La semana pasada una noticia se coló entre las del resultado electoral: El coronel retirado, Dardo Víctor Barrios Hernández, había sido detenido en Paraguay, acusado de violación a los Derechos Humanos, torturas y asesinatos. Una de las fotos que ilustran la noticia lo muestra encapuchado, como 47 años atrás estaba yo, en manos de “El Zorro”, ese era su alias.
Hay fechas que no se olvidan. El camión esperaba en el patio del penal de Punta de Rieles al caer la noche del 5 de julio de 1972. Desde las ventanas que daban al patio, empezó a circular la noticia. Ya sabíamos que los camiones llegaban para llevarse a algún preso a nuevos interrogatorios. Las puertas enrejadas en la escalera de la cárcel se iban abriendo, y el ruido de los pasos que se acercaban a las celdas iniciaban el ritual. ¿A quién le tocaría esa noche? El corazón de cada uno se dividía entre el sentimiento de solidaridad y la más humana defensa de la integridad propia. De ahí en adelante, el elegido viviría un calvario. Muchos estábamos procesados por la justicia civil, lo que, de alguna manera, nos protegía de los interrogatorios por parte del personal militar, eso era lo que creíamos. Cuando la guardia se paró frente a las rejas de la celda y dijeron mi nombre, junté toda la dignidad que pude para salir. Más tarde o más temprano, la guardia vendría a llevarse a los demás, y cuando salieran por aquella puerta de rejas sentirían el mismo estremecimiento, porque empezaba una pulseada desigual, y, para ganarla el estado anímico era el primer movimiento que se producía dentro de la cabeza del preso. No había una fórmula para ganar, era tan desigual, tanta la impotencia que sólo un milagro le permitiría a cada preso encontrar su propia fórmula. La recomendación del MLN era tratar de aguantar las primeras 24 horas, mientras la alarma corría en la Organización y se evacuaba todo lo que el preso conocía. Pero esa recomendación estaba en un manual que las Fuerzas Armadas conocían muy bien, por lo tanto esas 24 horas también eran prioridad para la Inteligencia de las FF.AA.
El Zorro Barrios, detenido el otro día en Paraguay, era un alférez muy joven en 1972, daba sus primeros pasos en el grupo de Inteligencia del Batallón de Ingenieros 4, de Maldonado, pero como todo termina sabiéndose, conocí su nombre varios meses después; un sargento me lo dijo. La cara se la vi por casualidad. Me habían dejado en una habitación casi a oscuras, junto al escritorio donde el capitán Silvera daba instrucciones a Barrios y pude verlo por debajo de la capucha. Allí estaba el que se había entretenido con mis testículos algunas noches atrás. Demasiado joven para ser tan voluntarioso en la tortura.
Él se encargó de irme ablandando la larga noche del 5 al 6 de julio de 1972, una noche interminable. El tiempo pasó, no pude volver a tener hijos biológicos pero no lo viví como un drama, y aquel mocoso tampoco me dejó algo personal hacia él. El resto de esa noche la pasé junto a la guardia del pabellón. Eran unas fieras, llegaban como en oleadas. Por eso, con el correr de los años, se me hace más difícil discernir entre la responsabilidad personal de los integrantes de las Fuerzas Armadas, y la responsabilidad de todos sus integrantes. Aquel alférez Barrios, ahora coronel retirado, recién ahora empieza a padecer lo que padecieron los presos que torturó, pero tiene alguna ventaja: el Estado garantizará sus derechos. En lo personal no le deseo nada, ni bueno ni malo. Los daños que pudo haber causado son parte de un triste friso en el pasado de todos nosotros, incluyendo a sus camaradas. Me cuesta creer que sigan convencidos que salvaron a la patria, etcétera. A los hombres como Barrios les queda una última ficha para jugar dentro de una sociedad de Derecho: decir lo que saben, dónde están enterrados. Ayuden a que este país deje el pasado atrás. Júntense cuatro o cinco de ustedes y háblenle a este pueblo con lo que les quede de honradez. Nadie los va a matar, tampoco van a recibir afecto pero será un gesto, la única posibilidad de que el Uruguay se encuentre a sí mismo. Yo lo confieso: en aquellos años, de haber tenido que hacerlo, le hubiese partido la cabeza de un tiro al alférez Barrios. Él tuvo suerte, y yo también, pero los que mató no pueden decir lo mismo, y los familiares de los que hicieron desaparecer tampoco.
Todos estos años escondido, Zorro, para caer de viejo en la trampa. Ahora la capucha la tenés vos. ¿Viste cómo la tela se impregna de tu propia respiración, y el mundo se reduce a lo que hay dentro de tu cabeza? Eras demasiado joven cuando empezaste a golpear a gente atada. Mi tío, el coronel Miguel Ángel Nieto, entonces, jefe de Policía de Cerro Largo, al volver de Montevideo se enteró que habían torturado a una persona y encerró al torturador en la celda del torturado. Eran otros tipos aquellos militares. Lo sancionaron, claro, pero siguió yendo a hacer los mandados, todos los viernes, a la feria del barrio, y a jugar a la carambola con sus amigos en el boliche de Estero Bellaco y Juan Ramón Gómez. Su carrera terminó en aquel acto de dignidad, que lo definió meridianamente. Mi tío siguió yendo al estadio sin miedo, a gritar los goles de Nacional, o a sufrir cuando le tocaba. Mi padre era de Peñarol. Dos hermanos que se querían y se respetaban, sencillos y buenos ciudadanos. Ahora que ya pasó todo, incluso el tiempo, ¿a ninguno de ustedes se le cruza por la cabeza tener un acto de valentía y ayudar, por lo menos, a que se encuentren los cuerpos de aquellos muchachos y muchachas, que la mayoría tenía tu misma edad?
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