In memorian: Jorge Gebelin, compañero, amigo querido
De acuerdo con algunos analistas la vuelta de la derecha se acepta como inevitable en América Latina y las elecciones de 2018 servirán para demostrar esta tendencia. Ese circunscribir dicho retorno se rompe cuando vemos más allá de las fronteras hemisféricas y observamos el acontecer en el Atlántico norte. Hace un par de años en Voces advertíamos el fenómeno europeo del renacimiento de poderosas fuerzas ultraderechistas en paralelo con las realidades de una migración descontrolada desde África subsahariana y Oriente.
Se advertía por entonces la detección en Austria del renacer de una formación extremista liderada por Joerg Haider que promovía a su candidato presidencial Norbert Hofer. Junto con la advertencia apuntábamos que varios partidos del tipo eran parte de los poderes ejecutivos de países de la región. En Grecia, se identificó a Amanecer Dorado y su principal dirigente, Nikos Michaloliakos -teleconductor encarcelado, acusado de gestionar una organización criminal- o los casos de Hungría, gobernada por Víktor Orbán y de Finlandia con el ministro de exteriores Timo Soini. Con seguridad se recuerdan y mencionan más los casos de Francia, por los avances políticos de Marine Le Pen, y al Partido de la Liberad en Holanda, de Geert Wilders. Y así podría seguirse recorriendo Europa.
El denominador común de estos agrupamientos -muchos de ellos triunfantes- es hoy la situación migratoria de la Europa atlántico-mediterránea que no se presentaba con tanta profundidad desde el final de la Segunda Guerra. Las autoridades de la Unión Europea parten -y así lo trasmiten a la población- del análisis basado en la existencia de una migración masiva que entiende como cuerpo extraño e invasor que no sólo ocupa puestos de empleo de los que carecen los trabajadores autóctonos sino que interpretan -alegan- para destruir creencias religiosas y la cultura occidental.
Mientras escribo estas líneas nos enteramos que un delincuente que dirige Forza Italia, miembro de una coalición, el resucitado Silvio Berlusconi -en unión con los xenófobos de la Liga del Norte y los neofascistas Hermanos de Italia- es factible que intervenga en la formación del próximo gobierno y llegue a proponer al nuevo primer ministro.
De regreso a América, no debe extrañar que si Trump desligó a EE.UU. del Acuerdo de París sobre cambio climático -en la práctica algo similar a decirle a Macron “va te faire foutre”- no debiera esperarse de él expresiones de menor intensidad, menos fraternas, de llegar a presentarse en la panamericana Cumbre de Lima, esa suerte de OEA bis. Por cierto, con Luis Almagro reverdeció aquello de apodar a la OEA “ministerio de colonias” o preferiblemente -como propone mi estimado Eduardo Contreras- la “yegua madrina del imperialismo”.
Con expresiones de derecha neoliberal que amenazan volver a hacerse de los gobiernos de la subregión según avistamientos de muchos -como me comenta Carlos Ruiz, desde México, con un ejemplo- queda claro, al igual que en el caso brasileño de Temer que “la gran mayoría no quiere que esté donde está, pero ahí está y esa es una de las muchas perversidades de la denominada democracia. Logran imponerse recorriendo callejones legales -en el mejor de los casos- o cínicamente mediante un golpe ‘técnico’ de Estado”. Regresan “para defender las ventajas de una sociedad capitalista de unos pocos” (extraído del último discurso del presidente Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973).
En este punto, atento a lo planteado, sostengo de nueva cuenta que algo similar a lo actual preveía -sin intención de apostrofar la pregunta retórica “¿vieron que tenía razón?”-: la derecha siempre pretenderá el gobierno del Estado como complemento indispensable para cumplir su vocación de poder; enaltecerá y pondrá como ejemplo a seguir lo que las derechas aplican en otros países; buscará el apoyo de aquellos conjuntos que tradicionalmente han servido a sus fines, como es el caso de las fuerzas armadas y en algunos casos las policiales; atacará frontal y/o subrepticiamente a las organizaciones de izquierda, gobiernos progresistas y organizaciones populares; se auxiliará para tales cometidos de los medios de comunicación que controla; se unirá a conglomerados internacionales acordes con su idealidad y ofrecerá servicios -a la vez que demandará apoyos- de instituciones afines al capitalismo, la “libre empresa” -privatización para la globalización- y se ofrecerá al imperialismo como intermediario dependiente.
Esto último con base en que Trump funciona como una aplanadora frente a la debilidad ideológica de quienes dicen ser representantes de las fuerzas populares, aunque es de dominio público que se trata de un tirifilo de ocurrencias irrealizables. A cualquier tipo de política de conciliación de los gobiernos progres, incapaces de sostener una firme acción anticapitalista, antepondrán el desarme y la destrucción de la disidencia. De cara a los meandros y los circunloquios de lo que denominan populismo, exigirán voces de orden que conlleven mayores índices de represión.
A pesar de mi lejanía con todo confesionalismo, aplaudo lo dicho recientemente por un hombre de iglesia, Pedro Pierre. “El pueblo de los pobres de la ciudad y del campo no ha dejado nunca de protestar y enfrentar la dominación de las minorías adineradas de cada país que los despojaron de sus tierras. (…) Resisten las imposiciones capitalistas que promueven el consumo masivo de drogas, una tecnología que nos embrutece, un consumismo adormecedor, una manipulación mediática constante, unas creencias deshumanizantes…”. América Latina es el gran caldo de cultivo de una nueva humanidad, pues hemos comprendido que “si la vida que vivimos no es digna, la dignidad es luchar para cambiarlo”, rubrica.
Un claro ejemplo de la insuficiencia demostrada por los gobiernos progresistas y que apuntamos como parte contribuyente a la posibilidad de deriva en una renovada preeminencia política de la derecha en Latinoamérica -superando y anulando los pasos positivos dados en la última década- es el de la integración regional. De acuerdo con toda evidencia, ésta no pasó del discurso y las gargantas; la integridad y la superioridad ética de la izquierda quedó por el camino. Es en cierta medida lógico que el ciudadano -a merced del sistema,
sus variaciones y perversidades- busque nuevos horizontes, en ciertos casos equivocándose e inclinándose por quienes ejercen medios -incluso inicuos- de dominación.
Si se proponen formas de cambio en términos de eficiencia y de productividad, se debe establecer que sus prácticas y acciones nunca harán del trabajador un expoliado: lo deben unir a otros, hacerlo comunitario e intentar liberarlo de la alienación. Un paso en el triunfo sobre el modelo de explotación capitalista sólo será posible en tanto tengamos la virtud de imaginar y crear un modo, una forma o sistema, absolutamente diferente al que hemos tenido por siglos.
Sin ningún ánimo de pontificar -entendido como expresión dogmática dada con aire de suficiencia- e indicar cuál camino recorrer, sí entiendo que sin una teoría firme de cambio, no hay cambio posible. O como bien señalaban y señalan quienes se alinean con la izquierda: sin teoría revolucionaria no hay movimiento revolucionario. Claro está que en el presente momento no estamos apuntando a la superación de modelo por un implante socialista que no se encuentra en el horizonte de aspiraciones democráticas de las grandes mayorías. De lo que se trata en estas circunstancias es del fortalecimiento del espacio público para usufructo de los más, que supone el abandono del modelo capitalista que privilegia el individualismo, teñido de ambiciones consumistas -en general insatisfechas- que exacerban y profundizan confrontaciones de clase.
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