Las elecciones internas obligatorias en Argentina parecen haberse desbordado si nos atenemos a los despachos que vienen de Buenos Aires, que muestran un panorama político sobresaltante. A partir del análisis de las consecuencias en el gobierno, pareciera que se hubiese abatido sobre el mismo un intenso huracán que cobró cuentas de lo realizado hasta ahora por la administración de Alberto Fernández, dejando todo agitado.
De las expresiones que llamó la atención fue la de la asociada política del presidente, vicepresidenta, ex mandataria y lideresa del Senado, Cristina Fernández, recordando que fue ella personalmente quien eligió candidato presidencial al actual gobernante. Algo parecido a la ira y -a su vez, a las ganas de calmar la situación- ensayó éste al declarar que por las buenas de él se podrían obtener muchas cosas, mientras por la malas nada. Lo que se considera por muchos como consecuencia de las objeciones directas de la socia, su grupo político (La Cámpora) y otros militantes, es que Alberto Fernández canceló su viajó a la reunión de CELAC en México, cambió a su jefe de gabinete, descartó a seis ministros y nombró a los respectivos reemplazantes y aunque mantuvo la mayor parte de la conducción del equipo económico (cuestionado dentro y fuera del peronismo), aceptó el nombramiento de un tercer conductor (algo así como una cuña de ajuste) procedente de las filas de la cuestionante vicepresidenta.
Es difícil, sin embargo, saber si el mandatario reaccionó ante la eventual pérdida de apoyo de la socia que acaudilla el Senado y la parte mayor del sostén gubernamental, si se lo dijeron por las buenas o se doblegó al imperio de las circunstancias: ni de cerca ni de lejos se puede decir qué operó; hay que quedarse con que se busca una renovación de la cúpula dirigente -que es poco probable que sea determinante en menos de dos meses, cuando se renueven parcialmente las curules legislativas- y que se programa para acabar el mandato presidencial en 2023 y una posible continuidad peronista.
Desde un ángulo exclusivamente numérico, cuando se quiere rápidamente indicar a un perdedor de las PASO se dice el peronismo o Fernández (el presidente). Con alguna variante lo justifican los propios peronistas, aquellos que esperaban que aún con dificultades se podrían alcanzar dos o tres diputaciones más. Ellos culpan a quienes se quedaron cómodamente en la casa, sin salir a votar, a uno que otro desencantado con el gobierno y que tampoco concurrió y a los que no les interesaba participar: por ahí dicen, entonces, que en el descenso del número de votantes -referido a instancias similares del pasado- está la clave que desentraña el bajón electoral tenido.
Dan como ejemplo que los opositores de Juntos no superaron los guarismos que tuvieron, que no crecieron. Sólo admiten que, quizá, algunos de los votos perdidos por el peronismo fueron a dar a los “zurdos” (la izquierda), que ocuparon un lejano tercer lugar -no consiguiendo que sus propuestas sean atendidas como un cambio cualitativo-. Los peronistas no admiten que los millones de sufragios del conjunto pluriclasista que una vez apoyó al actual presidente fueran a dar a la oposición, sino que ésta salió a votar por la misma intención política de siempre.
En ningún momento los derrotados consideraron los efectos de la pandemia, la crisis económica -en gran parte heredada- y la inexistencia de una decidida política que privilegiara a la clase obrera, cuidara el empleo, la economía familiar y la de los más necesitados. Tampoco pensaron que el país no precisa de momentáneos “arreglos” con las burocracias sindicales ni con la represión, sino de acuerdos que no pasan por satisfacer y tranquilizar a las empresas -muchos de cuyos accionistas son parte causante de la ruindad de la economía- y sí para servir al país. Que de lo que se trata no es de pasar de un neoliberalismo rapaz a un capitalismo con vestigios humanoides que entiende que lo principal es pagar la deuda externa y mantener la disciplina fiscal.
Ante la incertidumbre generalizada, el presidente únicamente atinó a cambiar ministros para dar un “relanzamiento al gabinete” y hacer las paces con el sector que encabeza Cristina Fernández. Santiago Cafiero dejó de ser Jefe de Gabinete para pasar a la cancillería; su lugar lo ocupó Juan Manzur; Aníbal Fernández en Seguridad; Julián Domínguez en Ganadería, Agricultura y Pesca y Daniel Filmus para Ciencia y Tecnología. Estos cuatro de los nuevos nombrados son “cristinistas”. Pero, en Economía, a cargo de Martín Guzmán, y en Desarrollo Productivo, con Martín Kulfas, sobrevive un continuismo que no espera cambios en la política económica del gobierno, la más cuestionada.
Entiendo que el mandatario pretende que cediendo ante su socia se salden de aquí en más las objeciones: de continuar la dirección de la economía en el sentido habido hasta ahora, con la descarga de la crisis sobre las mayorías y en especial sobre los trabajadores, las pymes y las medianas empresas, no se modificará el panorama que sólo deviene en un capitalismo expoliador, mal maquillado, que no se acerca siquiera a un tenue proyecto progresista.
Si algo le faltara de preocupante y tenebroso a este panorama, debe agregarse el crecimiento de la extrema derecha -dirigida por quien se cataloga “libertario”, Javier Milei- que logró ingresar a Diputados.
En tanto, la derecha permanece expectante, erosionando al gobierno y al peronismo detrás de sus poderosos y cuantiosos medios de comunicación, con la esperanza de conseguir una buena votación el 14 de noviembre que la lleve a controlar el Legislativo y esperando dar el desgarrón definitivo con un zarpazo en octubre de 2023.
El gobierno, en medio de todas las crisis -incluido un factible quebrantamiento electoral- no se encuentra discutiendo un cambio de rumbo, de orientación, sino cuotas de poder que guarda encapsulado y reparte en pedazos entre sus fracciones.
El autor agradece las aportaciones del colega Dardo Fernández y el sociólogo José Miguel Candia.
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