decorados con pensamientos espirituales.
¿Se tienen en cuenta los cambios religiosos y su impacto en el ámbito político? ¿Las encuestas sobre preferencias políticas preguntan sobre identidades religiosas para conocer los cruzamientos que complejizarían el análisis?
Neopentecostales y compromiso político.
Durante décadas los evangélicos más conservadores y los neopentecostales en particular tenían un fuerte rechazo a cualquier vínculo con la política, especialmente exhortados a esperar la segunda venida de Cristo y a desentenderse de temas “mundanos”. Pero esto cambió a finales de la década de 1980 y especialmente en los años 90 hasta la actualidad. A medida que fueron creciendo en número e influencia mediática, comenzaron a reclamar un lugar en la sociedad para iluminar con su mensaje a todos. No hay en ellos una instrumentalización de la fe con fines políticos, sino al revés: se ve en la política un instrumento al servicio de la misión religiosa: “ganar a todos para Cristo”. Esto va de la mano en que buscan no tanto las multitudes de pobres como fue en décadas anteriores, sino llegar a sectores de influencia: políticos, grandes empresas, periodistas, comunicadores, y personajes “famosos”, con una visión más estratégica para poder “influir” desde los lugares de poder.
El investigador peruano J. L. Pérez Gudalupe, quien ha dirigido una investigación en diez países de nuestro continente (2018), afirma que no se ha podido comprobar empíricamente un “voto confesional”, “que lleve a los evangélicos a votar por candidatos evangélicos, ni tampoco se ha demostrado que el factor religioso sea determinante en contiendas electorales”. Considera que “existe una sobrepresentación política de los evangélicos que no se refleja en los votos”. Sin embargo, se sabe que pueden ser apoyados por quienes compartan su agenda moral y que no es igual en todos los países. A pesar de estos matices considera que “lo que ha sucedido en varios países del continente ha significado la consolidación de los evangélicos neopentecostales como los nuevos actores políticos del continente”.
Según él, los neopentecostales tienen más impacto electoral que político, porque no han desarrollado un pensamiento social y político propio, ni planes de gobierno. Trasladan con mucha ingenuidad “principios bíblicos” como si la política fuera una megaiglesia.
Así como algunas iglesias neopentecostales brasileñas apoyaron por igual a Lula, Dilma o Bolsonaro, dejando sin posibilidad de comprensión a quienes quieren ubicar “a la derecha” o “a la izquierda” a estas nuevas iglesias, en otros ámbitos religiosos sucede lo mismo, pero tal vez no de modo tan visible. El análisis de las convicciones religiosas no responde a los esquemas políticos con los que estamos familiarizados.
Católicos, evangélicos y cambios electorales.
Las iglesias evangélicas más tradicionales, ya sean más liberales (Metodistas, Valdenses, Reformados) o conservadoras (Bautistas, Pentecostales) critican duramente estas alianzas políticas entre iglesias enteras (neopentecostales) y partidos políticos. Al igual que los católicos, las iglesias evangélicas comparten la defensa de la libertad de conciencia y la autonomía del ámbito político respecto de la doctrina religiosa y de las iglesias. Incluso muchos candidatos que pertenecen a estas iglesias, a lo largo de la historia del Uruguay no han identificado la política partidaria con la identidad religiosa, ni tampoco lo ven con buenos ojos. La Iglesia Evangélica Armenia emitió un comunicado hace varios meses con una fuerte crítica a cualquier compromiso institucional entre iglesias y partidos políticos, defendiendo valores democráticos y de autonomía de lo político y lo religioso, como también lo expresó el Cardenal Daniel Sturla. El desconocimiento de la diversidad y el pluralismo teológico y político que existe dentro del cristianismo es causa de injustas generalizaciones y grandes confusiones a la hora de interpretar la relación entre religión y política en la actualidad.
Contrariamente a lo que muchos imaginan, entre los católicos, al igual que entre las iglesias evangélicas históricas, sus jerarquías no orientan el voto y aunque quisieran hacerlo, sus fieles no siguen a sus líderes en cuestiones políticas. Los fieles de las iglesias cristianas (católicos y evangélicos) son mucho más libres de lo que muchos piensan, a la hora de tomar sus decisiones electorales. Pero no sucede así en las iglesias neopentecostales de corte más fundamentalista, en cuyos cultos de primacía emocional llevan a los candidatos a predicar a sus templos y oran por ellos.
Por otra parte, en el caso católico hay fenómenos que no se tienen en cuenta en los análisis políticos. En Montevideo la mayoría de los católicos han votado históricamente al Frente Amplio, aunque hay católicos en todos los partidos. Sin embargo, en los últimos años se han visto transformaciones en los militantes católicos que han ido a parar a otros discursos políticos. Si bien no hay datos para afirmarlo, tal vez porque no se lo tiene en cuenta en las encuestas, sería interesante reflexionar sobre un ejemplo al que pocos prestan atención: los católicos practicantes que han abandonado los partidos tradicionales en los que militaban, para irse detrás de Guido Manini Ríos. No parecen ser muchos, porque el Partido Nacional y el Frente Amplio tienen todavía a gran parte de los católicos entre sus filas, pero se puede ver en redes sociales de muchos católicos (anteriormente blancos, colorados o frenteamplistas), el apoyo a la candidatura de Manini. Grupos en Facebook tradicionalmente dedicados a temas de espiritualidad, hoy tienen avisos de Cabildo Abierto. Y la razón no tiene tanto que ver con “la derecha”, ni con los “militares”, sino con que Manini es conocido como católico práctico, defensor de los valores cristianos y del ideario artiguista, quien además ha hablado abiertamente del “Artigas Católico” del que han escrito Mario Cayota y Pedro Gaudiano, afín a la opción preferencial por los más pobres y a los valores del humanismo cristiano. La caricatura que algunos hacen de Manini por su origen militar despista de un análisis más profundo de sus ideas y de las razones del interés de votantes cristianos en apoyarlo, incluso de evangélicos que se sienten respaldados en su identidad cristiana. Casos como este podrían decirse de otras tantas opciones electorales, donde las cuestiones filosóficas, éticas y religiosas de fondo tienen mayor peso en las personas, que discusiones sobre políticas económicas o modelos de gobierno. Otro caso de interesante análisis sería el debate en torno al pre-referendum del 4 agosto, que dividió a los católicos en las redes sociales, con discusiones muy variadas que reflejan un mayor pluralismo de posturas del que suele pensarse, independientemente de las opciones partidarias.
El desconocimiento de lo religioso en Uruguay no solamente genera interpretaciones reduccionistas de la realidad y de la coyuntura política en particular, sino que también es fuente de prejuicios y discriminación hacia las personas que profesan públicamente una fe religiosa, lo cual también perjudica el sano debate de ideas, donde todas las razones sean escuchadas y discutidas racionalmente, sin exclusión por prejuicios ideológicos.
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