Entre las artes visuales, el dibujo es un invento mental. No hay líneas en la naturaleza. Ni siquiera es el borde de una hoja: es límite de un plano. Hay colores, volúmenes, objetos palpables, visibles. Con razón, Paul Valéry sentenció que el dibujar es como el pensar. Es el juicio que habla al juicio. Con la diferencia de que el acto de dibujar consiste en algo concreto, físico, en una línea que se desliza sobre un papel o una pared, en especial cuando es pura, libre de sospechosas sombras o densidad de sustancia, casi inmaterial. El dibujo proporciona el vocabulario plástico de las ideas. Es una actitud o actividad del ojo y la mano en la mente en la medida que ve o piensa, registra sensaciones. Ver un objeto, establecer un percepto y representarlo no es tarea fácil. No lo fue hasta que el hombre primitivo adquirió la capacidad de abstracción: transformar sus percepciones sensibles en imágenes concretas y encontrar la manera de representarlas.
El dibujo es admirado en los períodos prehistóricos; entre los artistas quedó subordinado a las otras modalidades visuales, boceto, estado preparatorio de la obra mayor. Pasó mucho tiempo para recién ser estimado por los críticos e historiadores como un elemento fundamental para entendimiento de la elaboración y sentido del autor de la obra. Un caso célebre son los realizados para Guernica por Picasso fotografiados por Dora Maar, entre otros anteriores. A partir del siglo xx el dibujo adquirió su real autonomía, afirmó su fecunda centralidad expresiva y sigue vigente en la actualidad en múltiples bienales dedicadas a esa disciplina primera.
Equilibrios de Andrea Finkelstein, en el Museo Nacional de Artes Visuales (mnav), presenta una modalidad diferente con 13 grandes dibujos de alto voltaje poético. Montevideana nacida en 1967, egresada de la Escuela Universitaria de Psicología, estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes y en los talleres de Nelson Ramos, Guillermo Fernández, Enrique Badaró y Olga Pareja, que ampliaron en diversidad su oficio y conocimiento de materiales y sus posibilidades. En su currículo —como en el de la mayoría de sus colegas— están ausentes sus viajes, esenciales para la formación y conocimiento de otras realidades, contacto con diferentes sensibilidades, otros idiomas, otras maneras de estar en el mundo. Finkelstein se marchó a Europa durante nueve meses, tomó base principal a Italia, recorrió diversos países como si fuera lectora de Michel Onfray en Teoría del viaje: con auténtico nomadismo, intimando con ciudades y costumbres, gastronomías y museos, exposiciones, la errancia por calles y callejuelas para sentir la autenticidad e intimar con el sabor local. No descuidó Nueva York y visitó la bienal véneta en 2015.
No es de extrañar que Equilibrios sea apenas la tercera muestra individual que realiza. Severa en la selección y en la exhibición para dar peso a una trayectoria de vida. Las muy certeras descripciones de la curadora María Eugenia Grau y las observaciones de Manuel Neves en el catálogo contribuyen al acercamiento de la obra. Una obra que oscila entre el dibujo y la pintura, indecisa en los caminos a seguir como buena viajera, ahora en el papel, y encontrar al acaso ideas entre los remolinos de los trazos. Trazo finísimo, despojado, por momentos disuelto en planos transparentes de grises o violentos golpes de pintura roja o azul, alejados de sus cerámicas anteriores, pero al mismo tiempo vinculados a los hilos de alambre, nervio conductor expresivo que en cualquier momento podría aparecer y escaparse —como lo hace la portuguesa Helena Almeida— del cuadro y continuar solitario por el espacio. Es un ovillo de grafito que devora fragmentos de la inmensidad del soporte blanco y forma archipiélagos, islotes, ondulantes, curvos, jamás la línea recta, con apoyo de mayor o menor intensidad de la línea, afirmativa o dubitativa, hasta casi desaparecer, con soluciones tan variadas como fascinantes, sugeridoras de extrañas, vagas vegetaciones que crecen a medida que avanza y pone en actividad las propias raíces y contextos. Un diálogo lineal que hay que detenerse a escuchar, a sentir el pulso atrapante del envolvimiento interminable, que se encrespa, se agranda o empequeñece, alteraciones del sentimiento o el erotismo en una suerte de arte relacional de subjetividad plural. Un territorio existencial donde la acumulación de energía es un concepto mutante de la enunciación dentro de la esfera de las acciones humanas y su contexto social. El dibujo reinventado.