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Apocalipsis en Mercedes

Apocalipsis en Mercedes
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Durante la época en que el hombre era un muchacho, solía perder su tiempo vagando a las horas más extemporáneas por algunos de los lugares emblemáticos de su ciudad natal, sus preferidos: la rambla, la Isla del Puerto y la plaza Independencia. En esta última, una que otra noche, se sentaba en un banco con vista a la iglesia, levantaba sus ojos hacia sus elegantes torres y dejaba a su mente discurrir en libertad.

Se le ocurrió mientras se entregaba a aquel vano pasatiempo. Aunque todavía no sabía lo que era un mito urbano, sí había escuchado mil historias fantásticas que sus parientes, gente de campo, contaban a la hora del mate en las reuniones familiares. Entonces, inspirándose además en sus tempranas y extraviadas lecturas de la Biblia, se inventó su propia narración acerca del detalle arquitectónico que más le llamaba la atención del imponente templo que tenía enfrente.

Por los remotos tiempos en que se erigió la catedral de Nuestra Señora de las Mercedes, empezó a circular una leyenda que hoy casi nadie recuerda. Sostenía que, en el justo instante en que se produzca el fin del mundo, los ángeles que custodian sus campanarios harán sonar sus trompetas anunciando la llegada del Apocalipsis

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En aquellos años felices, la sagrada construcción constituía un verdadero hito en el paisaje. Desde su altura impresionante (para un poblado cuyos edificios más prominentes se podían contar con los dedos de una mano, y no superaban en ningún caso las diez plantas) dominaba el espacio que iba desde el centro al ejido de chacras. Así fue hasta que un infausto coronel, intendente de la última dictadura cívico-militar, otorgó los permisos para que se construyera, justo al lado de la catedral, un edificio que trepaba hasta la cúpula del campanario oeste. El efecto fue tan devastadoramente antiestético que mató las imaginaciones del joven soñador.

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Empero, el último diciembre, de visita en Mercedes, caminaba por la calle Colón cuando, casi sin querer, vio el mamarracho desde una perspectiva distinta a la de otrora. Entonces, cayó en la cuenta de la enorme magnitud del desaguisado. Acto seguido, le vino al magín una representación continuadora de la ilusión que ensoñaba de adolescente.

¡Ta,ta, ta, ta, taaaaaaaaaa! El desprevenido vecino mercedario que hasta hace un segundo dormía plácidamente abre los ojos. Todavía sin despertar del todo, ve la grieta en la pared. “¡Imposible! ¡El edificio no puede estar partiéndose al medio!”, se dice, incrédulo. ¡Ta, ta, ta, ta, taaaaaaaaaa! Vuelve a taladrarle los oídos el aullido desgarrador de la trompeta. Antes de que la construcción entera colapse, alcanza a vislumbrar, a través de la rajadura y a lo lejos, la corriente del Hum que, bajo el resplandor de una lluvia de fuego, parece haberse transformado en un río de sangre ígnea.

“Quizá no exactamente de esa forma, pero tal vez en algún  momento la ira divina caiga sobre los que profanaron con su mal gusto un monumento de cuestionable pero indudable belleza”, pensó, al tiempo que reemprendía su marcha.

 

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