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Alfred Hitchcock, el malabarista de las imágenes

Alfred Hitchcock, el malabarista de las imágenes
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En el día de ayer se cumplieron 40 años de la muerte de Alfred Hitchcock. ¿Qué decir de él que ya no se haya dicho? Tomé contacto con su obesa figura a través de sus viejas películas pasadas en la TV, pero mi camino a su obra se allanó debido a dos hechos. El primero fue la exhibición en 1990 en Alfabeta de tres obras mayores del director: La soga, La ventana indiscreta y Vértigo. El segundo fue en 1992, cuando a causa de un estúpido accidente sufrí un problema en la rótula que me obligó a guardar cama durante semanas. Allí se dio una triple casualidad: una amiga me regaló la magnífica biografía de Donald Spoto Alfred Hitchcock: la cara oculta del genio. Eso me hizo recordar que en mi biblioteca dormía El cine según Hitchcock, registro de las conversaciones del maestro con François Truffaut. Y por su parte el recordado Ronald Melzer desde Video Imagen me bombardeó con los films del maestro que aún no había visto. De esa forma trabajosa y fascinante accedí a la obra casi total del inglés, a quien admiro aún en sus fracasos, porque digámoslo ya: Hitchcock era desparejo, aunque soy cómplice absoluto de su estilo y su obra global.

Hitchcock era un malabarista de la imagen, un verdadero encantador de serpientes que sabía contar historias descabelladas haciéndolas creíbles al público. Profundizando en sus films no puede pasarse por alto el extremado dominio de la técnica cinematográfica de la que hizo gala, clave para que sus demenciales argumentos sean racionalmente digeribles. Sólo así puede explicarse el efecto que logra con varias escenas imborrables: la insólita fumigación de una avioneta al azorado Cary Grant de Intriga internacional; la muerte de Martin Balsam en Psicosis, bajando una escalera de espaldas hasta caer muerto en el rellano, cuando en realidad la toma fue filmada haciendo subir a Balsam la escalera y montando luego el fragmento al revés; el crimen cometido por Robert Walker enfocado desde el cristal de los lentes tirados en el suelo, en Pacto siniestro; o la escena del vaso de leche que Cary Grant lleva a Joan Fontaine en La sospecha, donde lo único que atrae la vista del espectador es dicho vaso, porque en él no había leche sino que estaba pintado de blanco con una bombita de luz encendida dentro, para dejar negro el resto de la pantalla. Hitchcock siempre hizo gala de una imaginación prodigiosa para resolver las tareas más difíciles con poco dinero y gran habilidad. Aún en sus operativos más riesgosos y elaborados (la ducha de Psicosis, los complicados rodajes de La soga y Los pájaros), el maestro supeditó la técnica al guion, al revés de lo que Hollywood ha hecho siempre.

Otro rasgo visible en Hitchcock es su extrema minuciosidad, la planificación previa al rodaje de cada plano, mediante dibujos que realzaban con lujo de detalles el enfoque de una escena desde su mejor ángulo. De esa manera puede comprenderse su declarado romance con el guión técnico, equiparable a su desinterés por el rodaje en sí mismo y la dirección de actores. Sin embargo, sería un error ver a Hitchcock sólo como un técnico, ya que desde su inicio en los años 20 podemos advertir las sutiles variaciones a las que se dedicó sobre tópicos sólo en apariencia anecdóticos. Su famoso efecto de tensión pone en juego la angustia del espectador, pero también su inteligencia para advertir la sutil diferencia entre terror y suspenso: cuando en Psicosis es sorprendida en la ducha, Janet Leigh resulta invadida por el terror, pero nosotros, que ya hemos visto la sombra deslizándose en el baño, lo que sentimos antes que aparezca el cuchillo es suspenso. Otro rasgo de estilo es que la ambigua personalidad del malo atraiga más nuestra atención que la del bueno: en Psicosis ¿quién no se ha puesto en el lugar de Anthony Perkins queriendo que el coche se hunda de una buena vez en el pantano? En los films de Hitchcock hay además una inteligente preeminencia del silencio junto a momentos de corrosivo humor, más una acción vivaz apoyada en el contraste entre luz y sombra.

Y también existe un tema recurrente, el del falso culpable, el inocente a quien persiguen la policía y los criminales al mismo tiempo, y que escapa sin entender nada de lo que sucede a su alrededor. Para llevar adelante sus historias el maestro utilizó tres asuntos repetidos: el azar omnipresente, las escenas en las alturas (con las dos cumbres de la Estatua de la Libertad en Saboteador y Mount Rushmore en Intriga internacional) y la constante utilización de ferrocarriles, muchas veces con clara connotación sexual, como sucede en la toma final de Intriga internacional. Por ahí llegamos al costado más oscuro de un genio que se anticipó a Roman Polanski en lo que a morbo se refiere. Esa zona siniestra de Hitchcock, volcada en sus mejores obras, lo convirtió en una suerte de Dios profano, en medio de un universo en el cual el verdadero Dios parece estar muerto. Hitchcock declaró: “El crimen antiguo derramaba sangre a la vista, provocando terror religioso, santificando las vidas a las que ponía fin. Hoy la maquinaria bélica asesina a los hombres negando el valor intrínseco de la existencia. Los crímenes modernos no son pasionales sino estratégicamente planeados, son humanamente imperdonables”. Por eso Hitchcock parece menos interesado en la razón para matar que en entender a sus criminales, hombres que hallan en el asesinato y una sexualidad torturada las dos únicas razones para vivir. Esos psycho-killers traducen la personalidad traumada de Hitchcock: su fetichismo por las rubias, su aura sadomasoquista, su visceral terror a la policía, su condición gay oculta bajo una fachada matrimonial, datos que pertenecen al chismorreo barato, pero que sin duda explican una obra muy singular y talentosa.

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Amilcar Nochetti Tiene 58 años. Ha sido colaborador del suplemento Cultural de El País y que desde 1977 ha estado vinculado de muy diversas formas a Cinemateca Uruguaya. Tiene publicado el libro "Un viaje en celuloide: los andenes de mi memoria" (Ediciones de la Plaza) y en breve va a publicar su segundo libro, "Seis rostros para matar: una historia de James Bond".