El socialismo real era una patraña inventada por la propaganda comunista
En 1989 yo vivía en Estocolmo. En junio viajé a Montevideo. Me había ido en 1985 y era la primera vez que regresaba. Estuve un mes y medio en Uruguay. Tenía dos cosas para comentar con los amigos, todos de izquierda, pero solo hice algunos intentos en los primeros días y luego me callé.
La primera cosa que yo quería comentar era que, según informaban los medios de prensa europeos, el gobierno de Rumania era una dictadura fascista que podía terminar en cualquier momento en una revuelta popular, en una masacre, en una guerra civil o todo junto. Mi sorpresa fue que en Uruguay nadie estaba al tanto. Pero mucho más me sorprendió que nadie quisiera escuchar sobre el particular. Lo hablé incluso con dirigentes, como Jaime Pérez, que era secretario general del Partido Comunista. Me di cuenta de que lo que yo decía le parecía muy extraño. No tenía información sobre Rumania ni sobre ninguna cosa que pasara en los países socialistas. Mejor dicho, supongo que sí tenía información: la que le llegaba oficialmente desde Moscú. En resumen: no le interesó lo que yo podía contarle.
La segunda cosa que quería comentar era que, también según los medios de prensa europeos, en la URSS podía ocurrir algo similar a lo que se anunciaba para Rumania. Habría rebelión popular, represión, muertes, tal vez masacres, guerra civil o todo junto, y la URSS podía llegar a dividirse en muchas repúblicas.
¿Por qué en 1989 yo tenía esa impresión acerca de lo que pasaba no solo en la URSS sino en todos los países socialistas del este de Europa? Mi conclusión no partía de análisis políticos ni económicos para los que no estaba ni estoy formado. Mi conclusión tenía origen en las noticias de la prensa sueca. Bastaba ver el informativo de la televisión para imaginarse el final. En toda Europa occidental se sabía lo que se avecinaba. La izquierda europea no hacía nada, más que callarse y esperar. No creo que pudiera hacer mucho.
En 1989 yo tenía dos experiencias que me llevaban a aceptar que lo que decían las noticias de la televisión podía ser verdadero y no solo campañas de desprestigio de la prensa capitalista. Mi error fue tratar de hablar de estas cosas. Eso es así todavía hoy. Llevo meses pensando en escribir esto y no sé si debo. ¿Es necesario? No sé si no es mejor seguir en silencio. No estoy hablando de lo que les pasó a otros. Hablo de lo que me pasó a mí, que también fui creyente, fervoroso defensor de la Revolución cubana, admirador del Che. Muchos amigos míos acabaron en la cárcel por defender esas ideas. Algunos murieron. Casi todos éramos muy jóvenes.
El silencio obligado de 1989 era idéntico a otro silencio, ocasionado por idénticos motivos, al que había sido sometido dos años antes.
En 1987 había estado un mes y medio en La Habana y en 1988 una semana en Leningrado. Esos dos viajes cambiaron mi forma de ver el mundo. Las noticias de la televisión en 1989 confirmaban lo que yo había intuido en esos dos viajes. El socialismo era una ilusión de millones, pero Cuba y la URSS eran un desastre económico, social, político. Por encima de todo eran, para mi modo de pensar entonces, un desastre moral. Eran regímenes dictatoriales en los que no existía la libertad de expresión ni de reunión ni de cátedra, donde gobernaban burócratas que, apoyados en la Policía y las Fuerzas Armadas y en un ejército de civiles delatores, explotaban al pueblo. En nombre del pueblo vivían del pueblo. Ninguna diferencia con otras dictaduras. En cualquier caso, las dictaduras de derecha tenían término. En cambio, el socialismo, en camino hacia el comunismo, iba a ser eterno e incambiable.
El socialismo real era una patraña inventada por la propaganda comunista y por la obsecuencia de quienes no se atrevían a criticar porque no querían quedar en evidencia. La izquierda democrática, si criticaba, era acusada de estar al servicio de la derecha.
Lo que se sabía en 1989 sobre la desastrosa realidad de la URSS y los países socialistas era prácticamente nada comparado con lo que se ha conocido en los últimos treinta años. Sociedades gobernadas por burócratas corruptos y criminales que, cuando los regímenes implosionaron, se transformaron en mafias que acabaron robándose todo. El espionaje y la delación como forma «normal» de control y dominación de los ciudadanos. La Stasi de la República Democrática Alemana (RDA) iba a ser ejemplo de lo anterior.
Yo no predecía ni adivinaba, solo me guiaba por las noticias que eran públicas y a las que cualquiera que viviera en Europa podía acceder. ¿Cómo tomaba esos hechos la izquierda uruguaya, mis amigos? Hasta hoy no lo sé. Lo que sí sé es que no pude trasmitir a nadie mi visión sobre lo que iba a pasar en la URSS porque nadie quería escuchar.
Treinta y dos años después ocurre algo similar con Cuba. Hoy es prácticamente imposible hablar con amigos de izquierda sobre Cuba, a menos que sea para elogiar el socialismo cubano y denunciar el bloqueo de Estados Unidos. No se puede criticar nada ni poner en duda la viabilidad del proyecto cubano. Si no es para elogiar al régimen de los hermanos Castro, cualquier cosa es contrarrevolucionaria, proimperialista, cipaya. Durante muchos años yo también me he atenido a esa norma de la izquierda uruguaya y latinoamericana. No he querido tener problemas con amigos y compañeros con quienes nos conocemos desde hace más de cincuenta años. No defiendo la Revolución cubana, pero tampoco digo lo que pienso sobre ella. Me informo, estudio, leo la prensa, y cierro la boca.
Cuba es un país muy pobre y no a causa del bloqueo sino porque no produce nada. En Cuba no hay libertades de ningún orden. Es la dictadura del Partido Comunista. Más concretamente: es la dictadura de la familia de Fidel Castro y de un pequeño grupo de generales y de burócratas que durante seis décadas aceptaron y aplaudieron los delirios mesiánicos del jefe, como el proyecto de la vaca titánica que inundaría la isla de leche. O la Ciudad Nuclear de Juraguá, con los reactores atómicos soviéticos bajo la dirección del hijo de Fidel Castro. Iba a ser el Chernóbil caribeño. Por suerte no fue nada porque la URSS desapareció y Cuba no tuvo recursos para seguir con el proyecto disparatado del comandante en jefe. Hoy es una monstruosa estructura de cemento agrietándose en el campo, rodeada por un grupo de gente a la que trasladaron allí, que iban a ser los privilegiados habitantes de la Ciudad Nuclear.
Cuando salí de la cárcel, en 1985, seguía siendo partidario de la Revolución cubana, pero tenía mis aprehensiones. En la cárcel había hablado con compañeros que estuvieron entrenándose en Cuba en 1970, en particular con el más locuaz de todos ellos, el periodista Samuel Blixen. También compartí la celda con el Cholo González, dirigente cañero que había estado exiliado en Cuba y al regresar de modo clandestino fue apresado, torturado y metido en la cárcel de Libertad.
En aquel tiempo mis dudas eran abstractas. Recuerdo que en una de las charlas le pregunté a Blixen cuál era la diferencia entre el Estado cubano y el Partido Comunista. Porque de los cuentos que se hacían parecía que fuera del Partido Comunista, constituido por una minoría, no había ciudadanos. ¿Qué pasaba con los que no eran comunistas? Por ejemplo, para ingresar a la Universidad había que estar afiliado a la Juventud Comunista. ¿Eso era así? Entonces, de ser cierto, ¿quiénes no eran comunistas no podían ir a la Universidad?
Fui silenciado por otros que estaban en esa conversación. Uno de ellos me preguntó si yo era fascista.
Por situaciones similares, y por otros motivos entre los que incluían algunas lecturas, ya en la cárcel había empezado a sospechar que el socialismo, sistema que yo suponía era más justo, equitativo, que permitía al individuo un desarrollo más pleno, no funcionaba. Aunque quizá fuera mejorable. También las lecturas me hacían dudar de que aquello en que yo creía fuera algo digno de dedicarle la vida, o de sacrificarla, como en parte habíamos hecho quienes estábamos presos.
Con esas dudas llegué a Suecia en diciembre de 1985. Si bien al comienzo de la vida en Estocolmo no entendía casi nada porque el idioma me lo impedía, al poco tiempo empecé a entender qué era ser ciudadano. Yo en Suecia me hice ciudadano y esa experiencia pasó a ser un baremo personal para juzgar el nivel democrático de las sociedades. La izquierda sueca era democrática, civilizada, respetuosa de las instituciones.
El viaje a Cuba en 1987 fue una casualidad. Yo estaba en pareja con Anna Rydmark, que es partera. El sistema de atención a las mujeres en Suecia tiene una peculiaridad que creo es única en el mundo. Las parteras atienden todo el proceso, desde la asistencia a niñas y adolescentes, la planificación familiar, la atención a mujeres embarazadas, hasta el parto. Solo cuando hay una anomalía, una patología, se recurre a un médico. Esto, como es evidente, hace que en ese sector sea mucho más económica la atención sanitaria a las mujeres.
Una alemana que vivía en Cuba, exesposa de un cubano, Monika Krause, que era miembro de la dirección de la Federación de Mujeres Cubanas, conocía el sistema sueco. De visita en Estocolmo tomó contacto con Anna y la invitó a dictar un curso en La Habana con financiación de la Organización Panamericana de la Salud. Así se hizo y viajé con Anna. Yo me pagué mi pasaje. Fui de mero acompañante, para hacer nada.
No sé qué esperaba ver en Cuba, pero siento, después de treinta y cuatro años, que fue un choque cultural y emocional. Sentí un rechazo general por todo lo que vi y viví. Fue tan grande mi rechazo que me daba cuenta de que, si yo viviera en Cuba, estaría en la cárcel. Por algún motivo habría terminado preso. Y motivos no faltaban. La falta de libertad era el más notorio. La soberbia de funcionarios del Partido Comunista era otro. Era evidente que había, a primera vista, dos categorías de personas, como si fueran razas: la de los dirigentes comunistas y sus familias, una ínfima minoría, y la del resto, que eran casi todos los cubanos.
Entendí en La Habana que, si aquello era socialismo, yo no lo quería para Uruguay. Empecé a entender que la sociedad uruguaya tenía instituciones republicanas sólidas, creadas a lo largo de decenios por los partidos de derecha, y hábitos de convivencia que en Cuba no solo no se conocían; además, el gobierno cubano no tenía ningún interés en fomentar algo similar en la isla. Cuando preguntaba por qué no había cooperativas de producción me decían que eso era puro capitalismo. El comandante en jefe detestaba las cooperativas. ¿Por qué los cubanos no podían viajar al exterior, como cualquier latinoamericano? La respuesta, como para tantas preguntas, era el silencio, la cara de temor, el gesto de «eso aquí no se habla».
El silencio en Montevideo de 1989 me recordó que, en 1987, cuando volvimos de La Habana a Estocolmo, no pudimos contar a nadie nuestras impresiones. Ni uruguayos ni latinoamericanos ni suecos querían escuchar lo que habíamos conocido.
Decían que exagerábamos o que habíamos mirado con una visión «capitalista» lo que debía ser visto desde la óptica del «socialismo». La reacción más violenta de los interlocutores se producía cuando les decía que lo del hombre nuevo era una fantasía, una invención mayúscula. En Cuba ya nadie se creía ese cuento de connotaciones religiosas. No conseguimos que ningún cubano, de las decenas que conocimos, quisiera hablar en serio sobre el hombre nuevo. Lo máximo que lográbamos era una sonrisa, y a veces una carcajada: «Deje eso, asere».
Hoy Cuba es un asunto que no se puede tratar con amigos de izquierda. He dedicado los últimos cuatro años a leer sobre Cuba, trabajos de prensa, libros, investigaciones académicas. Cuando intento decir algo, incluso gente que nunca estuvo en Cuba ni ha leído nada sobre la realidad cubana me dice que tengo una visión «distorsionada», me hablan del bloqueo, etc. Hace un rato pasé frente al Palacio Legislativo. En un muro, con grandes letras negras y sin firma alguien escribió: «Fuera gusanos». Supongo que el mensaje está dirigido a los cubanos que vienen a vivir a Uruguay. Todavía hay entre nosotros quienes, como hace sesenta años hacíamos los jóvenes de izquierda, a quien se va de Cuba lo llaman gusano. En Cuba, además, como si el país fuera un gran cuartel, a los que se van les dicen desertores.
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